A Podemos le acompañaba, desde su nacimiento, una impresión de cosa definitiva. Pero ya no, eso se ha terminado. Se recuerda fácil que, antes, los movimientos de los miembros de su cúpula se efectuaban siempre con una actitud decisiva, como de estar picando un dique; con la emoción y la urgencia de estar atravesando algo, logrando algo todos juntos. No eran movimientos visiblemente decorativos como los de otros partidos: al principio pocas veces tenía uno la sensación de que Pablo Iglesias o Íñigo Errejón no iban a alguna parte.
Eso se ha acabado. La esencia del carácter del partido se está demoliendo controladamente. Se acabó asaltar los cielos y, cuando los ejércitos descansan, es cuando empiezan a darse cuenta de lo que los separa. Pero lo cierto es que, debajo del aura mediática que se diseñaron con mucho talento, siempre hubo una serie de divisiones que no llegaban a estallar y que, según parece, están afilando sus cuchillos (dialécticos) de cara a Vistalegre 2.
Se habla ahora de errejonistas y pablistas. Sin embargo, Podemos nunca constituyó un bloque único. Hay que rastrear su origen. El partido nació de varios frentes. Antiguos militantes del PCE e IU, Izquierda Anticapitalista o las agrupaciones y movimientos formados tras el 15-M. A Podemos le convenía asociarse con la frescura del 15-M, pero enseguida renegó de su espontaneidad. De hecho, cuesta pensar que esa negación no estuviera ya prevista por el propio equipo directivo y fundador. Al 15-M podía expropiársele el mensaje de la transversalidad y, lo más importante, la envoltura estética de unos planteamientos revolucionarios que, por primera vez en décadas, se articulaban generando en la opinión pública más simpatías que miedos. El 15M aportaba el lenguaje y la ilusión de una nueva cultura política. Una vez vaciadas las plazas, los ciudadanos que apoyaban al 15-M lo hacían como quien sueña, sin ninguna esperanza real de que aquello fraguara un cambio político. Lo que Pablo Iglesias consiguió con su paso al frente es darle una oportunidad material a todas aquellas aspiraciones.
Los círculos confirmaban ese espíritu, también reflejaban una nueva forma de acercarse a la cosa pública la cercanía y la pedagogía que introdujeron en los mítines de las elecciones europeas. Aquello reconfortaba a mucha gente. Luego, conforme el partido fue moldeándose, la participación empezó a recortarse. Había dos factores que permitían ir centralizando el aparato y mitigando la democracia radical sin que el partido se quemara desde dentro. Por un lado, lo importante era ganar las elecciones a las élites y daba la impresión de que podía conseguirse; por el otro, los niveles de participación dentro de Podemos seguían superando a los de los partidos tradicionales.
La tensión entre anticapitalistas, el grupo dirigente y los quincemayistas mantenía la armonía gracias a la confianza que se tenía en Podemos como maquinaria electoral. Primero se ganan las elecciones y después ya se combatirá internamente para asentar las bases de la nueva política. La división de la que más se habla ahora surge de la partición del grupo más duro. Hoy parece que no hay más luchas internas que la abierta entre los seguidores de Pablo Iglesias y los fieles a Íñigo Errejón. Como ocurrió en el PSOE de los ochenta, las disensiones ideológicas fueron sustituidas por luchas de poder capitaneadas por dos peces gordos: guerristas y felipistas. En los medios de comunicación, triunfan más los relatos en los que hay contendientes identificables. Por el contrario, las confrontaciones ideológicas son difíciles de vender: carecen de morbo y son menos eficaces desde el punto de vista literario. El problema de esto es que el partido acaba sustituyendo la concienciación por el hooliganismo.
