Fotografía: Wikimedia Commons

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Llegamos a Mérida un viernes de julio en el que parecía que de verdad la tierra quería cocer a los hombres. La ciudad está dispuesta en dos trozos que se miran desde las dos orillas del Guadiana: la vieja Mérida, altiva, y la nueva Mérida, suburbial, discreta, que mira a la otra de soslayo, como envidiándole secretamente el porte orgulloso. Las dos mitades se mantienen juntas por varios puentes antiguos y nuevos que atraviesan la ancha boca del río, cordones umbilicales que impiden a una y a la otra marcharse, seguir cada una su propio camino. Ni siquiera junto al Guadiana soplaba ese viernes un poco de aire, y las calles y avenidas de la vieja colonia de los legionarios de Augusto recibía la lluvia de plomo a pie quieto, sin hurtar el cuerpo; como esos toreros que quieren salir de la plaza a hombros, o con los pies por delante.

El objeto de mi viaje al centro de la sartén extremeña era ir a ver Aquiles, el hombre, en el Festival Internacional de Teatro Clásico. Es decir: a todo el que me preguntaba, abriendo mucho los ojos, por qué me decidía a pasar tres días en un horno, los tres últimos días de un julio apocalíptico, tenía que explicarle que iba a ver a Toni Cantó haciendo de Aquiles y que, de paso, aprovecharía para conocer una ciudad que siempre me atrajo por su fulgor patricio. Nunca imaginé que conocería, a la postre, el fulgor de Mérida en todo el amplísimo perímetro semántico de la palabra.

No obstante, me seguían reprobando con la mirada, meneando la cabeza de un lado a otro. ¡A Mérida en julio, siendo de Cádiz!

Desde que leí la Ilíada me quedó el pensamiento, o la fantasía, de imaginar cómo sería el gran canto de Homero sin la intervención de los dioses. La presencia de Zeus, de Atenea, de Hermes, de Poseidón, de Apolo, es tan decisiva y constante en el desarrollo de la Historia, hasta el punto de que elucubrar cómo sería el cuento de la ira de Aquiles sin el elemento olímpico fue para mí un fascinante juego que me ocupó algún tiempo. Incluso fantaseé con la idea de escribir una suerte de “Anti-Ilíada” en la que todo ocurre y depende de la interacción de los hombres. La idea, descubrí en Mérida, también había atrapado a Roberto Rivera, el dramaturgo responsable de Aquiles, el hombre, que yo fui a ver al Teatro Romano.

Hace ocho años estuve en Atenas. Desde entonces no visitaba ni permanecía en una ciudad tan absolutamente acompasada al ritmo incesante pero parsimonioso del turismo arqueológico. Toda Mérida, toda la Mérida contemporánea, como la Atenas de hoy, es una construcción urbana que ha brotado durante los últimos 200 años alrededor de los yacimientos y las ruinas clásicas que iban descubriéndose; tal y como el musgo crece junto a una fuente de agua y humedad en un jardín, en un campo o en una azotea. La vida moderna se organiza lentamente en torno a un palacio, un alcázar, un museo o un anfiteatro. Se articula la identidad de barrios y pagos en función de las dinámicas inseguras y a menudo interrumpidas durante años, de las excavaciones oficiales. Los proyectos, pendientes de tal trámite burocrático o de tal subvención cuyo plazo está fijado ad kalendas graecas, paralizan el tránsito de coches y personas por tal o cual calle, avenida o cuartel. De modo que a menudo estas ciudades muestran por décadas heridas abiertas en mitad de su relieve urbano que terminan convirtiéndose en parte del territorio cotidiano de sus habitantes. Esto ocurre mediante procesos naturales de asimilación: las heridas cicatrizan, los solares vallados muestran vacío, jaramagos carteles que enmohecen y amarillean, en los que ya no se puede leer cuánto dinero daba la Unión Europea para explorar aquello; unas termas romanas inmensas siguen descansando veinte años más en las entrañas de la ciudad, y donde iba un parking capaz de acoger 300 coches al mismo tiempo, los ciudadanos se han acostumbrado a pasear a sus perros los domingos por la mañana.

