A menudo blasfemo, muy a menudo, a diario, a cada minuto, a cada segundo. Y me reconforta. La queja me acurruca entre sus brazos y yo me siento libre en un mundo que ni entiendo ni quiero entender. Algo está mal. Algo está muy mal. Me rijo por las leyes e intento cumplir, como me enseñaron mis progenitores: honestidad y sinceridad, valores a la baja. Intento ser fiel a unos principios que se diluyen en el aire, moléculas de tiempos pasados, antaño, verdades y justicia, valores en desuso. La lealtad se convierte en utopía y la toxicidad de las personas que nos rodean nos arrastra. También nuestro veneno les arrastra a ellos. Hablo de burocracia. Pero podría hablar de cualquier cosa, o de algo en concreto.

En el vertiginoso mundo de los papeles, los formularios, las solicitudes, las compulsas y los certificados estériles, señores y señoras con labios de jirafa, ojos de búho, tez marchita y pómulos de hipopótamo insisten en quebrantarnos. No todas. No todos. Hablo de muchos, de muchas, nunca de todos, nunca de todas. Hablo de esos muchos y muchas que te miran por encima del hombro cuando preguntas algo que no toca, algo que no saben, cuando les abofeteas con su propia ignorancia una vez, dos veces, tres veces. El desconocimiento, el tuyo y el suyo, les sienta como la bilis del vómito de un borracho. Hablo de un bibliotecario, uno cualquiera, uno en concreto. Hablo de esa señora que renueva pasaportes, una cualquiera, una en concreto. De las secretarias académicas de las universidades, no todas, tan sólo algunas en concreto. Las que yo conocí. Hablo de toda esa gente, desconocida, pero tan cercana. Todos y todas nos hemos topado con ellos. Con ellas. La desgana hecha persona. Envía una solicitud, envía una carta, vuelve a enviarlo, esto no es en este departamento. Envíame a la mierda, por favor, y acabemos con toda esta patraña. Si no lo haces tú, lo haré yo.

Cuando tenía dieciocho años, ingenua y virgen, escribí el decálogo del incompetente en un momento de rabia. Mastiqué esas palabras malolientes que me salían de la boca y las dejé plasmadas en un papel, uno cualquiera, uno en concreto. No sé dónde estará, pero vendería mi alma al diablo (ya lo he hecho varias veces) para recuperarlo. No hay actitud que me saque más de quicio que la desgana, la incompetencia adrede. Matadme primero. Enviadme a la mierda y acabemos con esta patraña, por favor.

Intento ser honesta, sincera, ceñirme a la legalidad, a lo que se supone que debemos hacer, como ciudadanos, como ciudadanos cívicos, que diría el Ayuntamiento de Barcelona. Sellos, fechas, firmas, logotipos. Miseria marchita estampada en papeles que acabarán en un cajón desastre, amarillentos, olvidados. Pasarán cien años y la persona que esté en eso momento, con sus labios de jirafa, ojos de búho, tez marchita y pómulos de hipopótamo decidirá destruirlos y no sabrá que con ellos está destruyendo las tres horas que pasamos en la cola de algún departamento inútil de alguna institución cualquiera, alguna en concreto. No sabrá que está destruyendo nuestra paciencia o el día de fiesta en el trabajo del año equis, malgastado en poner a punto nuestros papeles de vida.

Hablo de resignación, hablo de burocracia, pero podría hablar de cualquier otra cosa. Envíame a la mierda y acabemos con esta patraña.

@salmon_factory

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