Empecé a sospechar que estaba siendo víctima de alguna venganza cuando encontré las cuatro ruedas de mi coche pinchadas. Antes había tenido que pedir dos veces la vuelta en la panadería y pude ver la sombra de un vecino que corría para no compartir ascensor conmigo. No participo en conspiraciones y mis enemistades son más bien rechazos leves, así que me puse a pensar qué tenía de distinto este día respecto al resto. Me había levantado, me había duchado, había revisado las redes sociales y había salido a la calle. ¿Qué hice en Internet? ¿Qué fue lo que dije? Que recuerde, nada. ¿Pero y si…? Sí. Ya me acuerdo. Se ve que no celebré lo suficiente el último fanzine aparecido en Talavera de la Reina. Parece que no hice todo el caso que merecía el último disco de un grupo de Silleda (Pontevedra). Acaso no compartí los poemas de aquel jovencito pálido que gritaba desde Benavente. O, y como sea eso estoy perdido, olvidé dar a “megusta” al último artículo contra la monogamia. Me esperan semanas de tiestos cayendo accidentalmente sobre mi cabeza, de aceras llenas de malas miradas, puede que algún padre autorice a su hijo a tirarme huevos. Y es que me lo merezco: ¿cómo me he podido olvidar de entusiasmarme virtualmente?

Afortunadamente mis vecinos no son mis contactos de Facebook aunque tenga más contacto con ellos que con los primeros y de momento no me pueden (podéis) tirar cosas. Siendo así, voy a enfadarme ante un fenómeno que llevo tiempo observando:

Estos últimos días ha vuelto a aparecer por ahí un artículo de la revista Vice en el que se anima, en tono jocoso, a quemar unos cuantos libros. Que recuerde aparecen “Las partículas elementales” de Houellebecq, el “Ulises” de Joyce, la poesía de Sylvia Plath y, haciendo gala del infantilismo tópico que suele llenar esa publicación, la Biblia. Pues bien: lo que más me ha llamado la atención ha sido observar las reacciones airadas de lectores indignados por la osadía que supone llamar a la quema de libro. Vice intenta ser siempre asumiblemente transgresora, por eso nos enseña a niños soldado, vídeos de mutilaciones o a personas devastadas por las drogas más exóticas, pero lo que no es asumible es que se ataque a las obras de un francés psicópata que escribe para divorciados o a una poeta suicida bastante coñazo. Más divertido y sorprendente todavía: nadie se ha quejado de que se invite a destrozar Biblias. Ninguna de estas personas, tan atentas con la cultura como para rasgarse las vestiduras al imaginar un par de Compactos Anagrama en llamas ha pensado en el carácter sagrado de la Biblia, en que es el mito fundacional de toda nuestra cultura y, sobre todo, en que habrá quien se ofenda sinceramente.

Dudo mucho que los que ponían el grito en el cielo fueran seguidores de todos los autores aparecidos en el artículo. Más bien serían seguidores de los libros, así, en abstracto. Porque lo que importa es la forma, porque con el catolicismo se bromea pero no con la literatura (eso que nos salvará y nos hará mejores a ojos de quienes espían nuestros Facebook).

Pues bien, lanzaos a mi cuello porque yo de esa hoguera habría salvado la Biblia y, por avivar el fuego, habría tirado unos cuantas obras más: empezando, por decir algo, por todo lo que esté firmado por Ernesto Sábato.

Ahora ya estoy bajo sospecha. Y es que es complicado no parecer rancio, reaccionario o acartonado cuando uno no se une a la enorme celebración de la cultura en la que parece estar todo el mundo (el mundo de Internet) permanentemente involucrado. Importan más las convicciones que los hechos. Los libros son sagrados desde que se imprimen, qué más da su contenido, hay que confiar en los artículos que publican ciertos medios por insensatos que sean, hay que confiar en ellos incluso aunque la realidad los desmienta; hay que considerar y amplificar a cada adolescente que tenga una idea peregrina. En resumen, hay que ser escéptico salvo algunas cosas.

Y a ratos me parece que este entusiasmo indiscriminado lo único que hace es desactivar lo realmente valioso. Que tanta luz en esta fiesta nos deja ciegos. Que la rueda gira y aplasta no sólo a lo de antes sino también a lo de al lado, que este debate es muy viejo pero se sigue zanjando con un “es cuestión de gustos”, que destroza la potencialidad de cualquier obra que pudiera significar algo (a nivel literario, artístico: político).

Acusaba Huidobro a Neruda de tener alma de sobrina de jefe de estación. Qué horror: el alma y además ese clasismo. Cómo se nota que no había leído a Bourdieu, qué culpa tendrán las sobrinas de los jefes de estación de lo que les gusta, qué culpa tendrán los canis del último artículo de Diagonal, qué desvergüenza meterse con Neruda que sólo está intentando expresarse.

Por cierto, por mí, Neruda, a la puta hoguera.

 

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