Perdí la inocencia el día que conocí la poesía de Panero y las letras de Evaristo, la virginidad, por supuesto, con Kurt Cobain. Enloquecí con la parsimonia de Hemingway y su viejo, y aún lloro cada vez que escucho a Víctor Jara. Herman Hesse me enseñó a pensar, junto a Demian y Abraxas. En su momento me enamoré de Paco Umbral y sentí una pasión exacerbada por Antonio Muñoz Molina, pero eso forma parte del pasado. Amores de juventud. Ahora, bebo los vientos por Tahar Ben Jelloun y Paul Bowles. Y, confieso, por Murakami. Amor a la nipona.

Siempre pasé del jeto de Tarantino: eso es de hipsters.

Con Dostoievski me aburrí hasta morir pero Tchaikovski me acompañó en todos mis momentos de alegría. Mis últimos grandes amores de conservatorio fueron Toldrà y Sarasate, como no podía ser de otra manera. Mención de honor para Béla Bartok, el más querido. Aunque ahora me desvivo por las Gnosiennes de Erik Satie. Siempre pensé que Mozart era un mediocre, prolífico, pero mediocre.

Kapuscinski me enseñó qué quería ser en la vida, y Bukoswski lo que no. Kerouac, Ginsberg y Burroughs me iniciaron en los viajes, la pasión de mi vida. En Seattle, me perdí buscado la tumba de Jimmy Hendrix, pero encontré la de Bruce Lee. Incienso y cuervos en el cementerio.

Aún me estremezco cuando leo a Orwell o escucho a Marylin Manson y sus Mechanical Animals, obsesión de adolescencia, y no hay día que pase que no me acuerde de Neruda, Benedetti o García Márquez. Bendita Latinoamérica.

Sin embargo, si hay algún hombre en mi vida, además de José González, John Talabot, Jeff Buckley, Elliott Smith o Nicolas Jaar, ese es, sin lugar a dudas, Nacho Vegas.

Mi vida empezó como un día normal y acabó en un grave error. Aunque me preparé para huir, irme lejos y limitarme a observar esta escena tan vulgar, la culpa siempre fue mía y en parte fue de los demás: de lo que se trataba era de morir o matar.

Siempre supe del cierto que lo quería un mundo entero con su belleza y su fealdad y hubo un tiempo en el que yo habría muerto por amor, pero entre nosotros dos se alzaba un Mondúber, y lo nuestro acabó en un Desastre Manifiesto. Fue entonces cuando me encerré en mi propio metro cuadrado mientras le preguntaba al cielo, sin disimular el miedo, y tachaba los días del calendario en los que nos habíamos hecho daño. Y me convertí, casi sin quererlo en Miss Carroussel,  con una melena de color de miel que me llegaba a media espalda.

Pasé algunos Veranos Fatales y fracasé una vez y fracasé diez mil. Creí ser la dueña del mar, pero metí las manos dentro del agua y me di cuenta de que era una cobarde más. Me fui haciendo mayor y aprendí: ahora, puedo decir que cuando digo no, es no, eso tenedlo por seguro.

Conocí a una Marlén de carne y huesos en un viaje a Nueva Zelanda, inicio de mi segunda vida. Consciencia de mi misma, naturaleza y kiwis. Sin embargo, no fue suficiente.

Morí el día que descubrí que el tiempo no se podía detener, así que dejadme de hablar de eternidad, de cielos y de infiernos.

Por favor.

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