Fotografías: Casilda Saldaña

Ayer me acosté tarde. Necesitaba terminar Mimoun, de Rafael Chirbes. Hoy noto cierto embotamiento que me va frenando al vivir, como si me fuese quedando atrás sin poder evitarlo y llegase unos segundos más tarde a todas partes. En sentido figurado, claro. Es extraño, puedo arrastrar una lectura durante días o incluso semanas, combinándola con otras lecturas y actividades, hasta que de pronto llega un día en que, por algún motivo, necesito acabar ese libro y entonces me pongo a leer como si se fuera a acabar el mundo. Los efectos suelen ser devastadores. Ahora todavía estoy en ese Marruecos eclipsado descrito por Chirbes, donde todo es ambiguo y parece que en cualquier momento va a suceder algo que nunca termina de suceder.

A las ocho tengo que estar en la calle de la Reina, a un paso de la Gran Vía, para asistir a una charla montada por Cooltoral Plans. El tema es la comunicación política y hoy van a hablar Eduardo Madina (PSOE), Borja Sémper (PP) e Ignacio Aguado (Ciudadanos). El sarao va a estar moderado por la periodista Imma Aguilar, toda una experta en la materia. Lo cierto es que tengo algunas reticencias con el tema. No sé si me apetece ir. No sé si me apetece escribir sobre ello. Hace algunos días que casi no salgo de casa y que una cierta rutina del no hacer nada (del no-escribir, del no-leer, de una vida involuntariamente contemplativa, en definitiva) está acabando conmigo. Pienso que quizá un trabajo de campo me vendrá bien para salir de esta parálisis vital.

Poco antes de salir de casa empiezo a leer El mal de Portnoy, de Philip Roth. Así que en el metro estoy ya sumergido en la culpabilidad onanista de un adolescente judío de la Costa Este. Empiezo a marearme. Creo que he encadenado dos lecturas muy intensas en un intervalo demasiado corto. Me viene bien el paseo desde la Gran Vía hasta el bar Cock. Por un momento pienso que el nombre –simplemente polla, en inglés– tiene algo de broma casual con el estado de mis lecturas. Entro. Está bien esto de entrar en los sitios con una acreditación de periodista. Supongo que a la larga genera adicción. Pido una cerveza y me acomodo en un banco al fondo del local a esperar a Pablo que me ha dicho que llegará tarde. El Cock, después de todo, es una elegante coctelería de estilo inglés en la que uno podría sin problemas sentarse en una mesa del fondo y perderse en metafísicas inútiles tras el segundo o tercer cocktail, como un vulgar discípulo de Pessoa.

Parece que todo el mundo se conoce. La genta habla; pide cervezas, vinos y hasta copas. Me doy cuenta en seguida de que yo no conozco a nadie y que nadie me conoce a mí, lo cual, dicho sea de paso, es maravilloso. Me puedo dedicar a observar al personal, sin la incomodidad de ser observado. Cooltural Plans, hay que decirlo, es una idea brillante. Actividades culturales de todo tipo con ponentes de renombre (escritores, especialistas en alguna materia, políticos, pensadores) cada quince o veinte días en algún local de Madrid. Es la versión contemporánea de la tertulia, del casino o del club social. Todo bien empaquetado para profesionales con agendas apretadas. La gente aprovecha los momentos anteriores y posteriores a la charla para establecer y reforzar sus contactos. Vivimos en la era de los eventos, y me doy cuenta de que debería inventarme una película por si me veo en el brete de una de esas conversaciones que se sitúan en la incómoda frontera entre lo privado y lo profesional, que es el lugar donde hoy sucede siempre lo realmente importante.

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Al final, la charla empieza a las ocho y media. Imma Aguilar hace las presentaciones. Los tres políticos están sentados en taburetes e Imma anda entre ellos para presentarlos. Su puesta en escena es rotunda, y por un instante me recuerda a esa Mònica Terribas (para los no catalanes, la voz que enciende Catalunya Ràdio cada mañana) que parece dominar la escena con una facilidad pasmosa. Aunque, pensándolo bien, Imma emplea un fino sentido del humor que está ausente en la solemne Terribas. Justo en ese momento llega Pablo. Le informo de que esto acaba de empezar.

El coloquio es sobre comunicación política y tiene la intención declarada de evitar la confrontación política. Los tres hablan sobre asesores y sobre esa tensión que parece existir entre las técnicas de comunicación y el discurso político, otra vertiente de la eterna discusión entre forma y fondo. Sémper y Madina hablan de su gusto por lo auténtico. Me gusta, aunque me pregunto qué es lo auténtico. El problema de lo auténtico es que por naturaleza no se puede definir ni delimitar. Sé es o no sé es auténtico. Y a un auténtico solo lo puede designar como auténtico otro auténtico, uno que ha adquirido previamente ese estatus. Como los masones. Extraño dilema. Por cierto, ¿quién fue el primer auténtico? Elvis, por supuesto. Antes no había nada. En cualquier caso, confirmo lo que ya intuía: Sémper es un tío natural, inteligente y elegante. Incluso moderno, en el sentido de contrapuesto a casposo. No debería ser nada extraordinario, pero a mí en el PP me parece un milagro. Desconozco los posicionamientos de Sémper sobre todas las cuestiones políticas, pero no cabe duda de que, en muchos sentidos, es el ala cool del PP. Sector, por cierto, que está en una abrumadora minoría. En ese sentido, Sémper es un exotismo.