Mérida es un poco así, como Atenas. Lo actual, el mapa físico, es un campo de batalla plagado de bloques de pisos cuadrados, mazacotes blancos erizados de cajas de aires acondicionados y antenas de televisión, rejas, balcones y azoteas características de la arquitectura urbana del sur de España. En Atenas, recuerdo marchar como por un dédalo interminable y feo de suburbios desarrollistas hasta casi la misma falda de la Acrópolis. En Mérida, algunos edificios renacentistas y otros tantos viejos palacetes de indiano le anuncian a uno la proximidad del centro, que no está en el bulevar que concentra la entrada al Teatro y al Anfiteatro, al Museo y tres o cuatro terrazas vaporizadas con agua con cartas preñadas de carnes rojas y vinos tintos. El corazón de la ciudad está en la Plaza de España, ágora castellana de rectángulos, palmeras, arcos y bóvedas, cerca del río y de la Alcazaba. En cierto modo, la Mérida contemporánea es una Ilíada a la que le han quitado los dioses, reduciéndola a la medida del hombre, dejándole el yelmo magullado pero todavía imponente del gran rey eácida.

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Toni Cantó fue un Aquiles extraordinario. Visitamos el Teatro y el coliseo el sábado por la mañana. Por la noche, el Teatro parecía un umbral mágico, la puerta a otro mundo, el atrio de un fastuoso palacio que estaba como escondido en la oscuridad de la noche, detrás del frontón colosal y del escenario. La silueta del edificio reconstruido, sacado del vientre de la tierra, de la escombrera sedimentada por los siglos (de la que sólo sobresalían los siete remates del graderío, la summa cavea, en fotografías en blanco y negro que recuerdan las excavaciones coetáneas de los arqueólogos americanos en Chichén Itzá, cerca de la otra Mérida, la mexicana) es majestuosa de día y dionisíaca de noche. El atrezzo de la representación, el forillo, con el suelo de arena blanca que simulaba la de la orilla del Egeo y los caparazones rotos de las cóncavas naves de los aqueos, servía de divertimento a los turistas durante el día; pero de noche cobraba todo su sentido literario, épico, con el crepúsculo cayendo sobre la ciudad con su luz carmesí, único sustituto que Mérida puede ofrecer del mar vinoso que bañaba las murallas de Troya.

El Aquiles de Toni Cantó es un marine cansado que ya no quiere luchar más. Es el Marte ajado y abúlico que pintó Velázquez. Se plantea su misma existencia alcanzado cotas de desolación inconcebibles en la obra homérica original, porque Cantó es un Aquiles postmoderno cuya única consolación física y moral es Briseida, es decir, la carne y los labios devotos de una esclava poseída por el síndrome de Estocolmo.

La estética que envuelve la representación es un audaz salto en el tiempo de 3.000 años. Detrás de mí, un espectador se quejaba de lo poco clásico que resultaba todo aquello, sin comprender que la tour de force de nuestros propios mitos es lo que nos diferencia de todo lo que no es Occidente. Áyax, Diomedes, Patroclo y Odiseo regresaban del combate maltrechos y hechos cisco, como infantes de marina americanos después de 30 horas seguidas patrullando Bagdad. Tiraban sobre el escenario escudos que parecían los que usan los antidisturbios griegos para disolver las manifas de los anarquistas en la Plaza Syntagma, y de fondo, una melodía lisérgica sonaba como el Shine on your crazy diamond de Pink Floyd, entremezclado con guitarrazos y tonadas de Ennio Morricone en un spaghetti western. Esa tour de force de la Ilíada de Roberto Rivera centraba la cuestión en la guerra como fenómeno de destrucción colectiva y alienación individual, y no en la gloria ni en la eternidad. Aquiles se despojaba de toda condición divina o heroica: dudaba, vacilaba, se negaba a continuar, se preguntaba por qué. Los héroes, los más grandes héroes de Grecia, eran, tan sólo, siluetas oscuras llenas de mierda y de sangre hasta los codos.

