Que los argentinos eran personas de altos contrastes me enteré nada más subir al avión. Delante tenía una señora de 80 años, de tobillos hinchados como globos, que desplegó su asiento, quedando éste a un palmo de mi cara. Otra señora, ésta un poco más joven, hizo aspavientos escandalizada, alegándole que no podía recostar su asiento durante el despegue. Mi vecina de enfrente pidió disculpas y lo volvió a colocar en su posición natural, a dos palmos de mi cara. Como es lógico, me dormí. Me desperté en Madrid, en Oporto, en el océano Atlántico; una, dos, tres, cuatro, cinco. Seis veces. Cuando me volví a despertar estábamos ya en Porto Alegre, y una azafata, gritó: “¿Hay algún médico en el avión?”

En ese momento me gustaría haber sido yo. Haber empleado siete u ocho años de mi vida estudiando para recibir en ese mismo avión con asientos de dimensiones pírricas que dispone Aerolíneas Argentinas para hacer un vuelo transatlántico, mi minuto de gloria. Me hubiera levantado serenamente de mi asiento, tras beberme tres o cuatro gintonics que mi sueldo de médico me hubiera permitido costear y hubiera dicho, “no se alarmen, yo soy médico”. En este caso el mérito se lo llevó una mujer de unos 40 años, rubia, más bien bajita, que recorrió el pasillo del avión con un gesto solemne, con cierta heroicidad. Ese tendría que haber sido yo. Podría invitar luego a las azafatas a una copa. Les hubiera preguntado si aquello, lo de necesitar un médico, era frecuente. Me hubieran preguntado por mi vida. Seguramente harían conjeturas sobre mi visita a Argentina. ¿Una operación delicada? ¿Una sugerente oferta de trabajo? ¿Un congreso internacional de medicina, quizás? Yo me hubiera hecho el interesante y hubiera magnificado sus conjeturas con falsa humildad. “Un pequeño asunto”, diría.

Pero yo había optado por otro camino, y ni una sola azafata del millón de vuelos anuales que hay en el mundo preguntaría jamás: ¿Hay algún periodista en el avión? Por suerte o por desgracia, había elegido una profesión donde siempre sería testigo, y no protagonista. Así que observé cómo la doctora recorría el pasillo del avión hasta la parte delantera del mismo. El problema estaba en la fila de delante, en la señora de 80 años con los tobillos como globos, que allí, sobrevolando Porto Alegre, le había dado una pájara de magnitudes épicas. Llevaba once horas en el mismo asiento colocado en 90 grados, obedeciendo estoicamente las órdenes de la mujer que tenía a mi costado, que ahora dormía plácidamente con la boca entreabierta. Me sentí culpable, y solo. Tras unos minutos de inquietud se pudo saber que a la señora le había dado una bajada de tensión. Yo ya estaba empezando a imaginarme un ictus, un derrame cerebral, y cargar con esa culpabilidad nada más aterrizar en mi aventura latinoamericana. “Puede reclinar su asiento si quiere”, le dije. Y pensé, sí, ahora se lo dices, cuando llevamos once horas vuelo…

Lo dicho, los argentinos son gente de contrastes. Da igual que lo que hagas sea legal o ilegal, pero aférrate a ello. Y así va, cuando bajé del avión cogí un taxi para que me llevara hasta Capital Federal por la autopista. Hay dos tipos de conductores. Los que van bien, por su carril, o los que van mal, como el taxista: a 140 kilómetros por hora, zigzagueando y tocando el claxon como un energúmeno cuando alguien se ponía en medio. Esta gente no sabe que existen los intermitentes. Y yo, que no hay nada que me ponga más nervioso que no predecir las intenciones de los demás, pensé que no me podía fiar de un país cuyos conductores no utilizan los intermitentes.

