Con la colaboración de Hamed Enoichi

Fotografía: Pablo Sierra del Sol

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Tiene alma de pintor, corazón de historiador y la barba y el pelo llenos de canas. Carlos García-Alix (León, 1957) se sienta a charlar con ganas de bucear en el mundo del arte. Visitamos esas profundidades, pero hacemos escala inevitablemente en la historia contemporánea de España. Su visión de antiguo militante comunista, escritor y director de películas documentales es descarnada y poco amable con una memoria histórica que califica de buenista. Ve futuro en la izquierda que «se está reconstruyendo en torno a Podemos y otras formas políticas surgidas del 15-M» y confía en que España viva aventuras apasionantes en los próximos diez o veinte años, quizás tan emocionantes como las historias que devoraba en los tebeos que su padre le compraba a sus hermanos y a él cuando eran unos mocosos con ganas de encender una luz en mitad de la noche franquista.

–¿Por qué los años treinta como excusa para contar historias?

–Tengo fijación por esa época desde una edad muy temprana. Quizás por las vivencias que me contaba mi padre, que había pasado la guerra con apenas trece años. Mi abuela también nos contaba cómo era la vida en el Madrid que sufría los bombardeos. Ese relato infantil se te queda y lo vas ampliando con lecturas y descubrimientos. Siempre digo que la de los años treinta es una década tremendamente brillante y, al mismo tiempo, tremendamente siniestra. Esa doble cara la hace más atractiva. En lo que concierne a España, indudablemente, te marca porque, aunque ahora esté muy de moda que ciertos opinadores culturales de los periódicos (me voy a guardar nombres porque están en la mente de todos) ridiculicen la militancia antifranquista de los setenta, fui militante durante el final del franquismo y el inicio de la Transición. Hace 40 años las soluciones violentas a las dictaduras o los gobiernos de derechas estaban aún muy vigentes. En Italia tenían a los Indios Metropolitanos o las Brigadas Rojas, el IRA actuaba en el Ulster, en Argentina tenías a Montoneros, la gente de Unidad Popular andaba resistiendo en Chile y, aquí, además de ETA, había grupos como el FRAP o los GRAPO. Mi Partido, el PTE nunca se deslizó por ese territorio. Si estabas metido en el mundo antifranquista te conectabas directamente con la Guerra Civil, puesto que éramos, de alguna manera, herederos de los que habían perdido en el 39. Cuando decido ser pintor y quemo la etapa inicial de encontrar mi propio camino, empiezo a pensar que la memoria y la guerra son un buen material para la creación artística. Hago varias exposiciones en esa dirección.

–Tus retratos dan la sensación de estar tristes, apagados.

–Más allá de la expresión, es verdad que suelo trabajar con gamas de color muy apagadas. Es como si el color me molestase o no fuera capaz de poner tonalidades muy vivas. Sin querer, toda la pintura se va entonando hacia colores más sombríos y sordos.

–Llegando casi al monocromo. 

–Si hacemos la comparación musical, es como si me sintiera más cómodo con un contrabajo que con un violín. No es que desprecies el color, es una simple cuestión de comodidad cuando te pones a pintar. La tristeza no es intencional, simplemente me he habituado a eso. O es esa gama en la que me siento más cómodo

–¿Has tenido esta conversación con músicos?

–No, pero podría tenerla. Si piensas en una flauta travesera y quieres pintar ese sonido, nunca lo harías con un color profundo y sordo. Te irías hacia un amarillo, un color más agudo y vibrante. No sé si esto es simplemente psicológico o detrás hay una realidad que lo sostenga. En mi mundo los colores son música en sí mismos, tienen un sonido.

–Sin embargo, eres un asiduo a Ibiza, una isla mediterránea que destaca por su luz.

–La luz de mediodía de Ibiza para mí es imposible de pintar. ¡Me saldría un cromo! Me atrevería a pintar la luz de las ocho de la tarde, cuando las sombras son azuladas y los amarillos pasan a naranjas y se amortiguan.

–¿De dónde os vino a tu hermano y a ti el interés por el arte?

