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Las intervenciones del líder de Podemos en las dos sesiones de investidura han levantado toneladas de polvo. Se le ha acusado de irresponsable, de patético, de vergonzoso, de cínico, de frívolo, de irrespetuoso. La tolvanera podría llegar a entenderse, tal vez, por la alusión a la cal vivía, pero la realidad es que las críticas lo acribillaron también, y con más inquina si cabe, tras el inicio de su intervención del viernes: el discurso de los besos. Se le ha vapuleado por generar confrontación y, a la vez, por tratar de calmarla a través del humor. Si miramos con atención, descubrimos que el conflicto que más hace arrancarse el pelo a los miembros PP y del PSOE está en las formas. El contenido intentan rebatirlo o eludirlo, pero son las maneras las que los llevan a la locura.

El problema es que Podemos ha metido en el Parlamento a una generación que permanecía fuera de las instituciones. Puede que otros partidos también incorporen activos jóvenes a sus filas, pero al hablar de generación no nos referimos a la edad, sino a un conjunto de valores, carácter y composturas.

La nueva generación se parece muy poco a la que trajo la Transición. Hoy somos iconoclastas, procesamos el mundo a través del humor y la ironía, entendemos la mofa (el MEME) como un método para arrojar luz sobre las trampas del sistema y de la sociedad, como un camino que nos permite burlar las barreras del estereotipo y de lo políticamente correcto.

Pero, ¿por qué tanta beligerancia? La clave está en el origen de la solemnidad y el protocolo. Los políticos de la Transición levantaron las faldas del lenguaje franquista para encontrar la corrupción, la inmoralidad, la inoperancia y el vacío. Nosotros hemos hecho lo mismo. Ellos crearon un nuevo dialecto. Ahora nos toca crear el nuestro.

Esta clase política y los votantes-de-convicción que la sustentan (nos referimos, sobre todo, al PSOE, que soñaba con cambiar las cosas) fueron cayendo poco a poco en el acomodamiento mental y material, en la cobardía, fueron perdiendo la audacia y ganando privilegios. Y al tiempo que dilapidaban todo esto, auparon ciertas palabras y liturgias a la categoría de lo sagrado. Para que no se percibieran las traiciones a sus principios, se vieron obligados a cubrirse de conceptos, de talantes y de símbolos. Se creó un diccionario del sistema democrático y de la izquierda, pero ya lo dijo Cortázar: el diccionario es un cementerio de palabras.

Debe ser duro reconocer las propias claudicaciones y engañifas. Por eso, como mecanismo de defensa moral, se ha venido recurriendo a la estética, a los protocolos, a los axiomas y a los pensamientos enlatados.

Y en eso que llega una chusma con coletas, greñas, rastas y ropas anchas y baratas al templo de la soberanía nacional. PP y PSOE se han abucheado siempre en las cámaras como si por eso no defendieran una misma esencia. El PSOE, como Nestlé o Coca Cola, se ha apropiado del color rojo y se ha pensado que el socialismo era eso, presumir de bandera, y hasta hace poco gran parte del pueblo lo entendía así.

Ahora llega Podemos y Pablo Iglesias y Alberto Garzón y se lanzan a desmontar el tinglado estético, a remover los conceptos oficiales, y el PSOE jadea de rabia. No hay ninguna alternativa real de cambio debajo de su imagen, de su rosa y de su puño, y no quieren que nos demos cuenta.

Ahora nos toca a nosotros, a la generación perdida, crear un lenguaje nuevo. Dentro de 40 años llegarán otros a ponerlo todo patas arriba. Y, entonces, los que hoy provocan miedo notarán el temblor en las rodillas.

Fotografía: Xixón Sí se puede

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