Este Aquiles de Cantó era el Alatriste de Reverte, parecía sacado de El pintor de batallas, de Las tempestades de acero de Jünger, un guiñapo cosido con los retales inmemoriales del soldado de todas las guerras y de todas las batallas: del que sufre, del que duerme, come y añora y muere dentro de una trinchera de Verdún; del que nadie se acuerda y queda destrozado en una ciénaga del Marne; del que está en una zanja, en Siria, o en mitad del desierto en Mesopotamia, o en una iglesia de Filipinas, sin saber que su Gobierno hace un año que firmó la paz con el enemigo; del que yace ensangrentado en una playa de Santiago de Cuba, en una colina de Borodino, en una calle de Sarajevo, en un campo de amapolas en Waterloo.

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Mérida es un emporio que abruma por la sencillez con la que presenta sus tesoros, expuestos como en un mercado, suculentos y accesibles. El ojo se engolosina con la abundancia: los foros municipal y provincial, escondidos tras requiebros de calles estrechas y que saltan de pronto, sobre rendijas abiertas en mitad de la ciudad, a la manera de pulmones; el fantástico Circo, que fue campo aparcelado donde se cultivó trigo, que fue luego expropiado y por el que pasó un tramo de la carretera Madrid-Lisboa, y que de nuevo, 1.700 años después, es de nuevo explanada inmensa en la que soñar cuádrigas relampagueando; el Museo, diseñado por Moneo; el Templo de Diana, transformado en palacio del Renacimiento y que luce en el cuello de Mérida como un collar roto pero aún brillante, aún en pie, como el Partenón, aún orgulloso. Se extiende la alfombra de la ciudad hacia el Guadiana; lo atraviesa el garfio de piedra del puente romano, el más largo del imperio, conservado unas leguas más acá del puente Lusitania, de Calatrava. Aposté para mí por cuál de los dos conocerá el tercer milenio, y al cierre de las apuestas, el puente de los ingenieros de Roma se pagaba a 0,01; la Alcazaba, torno de entrada y salida a la ciudad intramuros, en cuyo vientre se esconde el lugar más lujurioso de toda la ciudad y aun de toda Extremadura en verano, la piscina del aljibe, enterrada bajo el nivel de las murallas a lo largo del basamento de lo que fue alminar de una mezquita.

Junto a la Alcazaba hay una loba capitolina, en una rotonda entregada por el municipio de Roma a Emérita Augusta en los noventa como ofrenda ritual de la madre a la hija. Las metrópolis griegas mantenían vínculos parecidos con sus colonias en Asia Menor y Sicilia, a modo de patronazgo sentimental. Otra huella de Roma en Extremadura está muy cerca, en La Serena. Medellín. Allí terminamos el viaje, el domingo. La tierra seguía hirviendo y el sol se derramaba con cólera sobre nuestras cabezas, pero había otro teatro romano que ver.

Medellín es el solar de Hernán Cortés, héroe como los que describía Plutarco. Es reo del ostracismo cultural, pues hace falta ser muy español para avergonzarse de que uno de los tuyos conquistase un imperio al otro lado del mundo con un puñado de extremeños hambrientos, y 50 caballos. En Medellín viven 2.000 personas, las puertas de las casas permanecen abiertas todavía, como recuerdo de mis veraneos infantiles en la sierra de Cádiz, y la vida parece tranquila y calma como una tarde de domingo. Medellín tiene un teatro romano pequeño y milagrosamente bien conservado, levantado en una de las canas del picacho que se alza sobre el pueblo y lo domina. Encima hicieron el castillo, y al pie, una iglesia, la de Santiago. En medio quedó olvidado el teatro, sepultado por la Historia, de donde fue rescatado hace unos pocos años. Desde entonces también forma parte del Festival Internacional de Mérida, como sede secundaria, y aunque haya que tener los gemelos de Froome para subir hasta él, oír cómo se declama a Aristófanes desde una atalaya frente al Guadiana, bien merece el esfuerzo.

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