El océano despierta resplandeciente. La atmósfera, nítida. El monte Urgull, desde este ángulo, parece la flecha de un arpón desmesurado. Los surfers ya están en el agua. El Kursaal , creo que es el dado que se le cayó a una deidad desde un casino en el Olimpo. Los runners trotan por el paseo y dan media vuelta cuando se me acercan, el cabezal de esta cama es una valla que impide ir más allá. Los jubilados pasean de la mano y me miran con extrañeza. Sin ser un vagabundo creo que este campamento itinerante sorprende a quienes llegan a él, desde donde, recostado como un etrusco, contemplo el mar.

Recuerdo su rostro y se dibuja una sonrisa en el mío.

Ahora, ya en el que era mi destino fijado, necesito plantearme un nuevo reto. Me está apeteciendo merendar en el Café Iruña. Sin prisas, recojo mis cosas, preparo la bici y pedaleo hasta la otra orilla del Urumea. Varios croissants –deliciosos- y un par de cafés, en la terraza junto al puente. Un tipo en bicicleta, con un soporte y su tabla de surf, me indica cómo salir hacia el sur por un bidegorri (carril bici). En Andoáin me detengo, desde aquí se puede iniciar la vía verde de Plazaola, para así entrar en Navarra siguiendo el recorrido del tren txiki; recomendación que me hicieron en Tafalla como alternativa sugerente. Por esta ruta, me voy rumbo a Pamplona, decidido.

Los Caminos Naturales son trazados de otras épocas y, por ello, suponen un encuentro con la ingeniería artesanal, cuando aún se tenía en cuenta a la naturaleza. Desde la estación pedaleo sobre una “imperceptible” pendiente en ascenso. Cada hectómetro asfaltado es una bendición hasta que empieza el repiqueteo, a las dos millas de haber salido. Mis isquion sufren la reverberación incesante de miles de impactos sobre la grava gruesa, lecho de la antigua vía férrea. Kilómetros de dolor, un fantasma imposible de ahuyentar.

Las tres horas de sueño. Las fuerzas menguantes. Los músculos esquilmados de toda reserva. Sólo quedan tres glucomovidas en el “marsupial” del manillar. La penúltima disolución de isotónicos. El traqueteo entre baches y badenes. El alivio transitorio de la arena endurecida de los –catorce- túneles. La vegetación envolvente.

Los rayos de sol atravesando la espesura.

La retahíla de improvisaciones que se extienden desde mi garganta, hacia la floresta, samplers de trinos combinados con frases dementes. El valle de Leitzaran se convierte en purgatorio paradisíaco. Aun así, el cansancio y el dolor se equilibran con la energía de este tránsito tan verde y resplandeciente. Fluyo con la sintonía alegre que emana del río. La paz en la fatiga.

día 6-1

Al cruzar una pasarela observo un puente de piedra por el que puedo llegar a una senda que desciende hasta el lecho del río. El agua y la vida. Deleite ilimitado al zambullirme en una poza gélida. Robinson desnudo emergiendo bajo una cascada. El frescor mitiga las punzadas sordas cuando me tumbo en una gran piedra al sol. Me siento tan vivo y, al mismo tiempo, tan conectado al agua. Dejo mecer mis piernas en el borde del acantilado hasta que son lamidas por aguas efímeras. Trescientos segundos con la mente en blanco, tan sólo concentrado en el discurrir del río sobre mi piel.

A la media hora de ponerme en camino, de nuevo, fulmino las pocas fuerzas que había recuperado en el descanso fluvial. Se esfuman las ganas por seguir pedaleando. La voluntad se me tambalea. Qué estoy haciendo. Para qué. Por qué. A quién se lo dedico. Qué necesito demostrarme. Dónde reside el impulso que me impide detenerme… hasta que llego a un lienzo de agua, en cataratas minimalistas, que ocupa veinte metros de ladera. Paro en seco.

Una pared como dos Muros de Berlín superpuestos por donde desciende la escorrentía entre el musgo y los salientes de roca. Bebo directamente de la montaña. La energía que las gotas atrapan en su vuelo me recarga. Estoy vivo. El dolor es una circunstancia. Estoy vivo. La naturaleza me concede cuanto necesito.

