El autobús para en Burgos. Me bajo desorientado, sintiendo que debiéramos estar en una enorme vía de servicio al aire libre y no en un pequeño hangar. Pero consigo arrastrarme, somnoliento, hasta los baños. Echo una breve meada, tan corta que el anciano de mi derecha casi se asoma a ver qué ha pasado o si acaso no soy tan joven como parezco, y vuelvo a subirme al autobús, pensando que allí no hay nada que hacer. Intento ponerme de puntillas, por si hubiera al menos un puticlub o algo haciendo esquina, pues el conductor ha dicho “media hora”, y a mí con eso me sobra,  para un gintonic digo. Pero nada. Me siento a mirar el techo, hasta que, pasados 29 minutos y medio, se sube una chavala con una bolsa de patatas enorme. Y me apetece algo así. Que bajo corriendo, sin quedar ya nadie fuera, y busco la cafetería de la zona donde pudiera haberla comprado.

Pago los Doritos pensando que seguramente el autobús se haya ido sin mí, y lamento no haber bajado el abrigo, o por lo menos mi mochila con los cuadernos para escribir la historia: “De cuando hube de pasar la noche a la intemperie en una pequeña estación de Burgos”. Pero resulta que no, que llego justo a tiempo. Y la siguiente parada es Vitoria, que ya estando tan cerca de mi destino no sé si me compensa perderme allí o esperarme a llegar a San Sebastián.

Parece que el cielo se fuera a caer. Las nubes se difuminan con las montañas verdes y el sol está dispuesto a irse. Los pinos, tan altos, se funden con las torres de electricidad. Y los túneles empiezan a sucederse con elegante frecuencia.

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Al entrar en la ciudad me parece ver que dejáramos Anoeta a la derecha. Y al llegar al final del recorrido entro al primer bar que hay, donde pido una caña y media ración de rabas, hambriento, aun a riesgo de perder el último tren que me lleve a Zarautz. “Una cañita”, digo, y me llenan un vaso de medio litro que me bebo a trompicones, casi echándomelo por encima como el agua de la ducha.

Voy caminando con gusto por la noche de Donostia, pero tengo que decidir si mi tren estará en la estación de Renfe, anunciada por un cartel a doce minutos a mi derecha, o en la estación de Euskotren, anunciada a diez a la izquierda. Sospecho poder acabar en Bilbao sin darme cuenta, incluso en Barcelona, y habiendo estado tan cerca, pero por casualidad y preguntando un par de veces termino desenvolviéndome con solvencia.

Los vagones huelen bien y todo resulta acogedor. Siempre me parece acertado llegar a una ciudad nueva cuando ha oscurecido y tiene encendidas las farolas. El tren zigzaguea entre pueblos y se mece así por las montañas que acolchan la costa. Zarautz es pequeña y fácil, y me asomo a ver el mar y recorrer el malecón. Recojo las llaves de la habitación que me han dejado y busco un bar donde tomar otra cerveza antes de la cena.

Dos chicas jóvenes hablan sobre cualquier cosa, y les pregunto por algún lugar donde salir de fiesta. Son simpáticas, pero no me dicen “ven con nosotras” ni nada parecido, lo cual era mi intención. Los dos chicos que atienden la barra charlan de música. Una pareja hace un crucigrama compartiendo un vino y tres hombres de avanzada edad, uno de ellos con sombrero y gafas, discuten amistosamente sobre coches. Pido otra “cañita” y me vuelven a llenar lo que me parece una jarra. Y tras haber cenado estupendamente en el Bar Manuela y salido a tomar unos gintonics con la gente de Zarautz, y haber dormido doce horas, quizás un poco más, cojo ya el sábado el tren a las tres y media de la tarde para ir a recorrer la Playa de la Concha y comer en el casco antiguo de San Sebastián.

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Me cruzo con una pequeña taberna donde pruebo, acompañado de un simpático tipo de barriga y bigote, un pintxo increíblemente rico: pan tostado con jamón ibérico, queso de cabra a la plancha con nueces y mermelada de fresa. Le pido otro, y otro. Y otros tantos más, hasta que salgo aturdido, y rascándome la barriga con cautela, del lugar. Me compro un helado de tarta de queso y me paseo por las calles. Paro a comprar un par de ‘rascas’ de la Once por si me hiciera de pronto millonario y no tuviera que volver a trabajar. Pero nada, ni un chelín. Me enredo entre la costa, bajando y subiendo por discretos miradores, por el puerto y hacia las rocas, casi jugándome la vida (ni mucho menos) tratando de hacer la foto que pudiera “reventarlo” en todas mis redes sociales. Me hago tantas selfies a diestro y siniestro que me siento una it girl, como si tuviera miles de admiradoras esperando esto de mí, que solo me falta revolcarme por el suelo de la orilla como las modelos.

