Vivimos en la época de la Humanidad en la que hay más hipócritas. Sin ir más lejos, ahora mismo yo he sido un hipócrita y lo seguiré siendo a lo largo de este texto; Nietzsche ya avisó de que no hay nada más hipócrita que la eliminación de la hipocresía. Como también son hipócritas tantos individuos que critican por defecto Julieta de Pedro Almodóvar porque incita a la polémica y al minuto de gloria. Pongamos por caso Carlos Boyero, quien dijo de ella lo siguiente en su crítica de El País: “Al finalizar mi visión de esta película, o acontecimiento cultural y mundano, o lo que sea, después de haber asistido a la suntuosa campaña de marketing y de que me hayan aclarado hasta el aburrimiento múltiple corifeos o legítimamente enamorados espectadores de Julieta que en esta ocasión se trataba del Almodóvar más contenido y profundo, me pregunto dónde residen los sublimes méritos de la contención, qué demonios querrá decir eso”. Describe una hipocresía mientras él comete otra. Sobre todo si al personaje criticado le acaban de descubrir una supuesta cuenta off shore en Panamá. Aunque la opinión sobre una obra, en principio y en final, no tendría que verse influenciada por las peripecias personales de su creador. Por ejemplo, El jardín de las delicias de El Bosco seguiría siendo una obra excelsa por mucho que su autor hubiese sido un asesino. Como sí lo fue, aunque no fuese un artista tan genial, Richard Dadd, pintor del siglo XIX que pasó cuarenta años de su vida internado en un psiquiátrico londinense a causa de asesinar a personas que sospechaba que eran agentes de Satán. Entre las víctimas estuvo su padre.
Y son igual de hipócritas los que no les gustó Julieta de Pedro Almodóvar, y al observar que otros críticos de renombre, o su propio entorno cultureta, o Film Affinity –el creador de opinión cinéfila por excelencia en la actualidad junto a Boyero- daba saltos de alegría ante la nueva obra del autor oscarizado, o que Julieta participaría en la sección oficial del Festival de Cannes donde el jurado no le hizo caso, reconsideraron su propia opinión, la que había sido creada con su poco estimada mirada y pensamiento, zambulléndose así en la espiral del silencio propuesta por Elisabeth Noelle-Neumann. Lo mismo ocurre con las películas de otros directores idealizados como Woody Allen, Quentin Tarantino, Wes Anderson, Lars von Trier o Isabel Coixet. Y lo mismo sucede en la literatura con los nuevos libros de Enrique Vila-Matas, Patrick Modiano o Michel Houellebecq. Si te atreves a ponerles algún pero puede que tu carrera, o tu influencia como articulista amateur en redes sociales, quede desintegrada automáticamente –fíjense cómo me contradigo respecto a lo que he comentado antes sobre Boyero. El mismo comportamiento, según mi parecer, tanto puede servir para encumbrarte como para hundirte-.
La hipocresía cinematográfica viene de lejos. También tuvo lugar, por ejemplo, en 1929 después de que en París se proyectara Un perro andaluz de Luis Buñuel y Salvador Dalí. El pintor de Portlligat manifestó en un artículo publicado por la revista barcelonesa Mirador que el público parisiense que afirmaba haber disfrutado con la película solo demostraba su esnobismo y su patético afán de novedades. “Este público no ha comprendido el fondo moral de la película, que va dirigido directamente contra él con total violencia y crueldad”. Esas fueron las palabras de Dalí que nos recuerda Ian Gibson en Dalí joven, Dalí genial.
Ya advertía de la hipocresía tres siglos antes Francisco de Quevedo en su soneto Contra los hipócritas y fingida virtud en alegoría del cohete:
No digas, cuando vieres alto el vuelo
del cohete, en la pólvora animado,
que va derecho al cielo encaminado,
pues no siempre quien sube llega al cielo.
Festivo rayo, que nació del suelo:
en popular aplauso confiado,
disimula el azufre aprisionado,
traza es la cuerda, y es rebozo el vuelo.
Si le vieres en alto radiante,
que con el firmamento y sus centellas
equivoca su sitio y su semblante;
¡Oh, no le cuentes tú por una dellas!
Mira que hay fuego artificial farsante
que es humo y representa las estrellas.
Recientemente, se ha dado otro caso flagrante de hipocresía colectiva en el mundo cultural. Manel, el grupo catalán de música pop-folk que ha conseguido ser el disco más vendido de España en cada uno de sus trabajos, ha publicado nuevo disco: Jo competeixo. Por supuesto, este hecho ha provocado que hayamos sufrido una avalancha de elogios –en este caso no he sabido encontrar una crítica negativa como la de Boyero con Julieta– hacia la valentía de la renovación de su sonido sin perder su calidad habitual. Todo esto, a pesar de que en el mundillo periodístico hasta hace poco era muy habitual encontrar a tipos que, en privado y en forma de susurro, los criticaban por ser uno de los grupos musicales más bordes y altivos con la prensa –recordemos: no hay que mezclar obra y vida privada-. Y añadían: “Musicalmente tampoco son para tanto”. Pero estos mismos individuos después los veneran en público porque temen que el grupo no les conceda una entrevista que dará centenares de miles de visitas y notoriedad al medio en cuestión. Hace tiempo que confundimos las entrevistas con la publicidad. Se puede decir alto y claro: los periodistas nos hemos convertido en publicistas del entrevistado. No en vano, muchas veces se deja revisar la entrevista por parte del entrevistado antes de publicarse y no precisamente con el objetivo de mejorar el contenido de la misma. Los más indefensos son los titulares, que se hacen al gusto como la pasta. Aunque nada es de extrañar cuando muchas personas ya habían decidido que el nuevo disco de Manel era esplendoroso –y seguramente lo es, yo no soy quién para sentenciarlo– tan solo habiendo escuchado Sabotatge, el single. Como dice su estribillo: I no em posaré de genolls / I ja m’he posat de genolls (Y no me pondré de rodillas / Y ya me he puesto de rodillas). Lo mismo que pasa con cualquier novedad que produzcan Love of Lesbian, Vetusta Morla o los grupos indies de moda –nota: en este texto en todo momento se está señalando la hipocresía del público, no la calidad de los grupos.
Hipócrita: el hombre que asesinó a sus padres y pidió clemencia con el argumento de que era huérfano. Una de las muchas frases que se le atribuyen a Abraham Lincoln. El comportamiento de los prologuistas y presentadores de libros que nunca encuentran algún aspecto a criticar de la obra, o el de las personas solidarias que publicitan en las redes sociales que han sido solidarias. Y es que somos una sociedad que chilla a los cuatro vientos que la vida está fuera de nuestra zona de confort sin darnos cuenta de que tantos humanos deambulan sin vida y lo único que se la puede devolver es una zona de confort.