En la retaguardia de la Guerra Civil hubo asesinos en los dos bandos. Hubo incluso asesinos que se cambiaron de bando y siguieron asesinando a sus anchas. Unos se manchaban los puños de sangre en las salas de tortura o apretaban el gatillo en el pelotón de fusilamiento. Otros, que tenían mando, se limitaban a firmar órdenes y sentencias de escaso valor legal o, simplemente, dejaban que los muchachos más fogosos dieran rienda suelta a sus instintos más bajos cuando se conquistaba un pueblo cualquiera. Se mató por celos, por envidia, por despecho, por codicia, por rencillas familiares, por traumas, por embrutecimiento moral, por puro sadismo, por ideología, ya que algunos creían que la muerte de los otros eran los escalones necesarios para ascender al paraíso de una España hecha a medida de sus ideales, y también por hambre, miseria y odio hacia la clase dominante. No hacía falta haber leído a Marx o Bakunin ni tener el carné de un partido político para saber quién había aplastado a los proletarios de las ciudades y a los jornaleros del campo durante siglos. Quiero imaginar que bastantes soldados y milicianos asesinaron por miedo y cobardía, vestidos con un uniforme que no habían elegido o del que se avergonzaban según avanzaba la contienda pero del que no se atrevían a desertar por puro instinto de supervivencia. Me resulta imposible no entenderles.