Yo había terminado la carrera y vine aquí para hacer periodismo. Una vez me instalé en un piso, escribí decenas de mails ofreciendo temas a diversos medios escritos. Ninguna respuesta. Pintaba a fracaso de órdago. Pero seguí insistiendo, y vi que había elecciones en Argentina. Y me interesé por el tema, y vi, de nuevo, los contrastes. En Argentina hay dos tipos de votantes, los kirchneristas y los antikirchneristas, los peronistas y los antiperonistas. Y entonces te das cuenta de otro rasgo estereotipado argentino, en muchos casos falso, pero cuyos dirigentes políticos cumplen –y además con muy poco disimulo– a rajatabla: los vendehúmos.

Pronto me di cuenta de que en esta tierra de tahúres, lo que es la política, los argentinos son unos auténticos profesionales. Coge a Scioli y pregúntale por la salud de su abuela. Te contará que está bien, estable, que fue un susto, pero que es importantísimo no votar a Macri porque si uno vota a Macri está siendo cómplice de la devastadora destrucción del país. Si uno vota a Macri se volverá rápidamente a la crisis del 2001, donde los ahorradores decían eso de “che boludo, ¿donde está mi dinero?” y no tan amablemente destrozaban el banco si el dinero no estaba; donde el presidente huía de la Casa Rosada en helicóptero entre una muchedumbre enfurecida. Qué buenos tiempos aquellos. Allí donde tu opositor se podía perder entre las nubes por culpa de unas cuantas malas decisiones. Es una tierra de tahúres, esto de la política argentina, donde los buenos pueden ser malos y los malos pueden ser buenos. Eso seguramente debió pensar algún asesor –eso espero–, alguno de las decenas de asesores que tiene Macri, cuando en el medio de la muchedumbre su jefe empezó a envalentonarse con las promesas, que ya se sabe que con esto de los vitoreos del público uno se gusta y comienza a crecerse. Y ahí estaba su asesor, y Macri, que ya se sentía todo un imparable Pete Doherty y comenzó a prometer: ¡¡¡Rutas!!!! ¡¡¡Puentes!!! ¡¡¡Energía!!! ¡¡¡Viviendas!!! ¡¡¡Cloacas!!! ¡¡¡Agua corriente!!! ¡¡¡Jardines de infantes!!! ¡¡¡Puertos!!!

Me imagino a su asesor, avisando por el pinganillo: “Ts, ts, Jefe, jefe, aquí la salida al mar más cercana está a 900 kilómetros”. Y me imagino a Macri poniendo la mano a modo de visera, achinando los ojos, mirando al horizonte y diciendo: “¿En serio?” Esto evidentemente no pasó, Macri siguió su discurso y los argentinos siguieron preguntándose ¿Macri o Scioli? ¿Scioli o Macri? ¿Scioli es Kirchner? ¿Macri es Menem? Qué lio. Casi como el lio que tuvo éste último cuando prometió en 1996 que Argentina construiría una plataforma en Córdoba desde donde se propulsarían aeronaves espaciales que, una vez superada la atmósfera y llegado a la estratosfera, podrían estar en Japón en una hora y media. Menem cumplió su promesa. Y este proyecto se comenzó a construir, pero no en 1996, sino en 2011. Tampoco fue en Córdoba, ni siquiera en Argentina, ni en Latinoamérica. Fue en Tokio. Argentina sigue por ahora con sus Aerolíneas, con sus señoras de 80 años y tobillos como globos pidiendo un médico por la estrechez de sus asientos. Siempre se recordará como un visionario, a Menem.

Al final el elegido fue Macri, que será el presidente de esta tierra de contrastes: de dólares oficiales y dólares ilegales, de calles chic y calles chof, de Boca o River, de un rico sur y un pobre norte, de los edificios lujosos de Puerto Madero y la miseria de las villas que llevan tal nombre, de lo latino y lo europeizado, del tango y la chacarera, de taxistas encolerizados y conductores sobrios, de Aerolineas Argentinas y naves espaciales estratosféricas.

De una señora de 80 años, con tobillos como globos, bajando de un avión:

–Ay hijo mío, vasha viajecito. Que tengas suerte en la Argentina.

Fotografía: Mónica Martínez

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