El coloquio avanza tratando temas que me resultan más o menos banales, como la frontera entre exposición pública y la esfera privada en la vida de un político. ¿Tiene que hacer puenting en la tele un político? La gente interviene. Esta semana el presidente Rajoy ha comentado un partido de fútbol en la radio y a un señor del público le parece muy mal; luego recuerda un discurso, según él magnífico, de Txiqui Benegas en el Parlamento de la Transición y termina haciendo de Zavalita: ¿En qué momento se jodió el Parlamento? Madina interviene para decir que es evidente que la sede de deliberación política no está ya en el parlamento, sino en los platós de televisión. Una obviedad, pero alguien tenía que decirla ante la escalada de anécdotas, y Madina la ha expuesto de forma brillante.

Se discute mucho sobre las últimas declaraciones de Manuela Carmena diciendo que no era feliz. ¿Puede ser infeliz un político en activo? Parece que hay gente que ha reflexionado mucho sobre esta cuestión. Pla tenía razón: este es un país de pensadores. A Ignacio Aguado, de Ciudadanos, le parece que no. Argumenta que un político infeliz no debería legislar sobre cuestiones tan delicadas como la dependencia, por ejemplo, ya que esa infelicidad podría obcecarle y legislar mal. Me parece una teoría de lo más original. Nunca había oído nada semejante. Confirma la tesis, maravillosamente expuesta por Eudald Espluga, de que Ciudadanos es el partido de la autoayuda. Un ejército de coaches. Tanto Sémper como Madina recuerdan los años de plomo que compartieron en el País Vasco y reconocen que uno no entra en política precisamente para ser feliz. Defienden a Carmena o, al menos, renuncian a atacarla por ese flanco. El amago de discusión termina en el acto. Se nota que a la gente le da un poco de repelús que se recuerde todo aquello, como si se rompiera un ambiente distendido en una coctelería llamada Cock en Madrid, donde queda muy lejos el País Vasco de años ha.

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El coloquio trata otros temas como el de la ineficiencia en la selección de talento en la política, frente a la supuesta eficiencia en la empresa privada. Algunos se congratulan de que haya por fin gente normal en el mundo de la política y yo pienso que no termino de ver dónde está la anormalidad de alguien como Marcelino Iglesias, por poner solo un ejemplo que me viene ahora al pensamiento. Es decir, que ni veo tan anormales a los unos ni tan normales a los otros; y que en general no sé muy qué quiere decir eso de la normalidad, por no decir que es un concepto que me asusta un poco. La discusión transcurre por cauces tranquilos, alejada de la confrontación política. Este no es ni el sitio ni el momento. Si bien es cierto que Ignacio Aguado rompe por momentos el pacto de no agresión y deja caer alguna que otra tanto a Madina como a Sémper, y eso me hace pensar en Arrimadas y en Rivera, y en el hecho de que Ciudadanos tiende a veces a parecerse un poco a eso que en fútbol se llama un central tobillero. Casi al final de la charla, mientras escucho a Madina, le pregunto a Pablo qué coño pasó en el PSOE para que eligieran a Pedro Sánchez como secretario general, en lugar de a ese hombre que está hablando. Hay algo incomprensible ahí, y tal vez tenga que ver con la dichosa normalidad y sus recovecos inextricables.

Para terminar les preguntan a los tres qué libro están leyendo. Sémper está leyendo un poemario de Luis Alberto de Cuenca y recuerda La carretera, de Cormac McCarthy, como un libro importante en su vida. Madina está leyendo Una tumba para Boris Davidovich, de Danilo Kiš, un libro magnífico. Ignacio Aguado está leyendo Ejemplaridad pública de Javier Gomá, filósofo y ensayista. Al acabar, mientras Pablo habla con unos y con otros, me acerco a Madina y hablo con él del libro de Kis. Descubro que a los dos nos interesa la literatura de frontera. Madina menciona a Zweig y a Magris. Mi perplejidad acerca de la elección de Pedro Sánchez se agranda.

Al despedirme de Pablo en la boca del metro de Gran Vía, pienso en el buen rollo que se ha exhibido en el coloquio. No tengo muy claro si es porque se trataba de gente normal o porque se ha excluido la confrontación política de la agenda del día. Tal vez para mantener la corrección entre políticos, la mejor manera es evitar la política. Hablemos de fútbol; o de libros; o de cocina. Y tan contentos. Aunque quizá, en un esfuerzo de imaginación, es posible imaginar una política futura de formas impecables; a la británica, por caer en otro tópico. Esta vez sí, prometo que será el último.

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