–¡Pues creo que de los tebeos! [ríe] A principios de los sesenta, mi padre nos llevaba todos los domingos a un kiosco de León, la ciudad donde vivíamos, donde él compraba el periódico. Éramos tres hermanos y a uno le compraba El Capitán Trueno, a otro El Jabato y, a mí, el pequeño, me tocaba El Cosaco Verde. Nos alucinaban los dibujitos y las historias. Cuando los acababas era normal cambiarlos por otros en una casa que se dedicaba específicamente al intercambio de tebeos. Además de querer ser como el personaje de esas aventuras, para muchos era inevitable querer dibujar tu propio tebeo. Así diría que llegué al arte, no de una manera culta y refinada. En casa es cierto que teníamos la ventaja de contar con una madre atípica. Ella había estudiado Filosofía y Letras e Historia del Arte en la universidad, a principios de los cincuenta. Era hija de un matrimonio divorciado por la ley de la República y vivió sus primeros años en León con nuestra abuela. En el nacionalcatolicismo ser hija de una divorciada suponía un grave problema, para empezar, porque no podían matricularte en ningún colegio público o religioso. Pero esa anomalía acabó siendo su vía de escape: mi abuela, casada de nuevo antes de la guerra y mi madre se marcharon a Madrid para que ella pudiera estudiar en el Liceo Francés y, al acabar el bachillerato, ella decidió entrar en la universidad. Esa fue la razón de que siempre hubiera revistas de arte en casa cuando éramos niños.

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–¿Eran revistas españolas o extranjeras?

–Españolas. No sé quién las editaba, pero había varias que llegaban a casa. Eran muy tradicionales, le daban mucha importancia al período barroco. Sin embargo, siempre había algún rinconcito para el arte contemporáneo. Tenías una cierta información artística que suponía un privilegio en aquellos sesenta. Además, tuve la suerte de tener un profesor de Dibujo recién licenciado en Bellas Artes que me dijo que me dedicara a pintar porque era lo que realmente se me daba bien. Cuando estéis delante de un grupo de niños pequeños fijaos en cómo dibujan. Todos suelen dibujar a esa edad, pero la cosa cambia muy pronto, cuando cumplen seis o siete años, entonces aparee el “no me sale” y la mayoría deciden dejarlo. Otros ni se lo plantean, siempre encuentran un camino para expresar lo que quieren dibujar. Aquí suelen estar los futuros pintores. Mi problema fue que mi padre no me dejara meterme en Bellas Artes con catorce años y me obligara a acabar el bachillerato. Cuando lo terminé, en 1973, tenía 16 años y el arte empezaba a perder para mí un interés que estaba ganando la lucha antifranquista y la revolución.

–¿Cómo se hacía uno comunista en aquellos años?

–En mi caso, de una manera muy normal: escuchando las historias que le ocurrían al hermano mayor de un amigo, que militaba en el Partido. Por mi amigo descubrí que existían periódicos clandestinos comunistas que resultaban más morbosos que el Playboy. Entonces descubres que todo está controlado por la policía, que todos los libros y películas que te atraen están prohibidos, y empiezas a ser consciente de que acceder a un cierto tipo de cultura significa resistir ante el régimen. Veías cómo cerraban periódicos (algunos como el Madrid los volaron). Veías cómo cualquier vía de socialismo democrático era capada y destruida (la caída de Allende nos marcó muchísimo). Vivimos la ejecución de Puig Antich, las muertes a balazos de la Guardia Civil y la policía, de huelguistas, estudiantes antifranquistas, las palizas, las torturas, la cárcel…. La Transición se ha vendido como algo muy pacífico pero está llena de muertos. Cada huelga de la construcción o de la industria acababa con dos o tres muertos. La cosa fue más sangrante y dura de lo que nos ha vendido Cuéntame.

–¿Para los que erais jóvenes en el tardofranquismo era complicado no adoptar una posición política respecto a la dictadura o todo dependía de tu acceso a la educación y la cultura, o de tu historia familiar?

–La politización de la sociedad española durante aquellos años es un mito. Cuando coronaron a Juan Carlos, ya muerto Franco, la izquierda llamó a una concentración ciudadana frente a la cárcel de Carabanchel por la amnistía y cuando llegué allí me dije: «Estamos otra vez los de siempre. 300 universitarios y 20 obreros». La izquierda era muy débil. La mayoría de la gente no militaba, ni siquiera en la universidad. No lo hacían porque a parte de las represalias físicas te podían echar del instituto o de la carrera, te abrían un expediente y destrozaban tu vida. La mayoría de los españoles no eran franquistas, sabían que las cosas habrían de cambiar, pero no se iban a jugar la vida, los hijos o el trabajo para acabar con el dictador. Pensad que después de la guerra a muchos españoles les costó décadas salir de la pobreza. En la Revolución de los Claveles los militantes perseguían a la policía política por las calles de Lisboa. Todos nos enteramos de lo que ocurrió porque la censura no pudo silenciarlo. En ese momento, abril de 1974, aquí se acojonaron porque vieron que les iban a cerrar el chiringuito fascista y volvieron a un grado de represión, fusilamientos incluidos, que no se recordaba desde finales de los cuarenta. A partir del 77 sí hay una afluencia de gente que se incorpora a los partidos de izquierda. También al PSOE, que hasta entonces había sido una organización inexistente. Durante los años finales de la dictadura dictadura tenía más militantes la Liga Comunista Revolucionaria que todas las agrupaciones socialistas juntas.

