A estas alturas de año debería estar aterrizando en Nueva York con un nivel de inglés decente. En noviembre era finalista de una beca para trabajar en el Instituto Cervantes de la gran manzana y por caprichos del destino ahora solo soy un muchacho de nombre común que debe unos 5.000 € por multas de tráfico. El ayuntamiento de Madrid no me libra de pagarlas cuando le explico que yo mis errores al volante solo los cometo por amor y, para colmo, todo el inglés que sabía se me ha olvidado.

Dicen que vivir en casa de tus padres y usar el coche de tus padres es la mejor forma de ahorrar gastos. A mí tengo la sensación de que me sale caro de cojones. En Manhattan me movería en metro, claro; y comería perritos calientes en puestos callejeros en lugar de menús de cuatro platos, y me sentaría en un banco de Central Park a dar de comer a las palomas en vez de andar corriendo detrás de una grúa. Lo que ocurre aquí es que cada dos por tres hay cambios nuevos en las restricciones de tráfico y se me hace muy cuesta arriba llegar a enterarme de todos. Sin duda es complicado.

Curiosamente desde agosto la calle Leganitos se ha vuelto de acceso permitido con el coche solo a residentes, y curiosamente desde octubre la chica que me gusta vive ahí, en esa calle restringida al resto de mortales. A mí además me suele costar aparcar, lo que supone tres o cuatro vueltas a la manzana, lo que supone que pase tres o cuatro veces por delante de la cámara de seguridad que graba mi matrícula tomando constancia de que estoy cometiendo un acto delictivo, lo que supone que debo acumular las penalizaciones suficientes como para que el ayuntamiento de Madrid me declare persona non grata. O sí más bien grata, eso ya según se mire, porque cuando acabe de pagar mis deudas esta será una ciudad mucho más rica después de todo. Así cómo iba a sospechar que hacía nada malo. ¡No está avisado!, ¡no está avisado!, le explicaba yo a mi madre momentos antes de comprobar que efectivamente sí está avisado con dos carteles enormes a la entrada de la calle, pero es que ver circular coches con total normalidad le invita a uno a lanzarse a imitarlos. De todas formas, ya me extraña que todos aquellos coches que yo veía pasar silbando fuesen también residentes, así que imagino que cientos de amantes de todas las edades deben de estar a estas alturas como yo, endeudados hasta las cejas. Y por amor, manda cojones. Tan jóvenes…

La gente de mi generación empieza a labrarse un futuro, dan forma a un proyecto sólido que les convierta en personas solventes, mientras yo, víctima de un amor que sospecho que trata de impedir Tráfico, trabajaré maldiciendo mi pasado, asfixiado en la devolución de cada céntimo que poco a poco he ido ganando.

Llegó la primera multa el otro día, fechada en noviembre. Por lo tanto quedan 3 meses muy largos de circular por esa calle de forma indebida, lo que sumado a un par de multas de aparcamiento con las que ya contaba, calculo que la cifra me convierte en un perfecto desgraciado. Eso es, no hay otra palabra. Ahora mis tímidos ingresos (en la gestión de multas del ayuntamiento no atienden a razones y no sirve de nada que les explique que soy becario, que yo iba por esa calle solo a ver a una muchacha, sin malas intenciones, a hablar, a tomar algo, a dormir, un par de polvos si acaso) que antes destinaba a ocio, a un ocio concienzudo, gastando hasta el último centavo en tardes de cine, en bares, en cenas, comidas, en copas, cervezas y libros, tendré que pasárselos directamente al ayuntamiento, sentándome con los pies encima de la mesa en el sofá de casa de mis padres a dejar pasar la tarde, maldiciendo, murmurando, pensando en mi banco de madera, mis migas de pan y mis palomas neoyorquinas, suplicándole a mi madre que se apiade de mí y me pague una triste bolsa de patatas fritas.

Es como estar renunciando involuntariamente a todos mis ingresos. Para rematar la faena, en busca de suplantar mi estancia frustrada en Nueva York y mis deudas de alguna manera, decidí apuntarme al TOEFl y así pedir otra beca, tratando de encarrilarme de nuevo. Pregunté acerca del famoso examen de inglés, si acarreaba demasiadas complicaciones. No muchas, imaginé, si resulta que lo hace tanta gente. Vi un par de películas en versión original con subtítulos para comprobar que tenía plenas facultades y sin pensármelo dos veces me inscribí (vale una fortuna y tuve que pedir en casa que lo pagasen, por favor, y ya me encargaría yo de aprobarlo). Llegó el día, un sábado a las 8:30 de la mañana, lo que ya podría hacer sospechar a cualquiera que se está metiendo en asuntos raros, y me presenté en la sala remangándome el abrigo dispuesto a demostrar que mi nivel de inglés era no menos que excelente.

Fueron 4 horas de examen. Me quité el abrigo, la sudadera, la camiseta y si por mí fuera habría terminado en pelotas. Salí de ahí cabizbajo, con los ojos hinchados, como si la pantalla del ordenador se hubiera dedicado a darme de hostias. Había entrado sabiendo inglés y había salido sin saber cómo se dice Good morning. Un test inocente me había arrebatado todos mis conocimientos de un idioma que con tanto cariño yo había adquirido con los años. Sin piedad. Salí de ahí a trompicones, con ganas de decirle un par de cosas al que hubiese diseñado aquel examen, pero como no tenía muy claro quién ni qué era responsable de aquel monstruo, de mi descenso al infierno, me fui gritando a los otros alumnos que pasaban por ahí: ¡Hijos de puta!

Noqueado, aturdido, sofocado, sucumbiendo a un sinfín de desgracias comunes bajé a pasar la noche con aquella chica (en autobús, claro, lamentando mis multas de tráfico), a hacer el amor, a emborracharme, a olvidar Nueva York y su banco de madera y sus migas de pan y sus palomas neoyorquinas, resignándome a quedarme en la ciudad a la que debo más chelines que media España a Hacienda cuando, tumbados en la cama, ella muy contenta agarra el móvil y tratando de ponerme de buen humor me enseña una foto en la que se puede leer un chiste supuestamente graciosísimo en inglés. Ella se ríe y a mí no me hace ni puta gracia, vaya, pues para mí ahora es como tratar de leer un párrafo escrito en chino. Acaso no ves, acaso no ha quedado lo bastante claro, le digo entre lágrimas, que yo ya de inglés no entiendo nada, carajo.

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