Más allá de promociones desmesuradas y adjetivos sobrecargados de adrenalina (se llegó a calificar el plató como “santuario sagrado de la pasión política”), el debate ha sido, por encima de todo, una especie de primera puesta en escena del panorama político que se presupone para la próxima legislatura. Cuatro partidos con posibilidad, no tanto de gobernar, como de influir de forma decisiva en la formación y en las futuras decisiones del gobierno elegido. Este es al menos el dibujo oficial. Veremos si la realidad de los resultados electorales termina de colorear ese mapa esbozado hasta ahora por las encuestas y los medios.
Las horas previas del debate fueron una apasionante receta catódica con aromas de Gran Hermano, Premios Goya, contrarreloj final de la Vuelta a España y Grand Prix (Alberto Garzón y Andrés Herzog representaban aquí el papel de los concursantes que se quedaban a la puertas de la gala final, con fans reivindicativos incluidos). Primero apareció en pantalla el recorrido en coche de los finalistas hacia los estudios, con sus acompañantes; Albert Rivera con todo el Equipo A en su furgoneta, el resto sólo con una persona (aquí el momento ciclista: mientras Pedro Sánchez y Pablo Iglesias ya estaban en ruta, aún esperábamos las imágenes de Soraya Sáenz de Santamaría y Rivera en la línea de salida). Luego la llegada de las estrellas a la alfombra roja y el photocall; “están a punto de llegar, ya están aquí”, decía exaltada una de las reporteras, quizás refiriéndose en realidad a los Reyes Magos. Después una charla ligera con los moderadores, vestidos de gala para la ocasión; primeras impresiones y otra buena sarta de marketing y onanismo. Llegaba el momento entonces de las conexiones con la sede de los partidos y las entrevistas a los asesores y acompañantes. Pero faltaba un último estímulo minutos antes de que se subiera el telón: el público; dos reporteros (¿o eran speakers?) alentando a las aficiones ataviadas con los colores y banderas correspondientes.
Y el espectáculo ha resultado ser menos decisivo que histórico. Al final, todo consiste en una subasta de narrativas. Todos saben los votos que quieren ganar y qué hacer para intentar conseguirlos, y el tiempo y la energía se consumen en ese objetivo, y no tanto en la confrontación directa de opiniones y propuestas que vayan a afectar a los ciudadanos en su vida cotidiana durante los próximos cuatro años. Como dice la canción, falsedad bien ensayada, estudiado simulacro. Puro teatro que trata de imponer la narrativa que conviene a cada cual según sus estrategias, basadas a su vez en expectativas electorales fabricadas al calor de las encuestas. Qué historia conviene contar y cómo conviene contarla, esa es la cuestión. Situarse más a la derecha, más a la izquierda o más al centro, más cerca de un equipo o más lejos del otro. La imagen que se traslada es la del mal comercial que sólo habla y no escucha, y así cree vender mejor su producto. Lo importante, parece, es colocar tres o cuatro frases, meterlas en el buzón y seguir camino hacia la próxima tertulia o entrevista o debate, y así hasta terminar la jornada con las manos vacías de propaganda y los bolsillos llenos de potenciales votantes.
Durante la foto previa de los candidatos con los moderadores se dio una curiosa circunstancia que alguno puede tomar como simbólica: Rivera y Sáenz de Santamaría charlando, con Iglesias apartado, mientras Pedro Sánchez llega tarde. Y entonces, ya con la presencia de los cuatro mosqueteros en plató, comenzó el debate. Y lo hizo con una de las novedades: Ana Pastor y Vicente Vallés lanzando una pregunta a cada uno de los candidatos, sin irse por las ramas, a cada cual donde podía dolerle, aunque también es cierto que no exigieron después una respuesta concreta a la pregunta lanzada (tampoco podía convertirse en una entrevista a cuatro).
Es cierto que el formato fue distinto al habitual, que no había atriles, que no había cronómetros en el plató ni tiempos encorsetados, que los moderadores hicieron algo más que moderar, pero tampoco tanto como se podía esperar por los anuncios previos. Uno se imaginaba, en función de las promociones y las expectativas sembradas, una especie de juicio en el que ningún culpable pudiera salir indemne. Mucho menos la representante del gobierno, que se dedicó a tratar de dejar su portería a cero aportando datos y poniendo gesto institucional, mientras los auténticos candidatos se dedicaban a diferenciarse entre sí para mostrarse como la sempiterna alternativa de poder, por parte del PSOE, o como los verdaderos representantes del cambio, en el caso de Podemos y Ciudadanos. ¿Y el presidente del Gobierno y candidato a la reelección? A resguardo, en Doñana, que está precioso en esta época, mire usted. Y al que no le guste, que no mire. O que cambie de canal. O que se espere al debate bipartito de la semana que viene, el de toda la vida. El que prefieren los españoles de bien. Lo del lunes, al fin y al cabo, no era más que una modernez.