Para llegar al serrano pueblo de Pinabetal hay que andar por un estrecho camino de terracería que se interna en lo más profundo de los Altos de Chiapas. Hasta antes de la insurrección neo-zapatista de 1994 el único modo de llegar a Pinabetal era caminando desde el pueblo de Bachajón, a seis kilómetros de distancia, sorteando la selva alta y procurando empezar el viaje desde antes del amanecer. “Más cosas buenas que malas trajeron los zapatistas”, reflexiona con voz parca un viejo hombre a quien acompañamos en la parte trasera de una desvencijada camioneta de redilas.

El frío viento reseca los rostros de mujeres y niños que se dirigen a alguna de las decenas de comunidades de los Altos. Cargan con ellos botellas de aceite comestible y harina de trigo que no se consiguen en las pequeñas villas dentro de la sierra. La humedad cala en los huesos, pero la majestuosidad del escenario natural y el olor de los cientos de pequeños sembradíos de café aligeran el recorrido. Y es que aquí, en esta todavía olvidada región del país en la que según datos oficiales aun mueren de enfermedades curables o hambre 22 de cada mil niños en su primer año de vida, en la que un 86% de la población cocina con leña o carbón, el 30% de los hombres son analfabetas por un 50% de mujeres, y un 72% de la población indígena sufre de desnutrición, aquí, esas pequeñas parcelas de café significan todo para los lugareños: el sustento económico, la religión, la familia, el día a día… todo ligado al café y su comercialización.

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“Aquí en Pinabetal el sol tiene forma de grano de café y la noche aroma a tostado”, me cuenta con ojos orgullosos Marcos Gómez, primogénito dentro de una familia que, como todas las de aquí, se dedica en cuerpo y alma a la siembra, cosecha y mercadeo del grano café. Su día empieza a las tres de la madrugada, cuando se levanta de una roída cama hecha de maderas transversales y sin colchón para limpiar los granos de café recolectados el día anterior, subirlos al techo de su pequeña choza y esperar a  que el sol del amanecer los seque antes de encostalarlos. A las cinco de la madrugada entra a la cocina donde su esposa Patricia le tiene preparada ya una tasa de café, un plato de frijoles molidos y cuatro tortillas de maíz recién hechas en la rústica estufa de leños que a la vez sirve como calefacción. Valeria, de apenas cinco años, ve cómo su padre se apresura: aún debe buscar el costal y la canasta, únicas herramientas de trabajo que, además de sus manos, cada día lleva consigo rumbo a su cafetal, situado en la parte media de la sierra que llaman Palu Chen.

En esta apartada región del sur, Marcos, indígena tzeltal, cosecha el café que se toma en el norte. Enfrenta un enmarañado sistema mundial de mercadeo dominado por grandes tiburones corporativos. Marcos, al igual que millones de pequeños productores de Brasil, Vietnam o Etiopía, cubren la demanda de cientos de millones de consumidores de las ciudades. No imaginamos que entre las tazas de nuestra mesa y la huerta de Marcos opera una intrincada red de intermediación donde las ganancias no son equitativas: según la Organización Internacional del Café (OIC), más del 70% del precio pagado por cada tasa de café que consumimos queda en manos de torrefactores, distribuidores y grandes corporativos de los países importadores en detrimento de productores, intermediarios y exportadores de los países de origen, quienes se reparten apenas alrededor del 30% de las ganancias. Así, en el último eslabón de esa cadena de comercialización, de cada tasa de café que compramos, Marcos recibirá sólo siete centavos.

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Paluchen

“Entonces aprendimos que, como un manojo de ramas, si estamos todos juntos no nos quiebran. Por eso nos juntamos en la cooperativa con los de aquí cerca y ahora buscamos mejores cosaspa’l café.  Nuestro rostro ora son muchos rostros”. Machete en mano, Marcos se abre paso entre la flora de la sierra y habla de su cafetal como si se tratara de un hijo que requiere de cuidados especiales. Sus botas se hunden en el fango, señal de que estamos llegando a zonas más húmedas aptas para el crecimiento del buen grano de café. Su forma de expresarse sobre él, tan provinciana y sensible, parece ser ajena a una industria que mueve 70.000 millones de dólares cada año, solo detrás del petróleo, y cuyo precio se define en los pisos de remate de bolsas de valores como Nueva York o Londres.

La cooperativa a la que pertenece Marcos se llama Paluchen y reúne a 79 pequeños productores de los pueblos serranos de Pinabetal, Mequeha, Huaquitepec, Aurora Buena Vista, San Antonio Builuji y El Encanto, todos ellos liderados por Manuel Álvarez Pérez, quien a sus 35 años habla sobre el café con la misma sabiduría y prestancia que un economista habla sobre finanzas. La lucha de Manuel, Marcos y Paluchen no es sencilla: a pesar de ser el sexto exportador mundial de café, el mercado mexicano está copado por un oligopolio de transnacionales liderados por la suiza AMSA-Omnicafé –dueños de la importadora Atlantic Coffee, una de las principales proveedoras de Starbucks a nivel mundial– y la internacionalmente conocida Nestlé, quienes junto a Kraft y Sara Lee controlan el 85% del mercado nacional y de exportación dejando solo el restante 15% en manos de pequeños productores quienes se ven en la tarea de encontrar y comercializar sus productos directamente con cafeterías y/o compradores extranjeros.

