De repente, la cucharilla de café que cuelga entre los dedos de una mujer de 80 años se desploma contra la mesa. Ella, Feliciana se llama, no se da cuenta y continúa ensimismada, relatando la historia de un crimen que sucedió en los 50 y la sigue atemorizando. El cubierto tintinea. “Fíjate cómo le pegarían que le sacaron los ojos”.

Los pómulos de los viejos nos trasladan en el tiempo, y también los surcos que agachan sus párpados o la ternura de su carne, otra vez frágil e impresionable como en la niñez, sobre todo cuando se les escucha y se les alienta a que deshilen su vida. Por eso, puedo ver decenas de personas vestidas malamente, boinas polvorientas y flexibles como lomos de jornaleros; mujeres con faldas espesas, asustadas, oprimiendo los labios. Veo el pánico y la expectación a las puertas de una casa de Pedro Muñoz (pueblo de Ciudad Real) en la que se ha adentrado la Guardia Civil. Huelo a sobaco, estiércol, tierra y ajos. Oigo los rumores, en unos minutos saldrá el culpable del asesinato feroz de una anciana a la que no le quedarían muchos años de vida. Los vecinos aglomerados en la calle aportan datos y especulan sobre lo que ocurre en el interior de la casa.

Todos saben lo sucedido, pero eso no evita que de tanto en tanto alguien narre de nuevo los hechos y la gente se gire y se aplique en escuchar como si fuera la primera vez. Es necesario repetir ciertos aspectos, recrearlos o escenificarlos tímidamente, y no porque resulten increíbles, sino para incorporarlos poco a poco a nuestro mundo, a nuestra imaginación, y así neutralizar la sencillez y la certeza de la brutalidad. Se habla de un gran charco de sangre y de un cuerpo apaleado y roto.

Algunas vecinas se lo habían advertido: “Vete de allí que te van a matar”. La víctima apenas podía valerse y necesitaba que alguien se encargara del cuidado de su segunda casa. No tenía descendencia y pidió a un matrimonio que trabajaba para ella que se trasladara a vivir a allí. La pareja aceptó y se mudó junto a su hija de catorce años.

—De un día para otro, empezó a contarle a las vecinas que por las noches escuchaba pasos y cuchicheos en la puerta, y que notaba cómo trasteaban con la cerradura.

Feliciana levanta las manos al imitar a quienes la habían avisado; “¡vete de ahí, vete de ahí!”, se apasiona como si ahora, 60 años después, pudiera evitar el crimen. «Se conoce que el matrimonio se pensaba que iba a heredar la vivienda cuando les llegó el rumor de que la viejecica se la dejaría a otros. Un rumor que era mentira. No sé cómo no huyó, la pobre, fíjate que se sabía que la tía esa era mala como un dolor, madre mía, pues si decían que durante la guerra se había ido en mula a Alcázar de San Juan para matar a no sé quién».

Los murmullos y los tanteos de llaves o metales en la puerta no cesaron, no obstante, la anciana nunca obedeció las advertencias. Quizás el miedo la paralizaba o tal vez confiaba en que la edad y el insomnio le provocaban alucinaciones: nadie lo sabe. La fatalidad usa unos dedos brumosos para manejar las voluntades de las víctimas. Pocos días después, una niña de catorce años acudió al cuartel de la benemérita y confesó que había asesinado a la señora.

Cuando los agentes penetraron en la casa encontraron el paisaje de una tortura atroz. Corría la sangre y la piel por el suelo y los tabiques. No cabía en ninguna lógica, aquello era obra de unas bestias desquiciadas y no de una niña de catorce años. Imposible imaginar a la chiquilla arrancando a la vieja de la cama, vapuleándola por la vivienda, imposible que sus manos reunieran tanta fuerza y tanta saña como para agarrar las tenazas de acero de atizar las brasas y golpearla en la cabeza hasta desmontarle el cráneo y que los ojos cayeran de los cuévanos, imposible que le quedaran brazos y rabia y respiración para levantar a la criatura medio muerta y rematarla a golpes contra un clavo colgadero de la pared, para empotrarla una y otra vez, agujereándole la nuca con aquel metal tieso y largo.

La interrogaron durante días, aplicaron todas las técnicas de persuasión que conocían: eran los años cincuenta. La niña resistió: nadie la había ayudado, ella sola había destrozado a aquel ser humano indefenso.

Aquí el relato se evapora un poco. En 2015, conversando en una cafetería de barrio, Feliciana no recuerda la ubicación, pero se fascina cuando detalla el método que inventó la Guardia Civil para sonsacar la verdad. Da un sorbo al café que se le ha quedado frío, aunque le gusta hirviendo. No sabe bien si ocurrió en alguna estancia del cuartelillo o si fue en una mecedora de la casa de la víctima en la que aún vivía el matrimonio. Sin embargo, la imprecisión no mitiga la temperatura de la historia: la geografía de la memoria no se ancla en el espacio físico.

Un agente se ató un pañuelo negro y se vistió con faldones de luto. Se colocó, medio escondido, de manera que la chica percibiera mínimamente su presencia y comenzó a imitar una voz quebradiza y femenina: “¿Por qué me hiciste esooo, por qué me mataste?” Feliciana lo cuenta y se encoge un poco, y es fácil ver a la niña arrebujándose, hundiendo la cara entre las manos, temblando y, finalmente, confesando, recordándole al espectro que no había sido culpa suya, que la había asesinado su madre y que la obligaron a confesar para librarse de la cárcel.

El rumor de la confesión viajó de puerta en puerta. El pueblo se movilizó. Por eso, ahora veo boinas polvorientas y flexibles como lomos de jornaleros y señoras asustadas con faldas espesas. El furgón de la benemérita aguarda en la puerta.

Hay movimiento. Se levanta un murmullo entre la gente.

Alguien aparta la cortina del postigo y aparecen los guardias con la mujer y el marido tomados del brazo. Están arrestados. Ella, (la que hurgaba la cerradura por las noches, la que golpeó el cráneo senil hasta estallarlo) al ver el apelotonamiento de mirones, levanta la cabeza, se ríe y grita:

—¿Qué estáis esperando? ¿A que salga la novia?

Los ojos de Feliciana parecen haber visto la cara del diablo.

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