Las historias de Julio Llamazares (Vegamián, León, 1955) siempre emocionan por lo cotidiano. Parece que no ocurre nada en ellas, pero acontece la vida. En su último libro, Distintas formas de mirar el agua (Alfaguara), el autor se vale de distintos personajes para contarnos la condición de exiliado de los vecinos de pueblos sumergidos en pantanos (como su localidad de nacimiento), la pérdida del lugar de residencia –y lo que ello conlleva– y las trenzadas relaciones familiares. Dijo aquel poeta que cada cual cuenta la guerra desde donde perdió el corazón. Esos mismos emplazamientos anímicos son los que permiten acercarse a una realidad desde distintos prismas. La literatura, en definitiva, que siempre relativiza nuestra propia voz, por más unívoca que tratemos de alzarla.

–De las distintas maneras de mirar el agua, ¿cuál es la suya?

Buena pregunta a estas horas de la mañana… A lo largo de mi vida me han preguntado cuál es mi mirada sobre la historia que cuenta esta novela y nunca he sabido muy bien qué responder. A la gente le llama la atención que hayas nacido en un pueblo que está bajo el agua y siempre respondía con lo primero que se me ocurría, pero nunca he quedado satisfecho del todo, seguramente porque no hay una respuesta concreta, es como si yo te pregunto que cómo te ha influido tal o cual cosa. Esta novela, más que respuestas, lo que plantea son preguntas, y surge de la necesidad de contarme a mí mismo y a los lectores qué ha significado para mí este acontecimiento de mi vida.

De ahí que no haya una voz narrativa sino múltiples narradores…

–Desconfío de una voz única; seguramente la suma de todas esas voces sería la mía pero tampoco lo tengo claro, tengo muy pocas cosas claras en la vida y menos en literatura…

¿Qué es más difícil, partir del lugar que se ama o regresar a él?

–Hay una tercera opción: no poder regresar a él. Depende de cada cual. Hay muchas circunstancias que explican que uno, por necesidad u obligación, abandone su lugar de residencia. Fátima Báñez, por ejemplo, afirma que los jóvenes que se van de España para buscar trabajo lo hacen por espíritu de aventura: los habrá que sí o los habrá que no. Creo que es más complicado siempre volver porque, aunque puedas volver, el lugar al que vuelves nunca es el mismo; volver siempre es una odisea, como contaba Homero. Además, en cierto modo es imposible regresar a Ítaca, porque la Ítaca de Ulises ya no es la misma que él dejó. Y a veces uno nunca se marcha de los sitios, aunque parta físicamente. También es el caso de Ulises.

¿Por qué sentimos esa necesidad de regresar allí donde fuimos felices?

–Ese es el argumento de la vida de todos los hombres. La gran novela de la historia de la Literatura es la Odisea, y la historia de todos los hombres es siempre partir del lugar donde nacimos, física y espiritualmente, para desear, en un momento de la vida, regresar a él. El retorno a Ítaca forma parte de la condición humana. ¿A qué responde? A un instinto primitivo y animal, como el de los elefantes que vuelven a morir en el lugar donde nacieron o los salmones que remontan el río.

Cuando hablamos de exilio, siempre pensamos en abandonar un país, pero se nos pasan por alto estos exilios más ‘humildes’. ¿Qué imprime en la personalidad la condición de exiliado?

–Tomar conciencia de que eres extranjero. Al sitio al que vas y cuando retornas, si puedes hacerlo, vas y llegas como extranjero porque la gente que se queda va cambiando, los lugares van cambiando, y cuando vuelves, ni tú eres el mismo ni el lugar al que vuelves es el mismo. Junto a la condición del viajero que vuelve, hay otra imagen de la literatura complementaria, la que define El extranjero, de Camus: somos extranjeros en todos los lugares, incluso en el lugar que más nos pertenece. La condición de extranjería, esa sensación, se acentúa cuando estás fuera de tu lugar, pero nos acompaña siempre. De hecho, hay exiliados que, cuando regresaron a España, se marcharon de nuevo al encontrarse un país que ya no reconocían. Hay muchísimo exiliado anónimo, no tanto por la política sino por las circunstancias de la vida, todos ellos –o todos nosotros– son Ulises, pequeños extranjeros a la deriva.

Pienso en Domingo (la voz principal de Distintas formas de mirar el agua) que, cuando tuvo que abandonar su pueblo, nunca más volvió a hablar de él. El silencio sobre aquello que nos desgarra, ¿es necesario o un castigo que uno se impone para expiar la culpa?

