Galicia mantiene hoy día una cicatriz abierta, que la cruza de norte a sur. Seguramente no sea tan conocida como otras, no es la ruta 66, ni tampoco la Vía Apia, pero al igual que esta última fue surcada por legiones romanas, por hordas vikingas, tropas francesas y miles y miles de peregrinos que buscaban en un abrazo el perdón de sus pecados y una introspección que les hiciese ver en su interior lo que no eran capaces de percibir en sus vidas cotidianas. Por esta vía viajaron césares y generales, por aquí llegaron de lugares lejanos muchos extraños que hicieron de este país su propia tierra y por ella marcharon miles de voluntades y anhelos buscando una vida mejor allende los mares.

Sí, me refiero a la escueta y humilde Nacional 550 que conecta El Ferrol con Tuy y separa en dos mitades el antiguo reino de Galicia. Una carretera que aún hoy permite vertebrar la vida cotidiana de cientos de miles de gallegos que buscan en ella el camino a alguna parte como antaño hicieron las tropas napoleónicas, el propio duque de Wellington o algún que otro conocido doctor alemán buscado por sus macabros experimentos en seres humanos inocentes. La Nacional 550 nos lleva o nos trae del mar, tanto al norte, siendo la costa Ártabra su joya de la corona como al sur, donde Verne intuyó tesoros escondidos bajo el actual puente de Rande y Vigo se muestra abierta al océano con sus islas Cíes al fondo.

La Nacional 550 nos permite recorrer pausadamente el camino que va de A Coruña a Vigo y viceversa, sin prisas y disfrutando de todas las particularidades del camino. A Coruña, ciudad burguesa y comercial en la que brilla la luz de forma distinta, la vía de entrada y salida de tanta gente que de alguna manera siempre dejó algo propio en la tierra de Breogán. Vigo, cuidad obrera e industrial, el puerto de entrada a la vida empresarial de Galicia, la puerta a la degustación de los más sagrados manjares del mar. A Coruña y Vigo, junto a Santiago de Compostela, la ciudad espiritual y capital de todo el reino, representan el centro neurálgico de un entorno antiguo y endogámico llamado Galicia. Y como tales centros representativos, ambas viven una rivalidad manifiesta que a través del fútbol se ha institucionalizado hasta convertirse en motivo de fiesta o de drama, en función de cómo se tome y de sus consecuencias.

Sí, se acerca el gran partido que enfrenta a las dos entidades futbolísticas más representativas de Galicia, el Deportivo de La Coruña, que vuelve a Primera División después de un año de castigo y el RC Celta de Vigo, que busca la consolidación de un modelo tras su largo peregrinar pasado por la Segunda División. Dos ciudades, dos entornos y dos estilos que buscan volver a ser y mientras tanto, tratan de saber estar en la élite del fútbol español.

El estadio de Riazor será testigo nuevamente del choque de dos entidades centenarias, o casi –el Celta está a ocho años de serlo– para dirimir nuevamente en la élite quién de los dos ganará el estandarte de equipo de referencia de Galicia. Una historia que está plagada de anécdotas, de mística y de leyenda, que el paso de los años a veces ilumina y otras esconde en el nebuloso recuerdo de una memoria apagada. Es difícil abstraerse de un posicionamiento en uno u otro sentido, deportivistas y celtistas representan una dicotomía deportiva que tiende a buscarse pero nunca a encontrarse y en la grada demostraron históricamente su tendencia a la fiesta, a pesar de algunos episodios absurdos que derivaron en refriega.

El Deportivo-Celta es históricamente la historia de dos ciudades que viven el fútbol unidas por un cordón umbilical que durante años se alumbraba de fieles en uno u otro sentido, según en donde fuese el partido. De la gran marcha blanquiazul a la gran marcha celeste; la única diferencia era el destino, todo lo demás era fiesta. El sábado toca el viaje desde el sur hacia el norte. Ahora ya no es habitual, ni siquiera se recrea un intento de recuperar un trayecto que ensalzaba la fiesta sobre todo lo demás. Salir de Vigo muy temprano, viajar bordeando la costa hasta llegar a Pontevedra y pararse a tomar el primer café de la mañana en tierras del Lérez para recibir los primeros comentarios sobre quién es el Celta en relación con el Pontevedra, ese que “había que roelo” porque siempre fue un hueso duro y complicado. Pontevedra, capital de provincia y primer foco de rivalidad con el que se encontrará la familia celeste. De ahí, nuevamente a esa N-550 que une destinos y abre camino a los sueños del momento, que siempre fueron volver victoriosos y orgullosos de la divisa defendida. Viajar hacia la Galicia interior para vislumbrar un paisaje que va cambiando a medida que la frontera se acerca.

El río Ulla separa la provincia de Pontevedra de la de A Coruña y a puerta gayola recibe Padrón a sus visitantes como primer exponente del suelo coruñés, suelo amigo y vinculado tanto a la literatura como a la épica del fútbol. Allí, la costumbre dicta parar y degustar las joyas con que la naturaleza bendijo al cercano Herbón, los pimientos que irán acompañados con una taza de Ribeiro bien fría, taza blanca, inmaculadamente llena hasta el borde para ensalzar el picor aleatorio de unos pimientos maquillados en sal gruesa y benditos por un aceite de oliva que llena los sentidos.

Desde allí a Compostela, un suspiro lo suficientemente largo para abrir el apetito y concienciarse de que nada mejor que comer en la calle de los vinos para prepararse para el gran evento. La calle del Franco y la Raíña, a vuelapluma de la plaza del Obradoiro, siempre ofreció la mejor taberna para degustar cualquier vianda imaginable, desde pulpo con cachelos al marisco más selecto, pasando por las carnes rojas criadas a fuerza de hierba y xiada, con los grelos fruto de una cultura ancestral de cultivar para fuera, una vez cubierta la primera necesidad. Santiago, tierra amiga del celtismo, siempre ofreció una parada tranquila con la que afrontar el descanso necesario antes de aventurarse nuevamente hacia el norte, buscando atravesar todos los obstáculos necesarios para llegar finalmente a vivir el gran duelo.

