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Con amigos y compañeros de tertulia futbolística he discutido largo y tendido sobre Luis Aragonés. En España tendemos a simplificarlo todo. Por eso, Zapatones o El Sabio de Hortaleza, como se le conocía a este señor del fútbol, un personaje de los pies a la cabeza, se marchó de este mundo hace justamente un año con la vitola de ser el padre del juego de toque que ha llevado a la selección a ganar todo lo que no había ganado en una historia llena de tropezones, más o menos injustos. Siempre he sido crítico con esa sentencia. Un año después y pese al descalabro español en el Mundial de Brasil, sigo pensando igual sobre este abuelo (y lo digo con todo el cariño) del fútbol español.

Me explicaré una vez más. Hay un Luis Aragonés antes de la Euro’08. El que se ve hasta mediada la fase de clasificación de ese torneo, cuando un gol de Iniesta en Palma contra Islandia salva a España de quedarse más fuera que dentro de un gran torneo por primera vez desde 1992. Es un míster por y para el contragolpe, el estilo que practicó como jugador en el Atlético (donde dicen que pateaba las faltas con una puntería que nada tenía que envidiarle a Koeman, Mihajlovic o Beckham) y, después como técnico, también en el Calderón, donde volvía tarde o temprano después de sus andanzas en mil y un equipos que eran, simplemente, como era él: peleones y socarrones; agresivos y apasionados; rápidos para defender (el ingenio con el que hacía reír a los periodistas en las ruedas de prensa debía ser bestial) y prácticos para atacar.

Esa fórmula no le funcionó con España en sus dos primeros años como seleccionador, «el broche», como le gustaba decir al propio Aragonés, a su trayectoria. Pero supo cambiar a tiempo. Se atrevió al cambio. A revolucionar totalmente su filosofía. Tanto, que hizo olvidar su estilo original. Adaptarse a los jugadores que tenía en vez de convocar a algún Patxi Ferreira de turno (mirad la biografía de este mítico defensa, toda la vida detrás de Aragonés). Es decir, con 70 ‘palos’, cambió su forma de concebir el balompié para ganar el título más importante de su carrera, su larga carrera en el deporte de la pelota, con total justicia.

Fue una compensación del destino a su mala pata en la primavera de 1974 (él era un pupas, como buen indio). Ya con 35 años le marcó un gol (de falta, como no) al Bayern en la prórroga de la final de una Copa de Europa que podría haber cambiado la historia colchonera si el padre de Pepe Reina, Miguel, no se hubiera comido un tiro de Schwarzenbeck (chutó desde Cuenca) a falta de segundos para levantar la orejona. El Atlético fue campeón durante seis minutos. Del 114 al 120. Dos días más tarde, un negro 17 de mayo, con la mitad de gente en las gradas de Heysel, el Bayern les metió cuatro. La vocación de ese fumador que pronto peinó canas esperó tres décadas y media para resarcirse, pese a que meses después de aquella final, recién colgadas las botas, ganara la Intercontinental a las pocas semanas de convertirse en entrenador. Amargo y cruel el destino. El pasado 22 de mayo, el Atlético fue campeón de Europa durante más de una hora. En el último estertor de la segunda final de Champions de la historia del club del Manzanares, les volvieron a empatar. En la prórroga, les golearon. Cruel desenlace para un título que se debería haber brindado a la memoria de Aragonés; cruel, si tenemos en cuenta que el adversario aquella tarde preveraniega de Lisboa era nada más y nada menos que el Real Madrid, club en el que militó fugazmente el Sabio cuando apenas tenía 20 años. Sin opciones de jugar ante los Di Stéfano, Puskas, Kopa o Rial, fue vendido sin haber debutado con el primer equipo. El rival de toda la vida del Zapatones se llevaba su gloria póstuma.

Luis sí que pudo ganarle la Eurocopa a Alemania, a los hijos de esos alemanes altos y fuertes que le jodieron aquella tarde del 74 en Bruselas, que seguían siendo grandes y robustos, pero también habían aprendido a rasear el cuero (el sello KlinsmannLöw, que luego se llevaría el último Mundial en liza) para convertirse en un rival temible. Pero hace seis años y medio, Alemania hincó la rodilla frente Aragonés. Fue el súmmum. El éxtasis. Cuadrar el círculo. Cambiar la historia. Y, muy lejos de Viena, quien firma el artículo saltó como un loco en Reus (Tarragona) delante de una pantalla gigante. ¿Qué hacía yo allí? Esperar el canto de Manolo García. ¿Quién se compra una entrada para ver un concierto el día de la final de una Eurocopa? Un tío que no cree en su equipo. Gracias, Luis. Por tus frases y por esa copa. Porque aquel día disfruté como un enano. Porque días antes, en los penaltis contra Italia, se fue a la basura el «jugamos como nunca, perdimos como siempre». Porque demostraste que el mejor entrenador no es quien tiene las mejores ideas, sino el que sabe sacar lo mejor de los futbolistas que entrena. Porque, pese a que piense toda mi vida que Raúl debió estar allí, una cosa no quita la otra. Un año después te sigo deseando que descanses en paz, abuelo. Aquí abajo ya le diremos al negro que usted era mejor.

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