–¿El PSOE que sale cambiado de Suresnes era un partido anónimo entre los españoles?

–Sin duda. Quizás algunos profesionales fueran militantes o simpatizantes, pero en el mundo laboral y estudiantil apenas tenían presencia

–Eso lo cuenta Alberto San Juan en su monólogo Retrato de un joven capitalista español, donde argumenta que el PSOE fue un partido fabricado por las élites franquistas para domar a la izquierda. 

–Antes de que legalizaran al PSOE se celebró un congreso legal de UGT. Todas las juventudes de la izquierda estuvimos allí. Yo estaba entonces en la Joven Guardia Roja. Allí conocí por primera vez a las juventudes socialistas… que no eran otra cosa que trotskistas de la tendecia Militant o de otras corrientes comunistas que defendían el submarinismo en el PSOE. Algunos de ellos han acabado en puestos importantes una vez que su partido ganó las elecciones en 1982. Ojo, en aquel momento no se definían como socialdemócratas tal y como lo entendemos hoy. Muchos de ellos. Estaban adscritos a la Cuarta Internacional, la que organizó Trotsky. Algún día me encantaría hacer un documental sobre toda aquella militancia antifranquista de los años setenta.

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–Algunos de aquellos militantes son ahora reconocidos periodistas, intelectuales o políticos que defienden posiciones conservadoras o liberales.

–Por eso me hace gracia cuando gente como Arcadi Espada se mofa de cuando leíamos «basura intelectual como Marta Harnecker«. Es cierto que había mucha doctrina, mucho ladrillo, pero también ibas a ver películas de Bruce Lee, o en plan más culto de Pasolini, Bergman, Antonioni… siempre en la Filmoteca. Llevábamos los pelos larguísimos, a menudo barbas y bigotes y usábamos pantalones de campana. Era como un “uniforme internacional”, lo ves en no solo en Europa, también en Latinoamérica. Sigo pensando que aquel movimiento tuvo una riqueza cultural e intelectual que se nos escapa por el cliché de la militancia. Diría que muchos de esos antiguos militantes desencantados tuvieron un paso muy superficial por los partidos porque ni siquiera le reconocen la grandeza al movimiento antifranquista de haber sido la punta de lanza que acabó con la dictadura, desde el Consejo de Guerra de 1970 hasta finales de 1975. Yo no siento un rechazo hacia aquel mundo porque es el estiércol del que vengo, en el que me hice persona. Simplemente fuimos hijos de nuestro tiempo. Punto.

–Del final de la Guerra Civil a la Transición pasaron 40 años. De la Transición a nuestros días han pasado otras cuatro décadas. ¿Se pueden conectar esos dos momentos? ¿Ves paralelismos?

–Salvando las distancias en el tema represivo, sí veo paralelismos. Por mucha Ley Mordaza que nos quieran imponer, no se puede comparar la situación actual a la impunidad de la que gozaba la policía para aplicar la violencia en los setenta. Conseguir una Constitución y una monarquía parlamentaria demostró la debilidad de la izquierda antifranquista frente a la incapacidad de la derecha autoritaria por imponer su modelo social. Se llegó a un acuerdo con bandera, rey y Carta Magna impuestos. Por ejemplo, no se recogió en el texto constitucional el carácter plurinacional de España, que había sido caballo de batalla de buena parte de la izquierda española. Desde que Adolfo Suárez ganó el referéndum por la reforma, las posiciones rupturistas que defendíamos estaban perdidas. En ese proceso la izquierda se dejó muchos pelos en la gatera. Ahora lo que veo es que ese acuerdo se ha quedado obsoleto. Ahí conectamos con el momento actual: tenemos fuerzas políticas que cuestionan la Constitución de forma radical. Es un debate que habría que poner en la mesa cuanto antes porque España puede fracturarse socialmente. Vemos que al PP, el partido más votado, no le vota casi nadie entre los 20 y 35 años, y que el PSOE va camino de subsistir como partido agrario del sur de España. Pero no nos engañemos, quizás los trotskistas tenían razón y la batalla que importa es la internacional: mientras tengamos un Banco Central Europeo y un Fondo Monetario Internacional con esa ideología no habrá nada que hacer. Seremos dependientes a todos los niveles .Lo hemos visto en Grecia: si sale algo por la vía democrática que no les gusta te estrangulan en dos días. Otra cosa es que un conjunto de fuerzas a nivel europeo puedan cambiar la correlación de poderes.