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Amparados en la agricultura orgánica y el comercio justo como principales estrategias para dar viabilidad económica a su cafeticultura, estos dos enfoques complementarios están logrando ayudar a los productores de Paluchen a zafarse de los tentáculos de las grandes corporacioens y sus coyotes, cuya estrategia con otros pequeños productores es franca: aseguran una pago superior al precio base a cambio de controlar el proceso productivo e individualizar las cuentas, iniciando así un proceso de desmoronamiento de las cooperativas en las que se han organizado los indígenas.

Paluchen tuvo la suerte de encontrarse con la importadora austriaca EZA, quienes bajo el esquema Fairtrade pagan un precio mínimo garantizado que da cierta estabilidad a los 79 miembros de Paluchen y sus familias. El problema estriba siempre en el primer embarque: EZA, como otros compradores, exige certificación de que el producto que compra sea orgánico y paga al momento de recibir los quintales de café listos para embarque. En términos de comercio internacional esto suena simple, pero en términos de pobreza y marginación como la que se vive en los Altos de Chiapas esto representa dinero y logística que no se tiene. Así, la primera cosecha de granos de café que se da a principios de diciembre siempre va a dar al coyote, primer intermediario de la larga cadena de coyotes, profesionales y semiprofesionales, algunos con sombrero y otros de cuello blanco, que giran alrededor del café. “Con el dinero de la primer cosecha, vendida a los coyotes, tenemos que pagar la bodega donde iremos guardando nuestros granos, la certificación anual de que nuestros productos siguen las ordenanzas pa’ ser orgánicos y además podemos subcontratar a otros de por aquí a que nos ayuden a bajar el grano de café y encostalarlo. Luego también tenemos que ver cómo haremos pa’ pagar el contenedor que transportará los costales”.

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Antes del ocaso del sol, Manuel Álvarez regresa a casa junto a sus dos perros. Antes de llegar a Pinabetal la gente le saluda con deferencia y respeto. Gran parte de ellos le llama primo, en lengua tzeltal, ya que de una u otra manera gran parte de los habitantes de esta villa están emparentados. Su esposa, Adela, amamanta a su hijo. Les pregunto cuál es su futuro: “Aquí nacimos y de aquí no nos iremos nunca. El café es nuestro y ora sabemos que Paluchen no sólo nos sirve pa’ vender pa’ fuera, también de allí se puede estudiar. Yo quiero que mijo estudie, que sepa leer y escribir y defenderse, defendernos. Quiero que le guste, como a mí me enseñó mi apá, a trabajar la tierra, a cuidarla, a sentirse que uno es de allí, que de allí venimos”.

Manos entrelazadas

Es tarde ya y en Pinabetal celebran misa cada día. Patricia, esposa de Marcos, va a la ceremonia con fervor –“porque Dios no tiene la culpa de lo que hacen los curas”, dice–. Su mano, cobriza, la misma que usa para santiguarse, le ayudó por la mañana a vestir a su hija Valeria, a cocinar para Marcos, a limpiar la choza y recolectar el café. “Se acerca la época dura de cosecha y todos ayudamos, ¡hasta Valeria!”. Como Patricia hay muchas mujeres que ayudan en la parcela recogiendo el café, ya sea porque la carga de trabajo es ardua o porque sus maridos emigraron a San Cristobal, Tuxtla o Estados Unidos en busca de un mejor trabajo.

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Patricia no sólo recolecta, también poda y recepa el terreno mientras me enseña cómo debe estar un buen grano de café: “rojo, como la sangre que nos recorre”. Sabe también los métodos naturales de fumigación y protección del terreno, así como los precios que los coyotes dan a otros productores. Su vida también gira alrededor del grano. Comemos zizol junto al resto de la familia de Marcos en una improvisada mesa de madera de pino. La estufa de leños calienta las tortillas y una hoya con café recién tostado. Gallinas, perros y un niño que juguetea en el piso de tierra se entremezclan con las voces en tzeltal y español de la cocina. Entonces me preguntan por la ciudad y si acá nos gusta el café, y es entonces cuando no encuentro las palabras justas para describirles que una tasa de café en Starbucks cuesta sesenta pesos (unos tres euros y medio), dinero con el que ellos podrían vivir durante varios días.

Llega la noche y entonces compruebo que es verdad, que en Pinabetal el sol tiene forma de grano de café y la noche aroma a tostado.

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Fotografías: Meeri Koutaniemi

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