Hace mucho, mucho tiempo en un lejano pueblo del Baix Llobregat llamado Gavà, justo allí donde se cruzan el camino que va hacia Castelldefels con la sinuosa carretera de Begues, exactamente donde a día de hoy hay una gasolinera, no hace tanto se alzaba una legendaria discoteca heavy, el RKL. En aquel rincón se solía congregar toda la gente de mala reputación del pueblo y alrededores, dotando al lugar de una aureola de misticismo único. De entre todos, era la ‘peña’ de los Damm Forces la más dura del lugar, una especie de pandilla a la que todo el mundo queríamos pertenecer. Los sábados por la noche se convertían en la máxima expresión de locura adolescente, y una increíble magia rockera reinaba en aquella emblemática esquina de Gavà, descubriéndonos canciones y grupos de los que nunca antes habíamos escuchado hablar.
Aún recuerdo como si fuese ayer, la noche en que ‘El Chapi’ me dijo:
–¡Eh, tío, tienes que escuchar la canción de la armónica!…
Mi gran amigo se refería a un tema de Michael Monroe, un tipo rubio con pintas glam extremadamente ochenteras, lo que en aquel momento (esta historia se remonta a 1989) alzaban al personaje a un estatus casi de superhéroe. En el momento en que el veneno de una gran canción te poseía en aquellos tiempos, se iniciaba un irremediable proceso de investigación que siempre solía empezar por preguntar al “pincha” (hoy en día se les conoce como DJ’s); por cuál era el grupo que estaba sonando y en qué disco salía la susodicha canción. Una vez conseguida esa información, debías esperar una semana entera, en la que no dejabas de tatarear la maldita melodía, mientras tratabas de ahorrar al máximo, agarrando cualquier pesetilla que se cruzaba en tu camino, para ir el sábado siguiente, justo después de comer, con la digestión todavía sin terminar, y en compañía de tus mejores coleguillas hasta la mítica calle Tallers de Barcelona.
Después de un eterno viaje en tren hasta el centro de la ciudad, sacábamos brillo a nuestras almas de exploradores y nos sumergíamos de lleno en aquella estupenda calle donde se congregaban todas las grandes tiendas de discos barcelonesas. Entrábamos en todos y cada uno de aquellos museos del rock, rebuscando entre un montón de vinilos, algunos nuevos otros de segunda mano y otros de importación… Si por fin la suerte se decidía a sonreirte, acababas llevándote a tu casa el ‘Not fakin it’ de Michael Monroe; pieza que se iba a convertir automáticamente en tu gran tesoro de la semana. La caza de ese trofeo era indescriptiblemente placentera y, si el precio de la adquisición no era desorbitado, era muy posible que también cayese alguna otra joya del montón de los discos usados.
Antes de coger el tren de vuelta a casa, completábamos la tarde con un delicioso falafel del ‘Buen bocado’, un minúsculo antro de la Calle Escudellers, donde sigo pensando a día de hoy que es ahí donde se venden los mejores falafel y shawarmas del mundo. Después, con el hambre ya saciada, nos bebíamos una cervecita de lata sentados en primera fila, mientras alucinábamos escuchando a los míticos De Kalle descargando su potente rock en el metro de Plaza Catalunya.
Al llegar a casa, subías los escalones de dos en dos, casi ni saludabas a tus padres y te ibas corriendo a tu habitación, cerrabas la puerta, desgarrabas el envoltorio de plástico con los dientes y por fin podias pinchar el disco. El ruidillo de la aguja del tocadiscos golpeando el vinilo y el poder escuchar los primeros acordes de un disco nuevo mientras ibas leyendo las letras (creyéndote que entendías lo que leías pese a que no tenías ni idea de inglés), mientras te estudiabas los créditos, descubriendo grandes secretos, como que el gran Little Steven, guitarrista de Springsteen era el productor de aquel potente disco…; eso era pura magia. A continuación, con un boli Bic rebobinabas una de aquellas cintas Sony (o bien, TDK), a ser posible de cromo y de 90 minutos, para que te entrasen dos discos, y te grababas las joyas adquiridas para poderlas disfrutar en el Walkman el domingo por la tarde, mientras te jugabas parte de la semanada al futbolín en aquel otro mítico lugar del Gavà de hace un par de décadas; La Bolera.
En este 2015, sin embargo, con internet la gente tiene la posibilidad de descargarse un disco sin ningún tipo de esfuerzo ni magia, incluso muchas veces antes de que se publique. No existe ni la cara A ni la cara B. Es todo tan inmediato y fácil que nos perdemos todo el encanto y la emoción del proceso. La gente acumula discografías sin saber ni siquiera que las tiene. Vivimos en la era de la inmediatez. Esa misma inmediatez que nos permite en cuestión de horas plantarnos en la otra punta del mundo a bordo de un avión, o recorrer más de 600 km en un solo día viajando en coche, sin saborear el dulce aroma del camino, una inmediatez que sin duda no te la da la bicicleta. La bicicleta es lenta, frágil y durísima de arrastrar, pero dota al camino de una belleza tal, que eleva al viajero a un estado de euforia que otros medios de transporte son incapaces de conseguir, pues viajando a pedales lo importante nunca es el destino, sino el camino, el proceso. El camino lo es todo y la carretera se convierte en algo religioso…