Y nuevamente, en la carretera, la N-550 atraviesa el río Tambre a pocos kilómetros de Santiago, tierras de Trastámara que nos guiarán paralelamente al camino inglés y hacia otra parada obligada. Ordes, mi pueblo, lugar de sobremesa donde tomarse un buen café, siempre acompañado de un Queique, bizcocho o brioche, pan dulce o panettonne, un híbrido parido de la imaginación popular traído de un recetario nacido en Poulo, importado de Argentina y empapado de toda la leyenda propia de los hijos de la diáspora. Allí, la gran caravana vivirá el primer contacto en tierra hostil, en feudo deportivista, pagando un precio basado en saber llevar con elegancia la retranca y la gracia propia del lugar. La chanza se hace sutil y abierta, pero sin dejar heridas, el paso por el pueblo es un motivo más de fiesta y los lugareños, salidos del Túnel, del Nogallás, del Juanito y del Liñares, saben cómo otorgar valor a una visita que siempre fue bienvenida. Los bares míticos del pueblo se llenan de celtistas que comparten risa y fiesta con los nativos, eso sí, en su mayoría blanquizules.

Y el viaje llega a su fin, A Coruña se intuye cerca, el aire del mar se vuelve a dejar sentir entre los avezados marinos del sur, pero antes es necesario dotarse de armamento suficiente para afrontar el momento interactivo por excelencia, el descanso. Y será en Carral, hermanada con las tierras de Cea, el lugar en el que el pan será el protagonista. El bocadillo no puede ser vestido de mejor manera que con los modelos clásicos de las panaderías de Carral y la empanada pasará a ser motivo prioritario de inversión. Con tales argumentos nada se resistirá en el transcurso del festín culinario que se intuye en las gradas de General y Maratón. Allí podrán hacer frente al convite de manjares que históricamente llenaron los estómagos de los exigentes aficionados gallegos.

Y por fin, A Coruña, allá quedaron los pasos previos al gran evento. Como antaño hicieron Escipión, César o Murat, el homenaje de llegada a la ciudad de María Pita no puede hacerse sin dejarse impresionar por el impacto de la Torre de Hércules o el potente rugir de bienvenida que la costa Ártabra ofrece al visitante y al fondo, Riazor, el tempo en donde honrar al fútbol. Allí culmina el destino de la aventura y empieza la batalla por la supremacía.

Y mentar Riazor, Deportivo y Celta es rememorar los grandes nombres y los grandes duelos. Acuña, Dagoberto Moll, Pahíño, (ambos celestes y blanquiazules), Luisito Suárez, Quinocho, Hermida, Rábade. Los encuentros y desencuentros en Segunda de los José Luis, Vicente, Ballesta, Silvi, con Suárez, Del Cura o Maté. La llegada de esos balcánicos inolvidables que en uno y otro equipo dieron luz a un fútbol con su arte bañado en horas de esfuerzo: Zoran Maric, con sus medias caídas y su particular forma de concebir el fútbol, Rakitic, Gudelj, el gran goleador celeste, o Djukic, Kanatlanovski, quienes acercaron al Deportivo hacia una cima del fútbol español que los convertiría en SuperDepor.

La samba de Bebeto acompañada de Mauro Silva en contraste con Mazinho; la magia de Djalminha enfrentada a la chispa inmediata de Mostovoi. Arsenio, Irureta, Víctor Fernández. Y con todos ellos, los rapaces del lugar, esos que siempre dan sentido al choque: Fran, José Ramón, Otero, Míchel Salgado; una sucesión de nombres míticos que nos conducen al nuevo milenio en el que los vientos se aplacaron poco a poco, el vendaval futbolístico nacido de la opulencia se fue debilitando, el juego y los premios adquiridos a crédito por ambos bandos dejaba sitio a la devolución del interés variable con el que los bancos había definido su ganancia. El banco, el único vencedor de una época en la que el valor del capital humano servía para satisfacer como aval el endeudamiento mutuo. Curiosa manera en tiempos oscuros de verdades falseadas de valorar el patrimonio, el capital humano sujeto a valor monetario para sostener una deuda que permitiría seguir creyendo que éramos realmente grandes. Y sí, la grandeza se mantiene gracias a la enorme capacidad para afrontar el dolor de volver a ser humildes. Y en esa humildad se volverá a manifestar el gran duelo, con chicos de la casa, con jugadores que buscan crecer y sentirse tan gallegos como los de aquí para encontrar en el fútbol una razón de ser, más que una razón de estar.

El gran duelo galaico ofrecerá espectáculo en la grada, espero que con gente de las dos orillas y que nuevamente nadie se sienta extranjero en La Coruña, a pesar de venir a celebrar con colores distintos. El partido volverá a unir a dos equipos, a dos aficiones y a dos ciudades en torno a un balón y a mil sensaciones que saldrán del césped hacia la grada y de esta al tapete en el que todos tratarán de dar lo mejor de sí.

Y en ese instante de fiesta y embriaguez futbolística, la N-550 permanecerá vacía esperando volver a ser el nexo de un país que se mira a sí mismo buscando reconocerse, de una gente que sigue acumulando arrugas y experiencias, de personas que en torno al fútbol, viven y crecen interiormente para mantener álgido un duelo que deberá sobrevivirnos a todos.

Ante el derbi solo cabe decir: Gallaecia fulget! (¡Galicia brilla!)

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