Los problemas entre pablistas y errejonistas empezaron a filtrarse tras las sesiones de investidura de Pedro Sánchez. Un momento muy propicio. El PSOE y su órbita mediática aprovecharon la división para darse la razón: las nuevas elecciones estaban cerca y el éxito se jugaría en el plano argumental. Se pensaba que resultaría herido de muerte el partido sobre el que cayera la responsabilidad de una nueva convocatoria a las urnas. Por tanto, se usó la supuesta información de que Errejón habría deseado permitir la investidura de Sánchez para engrasar el cliché falaz y manido de la pinza. Los hechos, además, parecían confirmar los rumores. Cuando se produjeron las dimisiones en la cúpula de Madrid de los partidarios de Errejón, El País no dudó: “Tras la pugna por el poder hay también una disputa ideológica sobre cómo relacionarse con el PSOE”.
Luego vino el derribo de Sergio Pascual, fiel a Errejón. Mientras Pablo Iglesias trabajaba como eurodiputado, el número dos, aquí en la península, había organizado el partido a su imagen y semejanza, colocando a sus correligionarios en puestos estratégicos. La cosa había quedado de la siguiente manera, el líder dominaba el Congreso (había llegado a tiempo para encargarse de las listas), mientras el número dos dominaba el partido.
Dicen que Iglesias se sintió traicionado. Personas cercanas al líder, como Jorge Vestrynge, llegaron a sugerir que la amistad entre Errejón y Pablo Iglesias nunca volvería a ser igual.
Poco a poco, se fue esbozando el mapa de las familias. Los del número dos abogan por mantener el partido dentro de la ambigüedad de la transversalidad, con un discurso moderado que no asuste. Los de Pablo Iglesias prefieren un estilo más duro y se inclinan por buscar confluencias con otras fuerzas políticas, o sea, por entrar de facto en el marco de referencia de izquierda-derecha.
De cara a las elecciones del 26J resultaba evidente que el número dos veía con malos ojos la confluencia con Izquierda Unida, mientras que Iglesias apostaba por ella sin tapujos. Las encuestas, demasiado favorables, relajaron las críticas, pero el resultado volvió a destapar el conflicto. Errejón dirigió la campaña, pero le tocó manejar una situación de partida que no le entusiasmaba: la confluencia. Al final no hubo armonía y la campaña fue un desastre. Se combinó la reivindicación de la socialdemocracia con la coalición con los comunistas y las alusiones a la patria; se mezclaron las apelaciones a la transversalidad con una más que evidente involucración con el eje izquierda-derecha. La campaña fue un batiburrillo de las ideas de unos y de otros, por lo tanto, cada facción ha encontrado evidencias para culpar a la contraria. Unos atacaron la confluencia mientras que los otros echaban pestes de una campaña desinflada y sin fuelle cuyo único objetivo era no asustar a los votantes que, en virtud de las encuestas, ya se daban por conquistados. También los anticapitalistas, con Teresa Rodríguez a la cabeza, advirtieron de que los postulados de Podemos no debían moderarse más.
Podemos medró gracias a la idea de que representaba una misión histórica inaplazable que debía culminarse en el corto plazo. Hasta el 26J, la tendencia al alza de cada cita electoral confirmaba ese mensaje. El bache de las elecciones ha desbaratado la baza más importante que tenía el partido, el motivo por el cual las disputas permanecían en reposo hasta cierto punto.
Con la excusa casi espiritual de esta misión histórica el partido se transformó en una máquina de guerra centralizada que olvidó a las bases. Los círculos acabaron constituyendo un mero elemento colaborativo. Es lo que ahora se pretende revertir. Según parece, en este punto, el organizativo, se verterá gran parte de la sangre.
El cónclave al que ya se califica como Vistalegre 2 se celebrará en otoño. Hasta entonces se han dado tiempo las facciones para alcanzar un consenso y armonizar sus posturas. En juego está, por ejemplo, profundizar en la alianza con IU o dejarla atrás. Muchas voces señalan la dificultad de conciliar las dos posturas y no se descarta que la fractura se materialice y que Errejón pelee por arrebatarle a Iglesias el liderazgo del partido. Sólo hay una cosa clara: se acabó el Podemos intrépido. Como se dice, el congreso de otoño desarmará su estructura de guerrilla para convertirla en un ejército regular. Todo apunta a que será el primer paso, la primera vuelta de lazo del nudo de la corbata.
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