Una madre echa a correr. Una niña se ha perdido. Un guitarrista que canta en el paseo avisa por el micrófono. El padre espera con el carrito y la otra hija al lado. Llama a la policía. Pasan diez minutos y aparece la madre, con la niña de la mano.

Bajo a la playa y me echo en la arena, y estoy cerca de quedarme dormido. Llego a cerrar los ojos un rato. Y me levanto como nuevo.

Me enseña alguien un tatuaje, en la espalda. Es un tocón, un árbol que han cortado casi por la base, de la que vuelve a salir una rama con sus hojas:

–Porque sale adelante por cojones –me dice.

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Y, finalmente, caída la noche, me pierdo en lo mejor de San Sebastián, entre pintxos y gente, metiéndome en unos jaleos del copón pidiendo “zurullitos” por lo que se llaman “zuritos” de cerveza, hablando a las universitarias y recorriendo cada calle de bares con tremendas perspectivas. Entro a un local de gente mayor, pensando que se va a liar petarda y que igual eso acaba en orgía, pero la cosa no pasa de un par de bailoteos en los que yo ni participo. Encaro el casino de la ciudad con románticas formas, dispuesto a ganar suficiente dinero como para no tener que volver a Madrid en un tiempo y seguir recorriendo así toda la costa, y tras siete minutos y medio enganchado a la ruletilla electrónica estoy cerca de perder todo lo que tengo e incluso la pose, que casi le quito un par de monedas al chaval de mi lado. Y encima “a las dos son las tres”. Carajo, una hora menos de madrugada. Me he sentado ya en tantas terrazas que no sé a cuál ir, y entro a los baňos a mear como si fuera mi casa, saludando al personal y sin atinar en la taza ni por un momento. Y pienso, “¿de verdad que no habrá un puticlub por aquí cerca?” Más que nada como refugio para una última copa, por si la noche saliera flojita. Que siempre que viaja uno solo espera poder acabar en un puticlub, charlando con las camareras y narrando sus hazañas mientras sorbiera con pajita de una copa de cualquier licor. Pero acabo en Zarautz, sin saber muy bien cómo ni por qué, entre gintonics, hasta que amanezco horas después, sin saber muy bien dónde ni con quién, pero ni solo ni en la habitación a la que vine. Ella parecía Audrey Hepburn con el pelo corto.

El domingo, Ana me lleva a Zumaia, un pueblecito en la costa donde se encuentran los flysch, esos acantilados con grietas que caen en picado al mar y donde, según me explican, se pueden estudiar las edades del planeta. Echamos a andar hacia el pico más alto que asoma, donde las vistas son espectaculares, y hacia el final del camino me invade el vértigo de tales maneras que casi tropiezo entre las piedrecitas y me descuartizo en el barro, que ya pienso que si me pasara eso que al menos alguien me tirara al mar, acantilado abajo, para que pareciera algo más épico, un resbalón a lo grande, y no una torpe caída entre los arbustos.

Ceno en una sidrería, saltando entre los barriles como si fuera un pitufo, para mojar así la carne con patatas y pimientos.

El lunes, desayuno delante de la estación de autobuses de Donosti un trozo de tortilla de patatas con mahonesa y un zumo de naranja, y entro a un hotel que hay, donde pone en la puerta de los baños ‘uso exclusivo para clientes’, y así me cuelo como un fugitivo, con mis bolsas de viaje y todo.

Y mi intención que era venir a San Sebastián unos días para dedicarme a escribir una novela, leer como poco libro y medio, y he terminado sin tocar un folio en todo el fin de semana. Que claro, cualquiera en ciudad con playa, pintxos y cerveza, y algo que ver y de ajetreo, con pueblos alrededor, se termina despistando.

Pienso que podría vivir así un tiempo, y de cama en cama.

Fotografías: Fabricio Triviño y Wiki Commons.

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