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–¿Qué te parece Podemos?

–Para contestarte a la pregunta me voy a ir algo atrás: las dos consignas políticas más importantes que han aparecido en España desde los años treinta no han nacido en gabinetes de comunicación. Las ha parido la calle. Una decía «lo llaman democracia y no lo es» y la otra, «no nos representan». Son dos enmiendas a la totalidad de las reglas de juego. Los que las lanzaron tuvieron además la jeta de desobedecer la Ley Electoral y acampar en Sol. Cuando Rubalcaba envió a su “gente” para que los sacaran de allí a palos, volvieron a acampar; el Estado cedió ante esa insolencia y se comió la acampada del 15-M. Cuando allí se tomó la decisión de rodear el Parlamento, la insolencia subió cuatro grados… y se la volvieron a comer. Los que pensaban que aquellos eran cuatro frikis empezaron a darse cuenta de que estaban destapando el descontento de casi toda una generación. La parte que más me interesaba del 15-M era esa insolencia libertaria. Y aquí vamos con Podemos: me hubiera gustado que lo libertario hubiera tenido más peso del que cuenta, apenas ninguno, en las corrientes del nuevo partido, más influido por las tendencias marxistas. En cualquier caso, Podemos es ahora mismo un work in progress, algo que no sucede con ninguna otra organización. Hay muchas familias que tienen que dialogar para que ese conglomerado político desemboque en algo tangible… y contando inevitablemente con el PSOE. No nos olvidemos que estamos ante un proceso de reconstrucción de la izquierda española. No sé cuánto tardará en cristalizar, pero esa reconstrucción culminará en diez, veinte o treinta años y cambiará el país, afectando, por supuesto, a la cultura.

–¿El carácter pacífico del 15-M legitimó aquellas protestas?

–Tuvieron un plus de legitimidad por el hecho de ser pacíficas y, también, por su urticaria a la intermediación: no querían representantes tradicionales. Para entendernos, a mí un partido que tenga secretario general no me gusta nada.

–Pero el secretario general ha acabado apareciendo y se llama Pablo Iglesias.

–Por desgracia hay secretario general en Podemos. Lo que el 15-M ponía encima de la mesa que la horizontalidad y las reglas democráticas tienen que regir el funcionamiento de los partidos. Creo que la tendencia ya es imparable porque, aunque sea maquillaje, los partidos tienen que lanzar portales de transparencia y primarias. Esa tensión se puede dilatar, pero se va a imponer.

–Decías que el arte español también necesita reconfigurarse.

–El arte también ha tenido un momento de apogeo que iba ligado a un desarrollo económico que a su vez iba ligado a la construcción y la especulación. El arte no sale más limpio de ese fango que otras historias. El abundante dinero negro daba mucho aire a las galerías de arte porque había muchas paredes donde colocar muchos cuadros. Aquella consigna de Solchaga, el «¡enriqueceos!», llevó a muchos nuevos ricos a comprar arte para ostentar. Más que afición al arte había afición a los símbolos y liturgias de una nueva posición social. Además, todas las comunidades autónomas desarrollaron sus propios centros de arte contemporáneo que tenían que formar su propia colección. Todos íbamos a ARCO a exponer nuestros cuadros a ver si nos los compraba alguna fundación de un banco o un museo público. ¡Ese modelo se terminó! Ahora soportamos una resaca gigantesca que ha dejado a cientos de artistas sin poder vivir de su trabajo, algunos ya en edades muy complicadas. Las galerías españolas han dejado de tener un papel fuera de nuestro país , si alguna vez lo tuvieron y muchas han tenido que cerrar. Parte de esa clase social que empezó a iniciarse en el coleccionismo se ha arruinado con la crisis y no solo no compra sino que se desprende de sus obras a través de las casas de subastas. Y aunque todo esto sea tan evidente, sigo sin encontrar un ensayo que hable del arte español en los días del pelotazo.

