Me gusta pensar que los escritores dotados de auténtica grandeza tienen el beneplácito de los dioses para generar mundos y almas. El doctor Frankenstein pretendió hacer las cosas por su cuenta y todos sabemos lo que pasó. Y también sabemos lo feas que son las cicatrices de los puntos, cuando quedan a la vista. Más de un escritor debería tomar nota.

Alguien dijo que hay dos clases de escritores; aquellos que escriben porque tienen algo que decir y los otros, que son aquellos a los que les gusta ser escritores. Gabriel García Márquez generó su universo particular en un claro de la selva y le otorgó sus propias reglas; los difuntos tienen voz y envejecen de la misma forma que los vivos, la justicia es una invención desesperada y Dios no existe o no se molesta en intervenir. Los seres puros mueren de amor o ascienden a los cielos en vida, y el olvido es tan agresivo que no vale la pena plantearse la idea de trascender.

También, como no podía ser de otra forma, tiene puntos en común con el mundo que habitamos los lectores; la única diferencia entre los liberales y los conservadores es que unos van a misa de cinco y los otros a misa de ocho. Y todo eso después de hacer una guerra de veinte años. Gabriel García Márquez no habla del mundo ni de los seres humanos, sino que trasciende y llega mucho más allá. Y por eso creo que Cien años de soledad no es una novela, sino una biblia pagana y una inspiración para todos aquellos que tienen la pretensión de crear almas. Una inspiración y también una advertencia, porque ponerse en el lugar de los dioses es un asunto muy serio pero últimamente todo el mundo se atreve. Y tal vez algún día tengamos que rendir cuentas, como el pobre Frankenstein.

Os deseo que tengáis un día del libro maravilloso, de todo corazón, a todos aquellos que habéis experimentado la enorme tristeza de terminar una novela como Cien años de soledad.

Foto: Lorena P. Durany

 

Ilustración de Jorge Berenguer para Negratinta. © Negratinta 2014

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