En un mirador, ya en tierras navarras, hago un alto. Los primeros pasos tras bajar de Stendhal parezco una marioneta movida por hilos enredados. Me noto tocado. Tomo la última barrita. Dejo caer un sobre de tomillo y otro de té verde en un botellín, que agito con varios sobrecillos de azúcar. Me enciendo uno. Escribo pensamientos ígneos. La coexistencia con el dolor me resulta fascinante.

Me alejo hacia un claro en el bosque, suelto las riendas para que mi montura disfrute como yo, acariciada por la hierba. En posición flor de loto cierro los ojos y me adentro en un antiguo ritual largo tiempo olvidado. Focalizo las energías que aún residen, ignotas, en mi organismo. Me ausento. El tiempo fluye. Los sonidos del bosque suenan amortiguados. La paz me invade. Regreso renovado.

Alcanzo la boca del túnel de Uitzi -casi tres kilómetros de neblina y penumbra-, durante años fue la serpiente subterránea más larga de la península. Me abrigo con todo lo que traigo y, a pesar de ello, paso un frío de cojones. Calculo que la sensación térmica es inferior a diez grados cuando llego al punto central del túnel. Desciende, entonces, el trazado y vuelo en una experiencia colosal. Todos los lúmenes de mi frontal en un haz circular devorando la oscuridad. Las pedaladas consistentes. La brisa gélida atrancando mis rodillas. La mente vacía. La percepción abierta en toda la amplitud de su espectro.

Me ciega la luz de la tarde.

Invadido por la euforia, al salir a cielo abierto, siento el indescriptible abrazo de los rayos del sol.

día 6-2

Desde el final del túnel –más denso que el de Sábato– hasta que llego a Pamplona, me dedico a surfear el asfalto y las colinas. Las fuerzas recobradas me impulsan con este ahínco que, hace unas horas, me habría parecido surrealista. El vino, y la noche donostiarra. Las millas entre dos mares. El sinfín de postales archivadas en un zócalo entre mis sienes. Las gentes que me han señalado el camino. Los escaladores de Osona. El Ciclista de los Pintanos y el neumático que me regaló junto con la reflexión: siempre que sigas pedaleando tendrá sentido. Pauet, tan entrañable, con su voz aguardentosa. La lengua de Mordor, que en labios de la chica con nombre de ave, casi sonaba a melodía élfica. Los lugares en los que he cerrado bucles que persistían en su espiral. Todas las cervezas isotónicas. Los cambios de rasante en cada puerto de montaña. El alba y el ocaso experimentados en tan diversos paisajes. Los monólogos interiores.

Alcanzo a ver desde un alto los Tres Burgos en la lejanía. La ciudad que vio nacer a mi madre. El reducto de las raíces de nuestro clan. Los influjos de Navarra que planean en mi imaginario. Aún tiene, más sentido si cabe, que el viaje llegue a Pamplona. El reencuentro con la juventud de mi abuelo, entre orfeones y peñas. Las amistades fraguadas junto a la muralla de San Cernín, en el Napardi, o a la orilla del río, en el club de natación. Los paseos por la Media Luna. Las javieradas y el jolgorio. Aflora todo esto mientras cruzo el Portal de Francia, por donde marchó Zumalacárregui. Me tomo un café en el “Iruña” y pedaleo hacia la Ciudadela, recordando los ciervos pastar cuando correteaba por aquí en mi niñez.

Se encienden las estrellas en el firmamento y los pedales me llevan hasta el hogar de mi tía. Me detengo frente al patio trasero, caigo sobre el césped. Un fakir extasiado sobre ínfimos alfileres en forma de gotas de agua. Así tendido, salgo de mi. Sólo siento paz.

Después de una cena que sacia todo mi vacío energético me voy apagando paulatinamente. Converso con mi tía en agradable, y melancólica, sobremesa pero el cansancio se me lleva. En la terraza de la buhardilla hay una hamaca, la cuelgo y me tumbo encima a contemplar la noche. El movimiento pendulante me va meciendo, como a un bebé en brazos, y se me cierran los ojos. La última visión que pasa por mi mente es la del borde de la rendición en Lekunberri, en ese instante, el único modo de continuar ha sido aferrándome a la idea de que portaba una misiva por ser un corredor del Zar.

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