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–Si hay muestras evidentes del despilfarro y la corrupción en nombre de la cultura, ¿por qué se criminaliza al creador?

–Porque al creador lo usan como un payaso. Existen pactos de silencio muy grandes en el mundo del arte. Cuando entregas unas obras a una galería, normalmente, no te extienden siquiera un recibo que certifique la entrega, está mal visto, y, si vendes algo, lo sueles cobrar en negro. Encima, nuestro “brillante” Gobierno tuvo la genial idea de subir el IVA artístico al 21 por ciento. Si eres coleccionista, ¿por qué vas a comprarlo en España si en otros países solo pagas el 6 por ciento de impuestos?

–¿Alguna vez te ha encargado una institución una obra?

–No, afortunadamente. Ese mundo sí que es sórdido. Solo hay que darse una vuelta por cualquier gran municipio de España para ver las obras que tienen colocadas en muchas rotondas. Para muchos políticos e intermediarios han sido la excusa para despilfarrar y apropiarse del dinero de todos los ciudadanos. En su mayoría, aunque siempre hay excepciones, el arte público es una porquería.

–¿Quién sería el Santiago Calatrava del arte español?

–¿Va a quedar publicado? [risas] Te diría cuatro o cinco nombres, me sobran. Insisto, es un tema tabú. Hemos podido hablar de la corrupción política, económica o judicial, pero cuando hablamos de corrupción cultural todo el mundo calla. Todos piensan que si hablan les va a caer la del pulpo y los van a enterrar. No es nada fácil rebelarse cuando tienes sesenta años y la cosa está tan jodida para sobrevivir.

–También has destacado como editor de arte. En 2002 ganaste el Premio a la Edición del Ministerio de Cultura.

–Quedé segundo, detrás de un libro editado por Miquel Barceló. La obra se llamaba Madrid-Moscú e iba al hilo de una exposición que albergó el Pompidou sobre las conexiones de París con otras ciudades de vanguardia como Berlín, Moscú y Nueva York. Durante los años treinta todos los intelectuales españoles tenían una gran fijación con la capital de la Unión Soviética. Todos viajaban allí y escribían sobre la ciudad. La presidencia de la Asociación de Amigos de la URSS la presidía Valle-Inclán, del que no se podía sospechar ni remotamente que fuera comunista. Además, si nos ponemos futuristas en plan Marinetti, durante la guerra, vinieron las mejores máquinas que tenían los soviéticos, como los aviones Polikarpov. La influencia rusa es palpable en la gráfica española de aquel tiempo: solo hay que echarle un ojo a la cartelería propagandística de los republicanos. De ahí  nace mi idea de conectar la capital española y la rusa a través del intercambio político-cultural. Ese libro fue un buen punto de partida para hacer la película que rodé sobre Felipe Sandoval.

–¿Descubriste muchas cosas inesperadas sobre la vida de este anarquista español cuando rodaste El honor de las injurias?

–Encontré muchas cosas que no me esperaba. Fue una investigación muy larga que duró cerca de diez años. Cuando la empecé nunca pensé que acabara en un libro o en una película. Al principio, solo me llevaba ideas de ese mundo para mis cuadros. Después del Madrid-Moscú me ofrecieron hacer un documental para TVE que luego no salió…

–¿Por qué?

–Porque no quería trasladar la idea del libro a la televisión, quería hacer algo distinto.

En este punto de la charla, Isabel, mujer de Carlos y directora de producción en el documental, interviene para explicar que la propuesta de TVE se torció porque implicaba incluir la obra en una serie histórica sobre la guerra. Ellos querían crear de forma más libre y se lanzaron a la aventura de producir la película sobre Felipe Sandoval de forma independiente. Amigos y conocidos apasionados con la idea desembolsaron una primera cantidad para empezar a trabajar. Una exhibición ante los productores de unos canales escandinavos en Amsterdam sumó nuevos socios al proyecto. Después solicitaron las subvenciones del Ministerio de Cultura y vendieron los derechos en antena a TVE. Siete años después de hacerse con la película por 75.000 euros, se emitió de madrugada en el canal público el 19 de junio. Faltaban dos días para que los derechos quedaran liberados.

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–Narrasteis la vida de Sandoval, uno de los anarquistas más violentos de los años treinta. ¿Tiene salida comercial una historia así?

