Me despierto hoy con la irreprimible necesidad de escribir algunos de los pensamientos que me invaden desde ayer por la mañana, cuando el corazón de París –y mi corazón, y el tuyo, y el de la hija de Wolinski, y el de los familiares de Charb, y de Tignous, y de Cabu, y de los demás– fue atacado brutalmente por tres cobardes asesinos. En apenas unos minutos, dos animales (quizás tres, la policía todavía no lo ha confirmado mientras escribo), cubiertos de pies a cabeza y armados con fusiles kaláshnikov, entraron en la sede del semanario satírico Charlie Hebdo y asesinaron a sangre fría a varios de los periodistas más emblemáticos de la revista. Una revista que, gracias a su carácter provocador, comprometido y, sobre todo, libre, se ha convertido en todo un símbolo de la libertad de expresión en Francia. Más de veinte años lleva ya Charlie Hebdo llevando portadas rebeldes, exageradas, valientes, brillantes y, sobre todo, libres, a los kioscos franceses. Portadas que han provocado la ira de algunos y las carcajadas de otros. Portadas que no han dejado indiferentes.

No debieron de dejar indiferentes a esos tres tipejos fanáticos las caricaturas del profeta Mahoma publicadas a todo color en Charlie Hebdo. Alguna, precisamente, marcando una clara distinción entre musulmanes y extremistas. Entre creyentes y enfermos. Entre personas y animales. Me llamó especialmente la atención una viñeta de Charb –brutalmente asesinado ayer por dibujar… ¡Por dibujar!– en la que, bajo el título “Si Mahoma volviese…”, se puede ver al Profeta a punto de ser decapitado por un miembro del Estado Islámico (EI). Mahoma: “¡Soy el Profeta, estúpido!”. Yihadista del EI: “¡Cierra el pico, infiel!”. Y este es el tipo de humor que ha caracterizado siempre a Charlie Hedbo. Un humor atrevido y sin límites. Para eso es humor.

Me preguntaba qué le estará pasando al mundo para que las cosas se pongan tan feas. Para que esos salvajes del EI emitan vídeos de decapitaciones de periodistas –no de soldados, no, de periodistas– con música Hollywoodiense de fondo. Para que corten la cabeza a niños infieles –no a guerreros, no, a niños inocentes– y no les tiemble el pulso. Para que maten a bocajarro y sin piedad a dibujantes –no a líderes políticos autoritarios, no, a dibujantes…

Hice ayer el –casi siempre estúpido– ejercicio de leer los comentarios de los lectores en varios diarios digitales. Quise ver la reacción, entender qué pasa por las mentes de los ciudadanos españoles, franceses o británicos después de semejante atrocidad. Y, como era de esperar, no encontré nada bueno. Xenofobia en su máxima expresión. ¿Serán los cuatro analfabetos de siempre? La respuesta me llegó al rato, en forma de declaración institucional. El primer ministro de Grecia, Samarás, hacía la siguiente afirmación: “Ha habido una masacre en París y alguna gente aquí [en referencia a Syriza] está invitando a más inmigrantes ilegales”. Un primer ministro de la UE –no un lector enrabietado, no, un primer ministro– relacionando de forma directa la masacre con la inmigración. Quizás habría que recordarle a Samarás que dos de los supuestos asesinos nacieron en París.

A tenor de las encuestas, del auge de los partidos políticos xenófobos, de las manifestaciones contra el islam cada vez más multitudinarias (Alemania) o, sencillamente, de los comentarios anónimos en los diarios digitales o en Twitter, el auge de la islamofobia en Europa es un hecho innegable. Y este es, igual que el yihadismo, nuestro enemigo a batir. Se retroalimentan, se necesitan, se hacen fuertes a la vez. Hay que acabar con ambos.

A la pregunta que me hacía nada más despertarme –qué cojones le estará pasando al mundo para llegar a este estado de podredumbre– no tengo respuesta. Y hasta ahora, no he leído u oído ninguna solución posible que les/nos deje a todos contentos. Quizás Occidente debería levantar la vista un momento y empezar a asumir los graves errores cometidos en Oriente Próximo. La invasión de Irak. Las mentiras. Las muertes. Las torturas. La pasividad frente a la carnicería de Al-Assad en Siria. La hipocresía. La herencia dejada en Irak. Etc. Empezar a pedir perdón por tantos errores que, además de arruinar la vida de millones de árabes, quizás tengan algo que ver con el auge del yihadismo. Quizás.

Estaría bien que Antonio Samarás, y Marine Le Pen, y Mariano Rajoy, y los miles de manifestantes que salen a las calles alemanas para protestar por lo que ellos llaman la ‘islamización de Occidente’, y esos lectores fascistas enfurecidos… Estaría bien, digo, que todos ellos recuerden que las principales víctimas del extremismo más salvaje son musulmanes. Ayer mismo, mientras nuestros corazones estaban en París, más de una treintena de personas volaban en pedazos en un atentado en Yemen. Y, mientras nuestros corazones están en París, cientos de miles –qué digo, cientos de miles, millones– de refugiados sirios tiritan bajo la nieve en los campos de refugiados de el Líbano, Jordania o Turquía. Musulmanes. Muchos musulmanes. Oleadas de musulmanes. Todos ellos escapan de la barbarie, del horror, de las salvajadas que se están cometiendo en sus países y en nombre de su religión.

Hoy, Charlie Hebdo tendría material más que suficiente para reírse de la torpeza y crueldad de este mundo: se me ocurre una portada con Samarás abrazado a las tres bestias salvajes y cobardes que ayer atacaron el corazón de París, y tu corazón, y el mío. Y el de la libertad.

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