–Ante un hecho traumático cada uno reaccionamos de una manera diferente; lo que hace Domingo lo he visto con personas, no sólo respecto al pantano, sino ante la muerte de un hijo, la pérdida más dolorosa que puede existir, personas que no dejan de llorar nunca esa pérdida y personas que no la vuelven a mentar nunca más. Pero esto sucede no sólo con hechos traumáticos. A veces te enamoras y como un pobre idiota te quedas en el sitio hasta el punto de que pierdes quién sabe si al amor de tu vida. En esta novela la abuela continuamente está evocando el pueblo del que les expulsaron; el abuelo muerto, cuyas cenizas llevan al pantano, no volvió a mencionarlo, pero eso no quiere decir que le doliera más ni menos. Se miran y se sobrellevan las cosas como se puede. A veces está establecido que el que más espolvorea su dolor es el que más siente, o que la pareja que está todo el día sobándose parece que se quiere más… y las cosas no siempre sin lo que parecen.

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¿Ellos lo soportan –el exilio– peor que ellas?

–Ellas, las madres, las abuelas, se centran en sacar a los hijos adelante, en algo tan primario y tan satisfactorio para tantas; cada uno se defiende en la vida como puede. El mundo está lleno de historias anónimas que son las que a mí más me interesan. Las historias de la gente de la que no se suele hablar. Por ejemplo, cuando se habla de la memoria histórica se habla siempre de la guerra, pero la trasciende, la memoria histórica es mucho más que la guerra, es todo lo que ha sucedido y no se cuenta. Al final, la literatura y el arte es la memoria histórica de un país. Esta historia, la de este libro, la he vivido muy de cerca, y estaba condenado a escribirla tarde o temprano. Surgió a partir de un ejercicio de estilo sobre una historia que me contaron en un pueblo de colonización, La Laguna de la Nava. Un hombre me contaba que él llegó allí de niño y que, como era el fondo de una laguna que habían secado para instalarlos a ellos, su padre y algún otro dormían con la mano colgando por miedo a que aflorara el agua y muriesen ahogados. También me contaba que lo primero que tuvieron que aprender fue a mirar, porque venían de las montañas de Riaño, de los Picos de Europa, y llegaron a un sitio plano y sin horizonte; eso los desesperaba. Ese tipo de anécdotas me llevan a escribir las novelas.

–¿Se supera la pérdida?

–Depende de qué pérdida hablemos y de qué persona afronte la pérdida. Creo que las pérdidas, en definitiva, se van sumando a la identidad, a la personalidad. Antonio Gamoneda tiene un libro, Arden las pérdidas, muy ejemplificador.

–Es brutal ese poemario: “Puse mis manos en un rostro y las retiré heridas por el amor”.

–Sí, habla de eso, de que las pérdidas, como las ganancias, se acumulan en el debe y el haber, en el expediente de cada uno, en el ADN de cada uno, y conforman y configuran los deseos y los sueños que tenemos por vivir. Todo eso deja un poso en la forma de ser.

–Que la tragedia sea premeditada, es decir que uno tenga fecha concreta para abandonar el lugar en el que vive, ¿es más desgarrador que si fuera repentinamente, por ejemplo, por un desastre natural?

–No te sabría decir, hay gente que cuando sufre una pérdida, la muerte de un familiar, por ejemplo, prefiere que sea de repente para evitarse el proceso previo. Me contaba un hombre que ante la tragedia de tener que abandonar su aldea tiró todas sus herramientas al río para que nadie se quedara con ellas. “Ahora no hubiera hecho eso, ahora comprendo que los vecinos de los pueblos de alrededor se acercaban buscando cosas, pero sólo querían sobrevivir”, me dijo. Mientras escribía esta novela tenía cerca un librito de un hombre de Vegamián en el que contaba sus recuerdos, el último fin de semana que pasaron allí, cuando quedaban tres o cuatro familias, que se quedaron aisladas, se juntaron a pasar la noche en una casa, sin luz. Hay gente que se aferra hasta el final… ¿Es mejor saber o no saber? La religión es compasiva en este punto, no te ofrece el día ni la hora de tu muerte, sería imposible vivir tranquilo…

Pero antiguamente se rezaba para que Dios librase de la muerte súbita…

–Sí, todas las abuelas lo hacían, creo que tenía que ver con que no las pillara en pecado y tuvieran tiempo de confesarse. También hay quien prefiere saber para sus cosas dispuestas; no lo sé, a mí el futuro no me ha preocupado nunca demasiado, ahora me empieza a ocupar algo más, porque tengo hijos y eso marca.

