Teníamos 13 años y lo flipábamos con el juego de un equipo donde el que metía los goles y el que se los ponía en bandeja eran australianos (entonces Australia no había ido al Mundial, ser un crack de la Premier y tener esa nacionalidad era un hecho completamente exótico; el otro australiano conocido de la época, fíjate tú, era Mark Bosnich, un portero que fichó el Manchester United para suplir a Schmeichel, pero que resultó tan propenso a engordar como a esnifar cocaína). Les daba refresco a aquellos dos canguros un adolescente pálido como la nieve al que se le amorataban los labios en cuanto hacía un poco de frío. El lateral izquierdo tenía un cañón en su pierna izquierda para tirar faltas y penaltis y era irlandés, algo que siempre es un valor añadido cuando uno es un enamorado del país gaélico. Desde la zaga capitaneaba al equipo un sudafricano (otro exotismo) que se rompió en el momento más inoportuno. Su compañero en defensa era un chavalín con un apellido que, traducido literalmente al castellano, significaba algo así como «puerta del bosque». Ese armario empotrado se quedó en promesa por culpa de las lesiones y, pese a estar acabado con solo 23 años, el Real Madrid pagó una morterada para ficharle y conseguir así que copara portadas por el tiempo que se pasaba en la enfermería y por los goles en propia que se marcaba cada vez que pisaba el césped. En el centro del campo de aquella escuadra bregaba un hooligan con cara de hooligan y maneras de hooligan cuando la cosa se ponía fea; pero cómo corría la banda el condenado. Y el portero era un viejo cantarín, costumbre en los equipos ingleses que en aquellos años apostaban por porteros nacidos en la isla.

Aquel club era el Leeds United de la 2000/2001, el equipo que nos cogíamos en el PC Fútbol editado aquella temporada, uno de los mejores y el último, por cierto, de la saga original (el día que me dijeron que Dinamic Multimedia había quebrado fue dramático a más no poder). Ese también fue el último gran Leeds que se recuerda, un equipo que derrochaba juventud y que casi se mete en la final de la Champions en la que Pellegrino le tiró un penalti a las manos de Oliver Kahn, haciendo que Valencia llorara por segundo año consecutivo a las puertas de la orejona. En una página de El País de la época, probablemente firmada por John Carlin, se hablaba de cuando Éric Cantoná –al que vimos jugar de refilón, pero que salía en todos los anuncios de Nike de la época– ganó una Liga con el Leeds y luego se fue al otro United, el de Manchester, según se creaba la Premier League, condenando al equipo que se había vestido de blanco para contagiarse de la capacidad ganadora del Real Madrid –o eso me habían contado mis tíos un verano en el pueblo– al ostracismo de quien lucha por entrar en Europa y no por levantar títulos. Más tarde, leímos sobre Revie y Clough, vimos The Damn United, nos desquició esa violencia setentera en la que Lee Bowyer se hubiera revolcado como puerco inglés sobre el fango que embarraba el césped de unos vetustos estadios construidos de madera y adornados con la sangre que derramaba un fútbol de rompe y rasga; y comprendimos, sobre todo comprendimos, por qué ese fantástico Leeds de nuestra adolescencia, lleno de jóvenes jugadores, el mismo club que podía permitirse –o eso parecía– el lujo de comprar a estrellas rutilantes como Rio Ferdinand o Robbie Keane, se fue a Second Division encadenando descensos poco después de haber soñado con ganar una Copa de Europa que ya le había robado el Bayern de Múnich en los 70.

leeds_2001

La lista de desgracias es variada. Viduka nunca saltó a un grande, Kewell pudo ser Hazard y no llegó a Rosicky por culpa de las lesiones, de Woodgate está todo dicho (o si no, lean el Marca de las temporadas 2004/2005 y 2005/2006), Radebe se retiró prematuramente, Alan Smith se recicló en discreto mediocentro en el Manchester United de entreguerras, donde también huyó Ferdinand (siempre Alex Ferguson de por medio), Harte pasó discretamente por el Levante y Nigel Martyn se siguió comiendo goles –y yendo a Mundiales y Eurocopas con la selección, siempre a la sombra de David Seaman– hasta la nada despreciable edad de 38 años, ya en el Everton, después de que Paul Robinson, el mejor guardameta que les ha salido a los ingleses desde los tiempos de Peter Shilton, le quitara la titularidad. Sí, ese Robinson es el mismo «Rubbish–on» de la cantada con la selección inglesa del que nunca más se supo. Aquel fallo imperdonable contra Rusia en partido clasificatorio para la Euro’08 lo cometió mientras militaba en el Tottenham. Su pasado en el Leeds lo condenaba. Es lo que tiene ser portador de una maldición digna de salir en un programa de Milenio 3. La del Leeds debería ocupar uno de esos especiales que el bueno de Iker Jiménez promete a la audiencia y luego nunca hace. Con semejante material, el almirante de la nave del misterio tendría la faena hecha.

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