–Imposible, o muy difícil. Por varios motivos. La película no está hecha con una perspectiva cómoda o buenista. Creo que por eso chirría con una cierta visión de la memoria histórica de buenos y malos. Aún así ha tenido un recorrido fuera de los circuitos comerciales bastante amplio. Estrenamos en Madrid, Barcelona, Berlín, París… Hemos tenido bastantes premios y un buen reconocimiento pese a no ser un documental nada fácil.

–¿Volverías a hacer otro documental?

–Con medios, sin duda. Podría hacer un documental más barato porque pecamos de novatos y pagamos mucho por determinadas cosas. También es verdad que trabajar con material de archivo es caro y normalmente tienes que recurrir a los fondos extranjeros, que están mejor clasificados y en bastante mejor estado que los españoles. La distribución de la película también influye a la hora de licenciar el material. Si cobras una ayuda del Ministerio de Cultura te obligan a ir a salas y tienes que pagar una pasta, como nos pasó a nosotros. Y fíjate: si quisiera hacer una película ahora sobre los años setenta tendría dificultades mucho más grandes que con el rodaje sobre la vida de Sandoval. No tuve problema para revisar los archivos policiales de los años veinte o treinta, pero si quisiera ver los archivos de los años setenta habría grandes carpetas que no podría ver jamás. Determinados archivos están en manos del Centro Nacional de Inteligencia. Están sellados, o son discrecionales. En otros casos, los archivos tienen los nombres borrados. Prima el secretismo. Investigar la Transición y profundizar no es nada fácil. Solo vemos la punta del iceberg y no estoy hablando precisamente del 23-F. ¿Cuáles eran las dos puntas de lanza contra la dictadura? El mundo obrero y la universidad. Los informes que llegaban a Franco directamente giraban en torno a esos dos ámbitos y estaban elaborados, entre otras fuentes, a base de confidencias de soplones. Si ahora se sacara la lista de los que trabajaban para la Brigada Político-Social en Medicina, o en cualquier otra facultad, muchos iban a tener un problema. Han pasado más de cuarenta años y apenas ha habido filtraciones. Tampoco hay demasiado material audiovisual en España de esos años, el archivo más amplio lo tiene la ZDF, la cadena pública alemana, porque sus cámaras podían meterse en cualquier sitio y si llegaba la policía la la Embajada alemán les sacaba las castañas del fuego.

–¿Quién ha sabido narrar la España de la Guerra Civil y la dictadura desprendiéndose de esa perspectiva buenista?

–Hay libros imprescindibles como Madrid, de Corte a Checa, de Agustín de FoxáMax Aub me parece primordial como retratista de la República en La calle Valverde o Las buenas intenciones  y de la guerra en su Laberinto Mágico, Campo de los Almendros, Campo de Sangre, Campo del Moro, Campo Francés… La forja de un rebelde, de Arturo Barea, es una novela autobiográfica fantástica, imprescindible. Chaves Nogales no puede faltar como gran testigo de esa época con su A sangre y fuego. Cuando me refiero al buenismo apunto a esa obsesión tan española del «y tú más» que se dedica a dictaminar la culpabilidad por el número de víctimas que dejó cada bando. Hice una exposición de pinturas que se tituló Uno de los nuestros y que giraba en torno a la figura de Agapito García Atadell, un socialista que dirigió una checa durante la guerra, como le pasó a Sandoval. La izquierda tiene que aprender a asumir su escatología sin vergüenza. Así de feroz es la historia. Ponerle cortinas a esa realidad me parece inútil. Me quedo con que hubo un gobierno legítimo y democrático que fue golpeado por una sublevación encabezada por bastantes militares y las clases más privilegiadas de España. Luego tuvimos una guerra y de ahí no sale nadie limpio, es matar y morir. No creo que necesitemos tanto una memoria histórica como una historia rigurosa y clara, que ponga las cosas en su sitio sin que se acuda a la dicotomía banal de buenos y malos. Me parece una utopía conseguir ese objetivo.

–¿El cainismo español es una alergia ante lo complejo?

–No, yo creo que el cainismo español de los treinta es el producto de una sociedad profundamente desigual donde los de arriba creen que los de abajo les van a despellejar por los privilegios que ostentan y la manera en que los defienden y los de abajo están deseando despellejarles por eso mismo. De esa tensión no pueden nacer flores, solo fanatismo y venganza. No creo que la envidia sea nuestro pecado capital. Es el atraso. Aquí la Ilustración no triunfó. El país se quedó en manos de curas y militares. Eso produjo un problema profundo. Si hubiéramos estado más afrancesados nos hubiera ido mejor, pero triunfó Fernando VII.

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