–A Domingo, según sabemos por su yerno, lo que más le afectó fue perder a la gente. ¿Y el paisaje, el contexto?

–Va todo muy unido, un lugar es el paisaje más las personas que lo habitan. En este caso el destierro es más dramático porque es definitivo. Hay otros destierros en los que se puede alimentar el sueño del regreso, como les sucede a los judíos. Pero hay destierros sin vuelta atrás. Esta historia está contada por 16 personas distintas, los personajes se cuentan a sí mismos y a los otros. Hay un personaje, el más corto, el del automovilista, que contempla la escena desde la ventanilla; ese personaje me gusta mucho, es la voz de una sociedad insensible o ignorante de lo que sucede. La gente se queda con la anécdota de los pantanos inaugurados por Franco, pero no se ha parado a pensar, salvo los que les ha tocado de cerca, la fractura emocional y el drama humano que hay detrás de ello, la cantidad de gente que fue deportada, desterrada, como los judíos, a veces en trenes, con los animales, realojados en barracones de madera en lugares inhóspitos –que por eso estaban deshabitados– y esa voz insensible de la sociedad que abre –abrimos– todos los días el grifo del agua sin ser conscientes del dolor que ha supuesto para tantas personas el que eso sea posible.

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–Cuando uno dice: “Qué bonito”, ajeno al trasunto. Y el que lo conoce responde: “… y qué triste”.

Al borde del propio pantano donde yo nací, a veces estoy mirando desde el mirador de Vegamián. El paisaje es espectacular, y el comentario más común de la gente es ese, “¡Qué bonito!” Es la mirada de la gente que no sabe lo que hay debajo o que sabiéndolo no se para a pensar qué supuso para tanta gente. Distintas miradas sobre el espejo, que es el agua del pantano, pero también miradas para mirar el mundo, la vida, no sólo sobre el tema del pantano, el destierro, la memoria, el amor, el desamor, las relaciones familiares…

–¿Todo es relativo, entonces?

–Eso es algo que me interesa cada vez más, la relatividad de la mirada humana, cómo todos proyectamos nuestro carácter, nuestra manera de ser, nuestra mayor o menos cercanía a lo que se está mirando; no piensa lo mismo la abuela o el abuelo que vivieron el trauma, que la nieta, que lo ha oído y que su mayor preocupación es que tiene hambre. Eso pasa en cualquier ceremonia, en un funeral, por ejemplo, en el que todo el mundo en silencio está pensando en una misma cosa, su relación con el fallecido, pero cada uno desde su perspectiva. Me provoca cada vez mayor desazón el hecho de que (en cuestiones políticas, vitales, sociales) algo que para ti es claro y es evidente, para el otro resulta algo completamente diferente.

–Bueno, eso enseña la literatura, de algún modo, que una creencia, una opinión, no invalida otra distinta, es decir, que las cosas pueden ser de otro modo a como pensamos.

–La verdad no existe, la realidad no existe, la verdad es un periódico de Murcia, todo lo demás depende de la mirada de cada uno, que no es sólo mirar sino proyectar en lo que estás mirando tu pensamiento, tus sentimientos y tu experiencia. Ante el mismo paisaje hay gente que le resulta triste, o alegre o feo. Esa relatividad hace que adoptara esta estructura como de un coro de voces de tragedia griega en el que cada personaje cuenta.

–¿Y cómo es posible la interlocución, el entendimiento con el otro cuando lo que a ti te arranca el alma al otro le resulta un divertimento, una nimiedad o le deja indiferente?

–Ocurre todos los días. Un ejemplo. Los toros. A mí me parece una barbaridad pero conozco gente llena de bondad, de una calidad ética que admiro y que, sin embargo, les parece una maravilla. Y sí, la literatura es el territorio de la duda, de la ambigüedad, de la abstracción del pensamiento. La verdad no existe y la aceptación de esa idea te abre unos caminos insospechados.

–Por cierto, ¿quién nos complica más, la vida o nosotros mismos?

–A veces, la propia vida; a veces, nosotros; a veces, la conjugación de ambos. La esencia de la vida es complicárnosla, si no sería muy aburrida. Cada vez que uno escribe, por ejemplo, se complica la vida, tener un hijo es complicarse la vida, enamorarse es complicarse la vida. En El libro de la selva, hay una imagen en la que aparece Balú abrazado a Mowgli, justo cuando termina la película. “Nunca más nos vamos a separar”, se dicen y, sin embargo, lo último que se escucha es una voz femenina cantando que llama la atención de Mowgli. Uno piensa: “Ya se la va a complicar…”

Fotografía: Javier Lorente

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