Revestido de amarillo, ocre y requemado llegó un verano cualquiera. Los aires sureños pronto se convirtieron en olas de calor que se fundían en abrazos interminables, sudor y lágrimas. No dio tregua el cambio climático, persistente en su idea de advertirnos de que esto se acaba, muchachos y muchachas. Se fueron, a principio de la estación, una leona, un tigre y una mariposilla silenciosa. Imprescindibles todos ellos. Más tarde, cuando la calima apretaba, empezó el chorreo. Las presentadoras de telenoticias, con labios rojo carmín y mirada condescendiente, empañaron nuestros televisores de dolorosas y femeninas muertes. Un goteo desgarrador de aquellas corredoras de fondo que nunca pudieron llegar a la meta. Hoy, nos desangramos con las imágenes que llegan de Serbia, de Macedonia, de Grecia. El Mediterráneo hierve cadáveres y los europeos apartamos los tropezones y nos bebemos la sopa. Venid, turistas, a contemplar nuestras costas de la vergüenza. El verano y la muerte viajan juntos.

Alguien recibe un email, y ojalá no fuese yo. La pantalla de un HP se llena de líneas que se entrelazan para contar algo macabro, y ojalá no fuese a mi. La tristeza despliega sus brazos para abrazarme de nuevo. Verano de gritos silenciados, de rabia y dolor. Un mosquito recorre la estancia y el día se acaba. El atardecer, para el que lo quiera. Es verano, pero ojalá ya no lo fuese más. Ojalá la serenidad del invierno.

Recuerdo a la leona que sacó los dientes hasta el último suspiro, al tigre de mirada altiva y a la mariposilla que nació, vivió y murió en silencio. Recuerdo a esas corredoras de fondo y a los anónimos que nunca perdieron la esperanza intentando encontrar algo mejor a la sinrazón de un mundo torpe. Me intento imaginar el dolor de alguien que no soporta la vida. Y no lo soporto.

«Un hombre del pueblo de Neguá, en la costa de Colombia, pudo subir al alto cielo. A la vuelta, contó. Dijo que había contemplado, desde allá arriba, la vida humana. Y dijo que somos un mar de fueguitos.

El mundo es eso -reveló- Un montón de gente, un mar de fueguitos. Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás. No hay dos fuegos iguales. Hay fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos de todos los colores. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento, y gente de fuego loco, que llena el aire de chispas. Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman; pero otros arden la vida con tantas ganas que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca, se enciende».

Eduardo Galeano, El Mundo

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