«Usted es historiador, yo soy parte de la Historia»
Marathon man, John Schlesinger
Kathy era una veinteañera aquel invierno de 1967. EEUU había pasado del hombre del traje gris a la televisión en color, de Corea a Vietnam, de la cadena fordiana a la revolución publicitaria, de la propaganda política a la seducción mediática, del puritanismo autoritario al amor libre y a todo el sexo, la droga y el rock&roll que uno fuera capaz de liberar durante la fantasía patrocinada por Volkswagen y Coca-Cola. El asesinato de Kennedy aún pesaba en el alma de una nación dividida que había mandado a tres hombres a la luna al tiempo que en la tierra se resistía a otorgarle derechos civiles a cientos de miles de personas. Kathy Switzer tenía 20 años por entonces. Y un plan que pocas personas conocían.
Una de esas personas era Arnie Briggs, su entrenador. Otra era su novio Tom Miller, jugador de fútbol americano. Kathy entrenaba normalmente con el equipo masculino de campo a través de la Universidad de Siracusa. Arnie le había contado la historia de Roberta Gibbs, una mujer que, según decían, había corrido la Maratón de Boston el año anterior, sin dorsal, extraoficialmente. La historia dice que Roberta recorrió en cuatro días el país, en autobús, desde San Diego, California, donde vivía desde que se casó, hasta Boston, en donde había nacido y crecido viendo cada año el maratón de su ciudad.
En 1966, Roberta decidió que ella también quería correr. Se entrenó durante muchos meses y solicitó un dorsal, pero la organización le recordó que no permitían el concurso de mujeres. Aún así, el día de la carrera Roberta se escondió tras unos arbustos y salió a correr. Tuvo que hacer frente a varios participantes que le increpaban para que abandonara, pero consiguió llegar a la línea de meta, en donde le esperaba el gobernador del Estado para estrecharle la mano en señal de reconocimiento. La historia impactó en el ánimo de Kathy. Poco después habló con su entrenador por teléfono:
–Arnie, quiero correr el Maratón de Boston.
Analizaron juntos las normas de la carrera y comprobaron que no había ninguna referencia que prohibiera expresamente la participación de las mujeres en la prueba. Unas semanas antes de la carrera, Kathy rellenó la solicitud de participación. La leyeron hasta tres veces. Kathy cogió el bolígrafo, lo apretó fuerte, pero era incapaz de calmar el temblor. Dudaba entre utilizar mayúsculas o minúsculas. En la casilla del nombre escribió “KV” y en la del apellido puso “Switzer”, en minúsculas. Envió la solicitud a la Boston Athletic Association confiando en que su sencillo plan diera resultado. Y así fue, al menos en un principio.
El cielo amaneció blanco aquel 8 de marzo de 1967, el día de la carrera. Kathy había pasado una de esas noches que sobran, sólo había podido dormir tres o cuatro horas. Se vistió y se colocó una cinta que le cubría todo el pelo y ayudaría a ocultar su rostro si fuera necesario durante el recorrido. Salió a la puerta para esperar a Tom y Arnie, que también correrían el maratón. Llegaron pronto, estaban nerviosos, quizás más que ella. Sonrieron al ver las precauciones que había tomado Kathy con la vestimenta.
Al poco de iniciarse la carrera, comenzó a nevar. Kathy recibió los primeros copos con una sonrisa que no pasó desapercibida a Tom y Arnie, que corrían a uno y otro lado de ella como si fueran sus guardaespaldas. Sabían que la nieve ayudaría a ocultar la auténtica identidad de KV Switzer. Los dos primeros kilómetros transcurrieron sin incidencias. Kathy se sentía feliz, parecía correr sin esfuerzo. Los espectadores, ajenos al frío, jaleaban a los 740 participantes sin sospechar que una mujer corría entre ellos (en realidad dos, pues Roberta Gibb volvió a disputar ese año la prueba sin dorsal). Hasta que en el kilómetro tres, un tumulto adelantó a Kathy y a sus dos escoltas: era el autobús de la prensa seguido del camión que transportaba al equipo de jueces de la prueba.
Los flashes empezaron a dispararse. La adrenalina comenzó a recorrer la sangre de Kathy, no podía controlar el temblor en las piernas. Siguió corriendo junto a Tom y Arnie. Entonces vio cómo uno de los jueces saltaba del camión y se abalanzaba sobre ella:
–¡Fuera de mi carrera, quítate esos números, fuera!
Era Jock Semple, el malo de la película. El hombre que no supo entender lo que otros ya comprendían. Trató de arrancarle el dorsal a Kathy, que seguía corriendo a pesar del temblor en las piernas. De repente, se dejaron de escuchar los gritos de Jock. El juez volaba por los aires como resultado de un placaje de Tom, el novio de Kathy. Jock vio desde la carretera nevada como Kathy y sus dos acompañantes continuaban adelante. Los espectadores se dividían entre el ánimo, la sorpresa y la indignación.
Kathy no sabía qué hacer. Su entrenador le gritaba que corriera todo lo que pudiese. “Siento haberte metido en este lío, Arnie, pero voy a terminar la carrera, aunque sea de rodillas”, le dijo. Se dio cuenta en ese momento de lo que aquello significaba. Terminar la carrera ya no era sólo un objetivo personal: si Kathy no llegaba al final, todos pensarían que una mujer era incapaz de completar un maratón. Por aquel entonces, la distancia olímpica más larga en la que se permitía la participación femenina era los 800 metros.
Kathy traspasó la línea de meta después de 4 horas y 20 minutos. Su vida cambió desde aquel día. Fue suspendida de inmediato por la federación estadounidense. A medianoche, de regreso a Siracusa, Tom, Arnie y Kathy se pararon en la autopista para tomar algo. Kathy pidió un helado y un café mientras veía su imagen en las portadas de los periódicos y en la televisión. Se percató entonces de lo que había hecho y de la importancia histórica que tenía aquel día. Cinco años después, en 1972, la organización permitió a las mujeres competir oficialmente en la maratón de Boston. En 1974 Kathy consiguió la victoria en otro de los “cinco grandes”, el Maratón de Nueva York. Su mejor marca en Boston la consiguió en 1975, con 2 horas, 51 minutos y 33 segundos. No fue hasta 1984, en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles y gracias en buena medida a la labor de Kathrine Switzer, cuando se incluyó el maratón femenino entre las pruebas oficiales.
Al comienzo de aquella carrera todos los fotógrafos querían la misma imagen: la de Kathy junto al juez Jock, el mismo hombre que años antes trató de echarla de la prueba. Ambos posan sonrientes en una fotografía que, sin embargo, no ha conseguido desbancar en la memoria visual a la anterior secuencia histórica de imágenes, la de 1967, que muestra la manera en que Kathy tuvo que luchar contra su propia época para que las mujeres pudieran correr oficialmente la prueba de maratón. Para poder ser parte de la Historia.