Escucho a Rivera. Habla, en rueda de prensa. En el Congreso ya constituido. Enumera seis asuntos que su grupo parlamentario propondrá abordar en breve. Seis asuntos seis, como los toros de un cartel. Como ellos, cada uno tiene nombre: contrato único, blindaje militante de la democracia ante la agresión de sus enemigos, reforma del Reglamento del Congreso, racionalización de horarios, violencia doméstica y pacto nacional por la educación. Casi todas estas propuestas fueron presentadas por el jefe de Ciudadanos como incitaciones a un debate parlamentario más profundo, elaborado. Ahí radica, digo, la síntesis de por qué este partido concita la cólera más negra y espumosa a uno y otro lado de las barricadas políticas tradicionales de España.

La concreción. En España, es normal que Rivera y su partido tenga tantos enemigos. Difamadores, injuriadores y bufones siempre con la mofa en la punta de su viperina lengua, tan resbalosa siempre. Tan empalagosa, para adular a los suyos. Muchos de quienes votan y representan lo votado, en España, aún conciben la política como un instrumento de territorialidad. De dominio sobre el otro, que casi siempre es adversario de sangre, cerval. La concepción europea del juego político, como espacio de microcesiones, objetivos máximos y objetivos mínimos, acuerdos parciales y pequeñas victorias colectivas, está tan alejada de la cosmovisión general española como puede estarlo Plutón. Aquí siempre ha de ganar alguien y, sobre todo, perder el otro, como condición sine qua non para cualquier negociación: me da igual perder una pierna, si tú pierdes las dos, y antes quemo todo mi dinero que te dejo tocar un céntimo.

No sé cuáles son las causas de esta vaina, y en realidad, no me importan. Llevamos ya más de década y media de siglo XXI. Jamás el conocimiento fue tan accesible, en cualquier momento, situación y lugar: en mitad de un garito, en el culo de un pueblo perdido en lo alto de la sierra de no sé dónde, puede uno consultar en Google el asunto más insospechado. Quiero decir que, la raigambre histórica de nuestras actitudes mayoritarias, como españoles, ante la política y la cosa pública, tienen una importancia relativa, cada día menor, puesto que hoy podemos saber cómo enfrentan los problemas no sólo nuestros vecinos geográficos más cercanos sino los sistemas democráticos más avanzados del mundo, allá donde se encuentren.

Pero aquí nos enloquecen los discursos vacíos, y eso no es determinismo, sino prueba empírica. El maximalismo discursivo, el envoltorio vacío, el lema y el enfoque agresivo para con el otro, cosificado y vuelto enemigo al que no sólo vencer en la urna, sino abrasar fuera, expulsar narrativamente del tatami. El partido más votado en España fue uno que ligó tres ideas genéricas, sin contexto ni background, sobre la recuperación económica, y el partido que más subió -desde la casilla inicial, de 0- fue uno (o la amalgama de varios, juntos en unos mismos propósitos difusos) que festejó el resultado mentando a Andrés Nin, José Díaz, cantó “A galopar” de Alberti y en suma, advirtió que venían a jugar el tercer tiempo de una Guerra Civil terminada hace 80 años. La micropolítica, base genuina del parlamentarismo (no en vano en España, la primacía parlamentaria la tiene el grupo, no el diputado, y basta con ver cuántos Reales Decretos se han aprobado en las últimas legislaturas, y cuántas leyes) desaparece bajo este tsunami de legitimación visceral: a la gente le pone cachonda la algarabía, asesina de la razón.

Fotografía: Jordi Boixareu 

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