Ilustración: Carlos Santiago

Me gustaría poder escribir que he soñado que soñaba, como un feliz escritor latinoamericano. Pero me temo que eso no es posible. Uno sueña lo que sueña. A uno le persigue lo que le persigue y, en este caso, barrunto, hay una sombra que me acecha, una presencia que se cuela en mis pesadillas y hasta en mis inexplicables alucinaciones dadaístas.

He soñado con Jordi Pujol (el padre, no el hijo). Estábamos en un avión que cubría el trayecto Girona-Phoenix cuando me he encontrado al President en el angosto pasillo, distribuyendo sus bultos y he descubierto sin asombro (en los sueños nunca hay asombro, hasta lo más insólito se acepta con la naturalidad) que el azar nos había asignado asientos contiguos. Pujol me ha pedido si por favor podía ayudarle a subir sus bultos al portamaletas (no llegaba) y yo, naturalmente, he aceptado. Una de sus maletas pesaba como un muerto. No he podido contenerme:

–Pero Presi, ¿qué coño lleva ahí dentro?

–Una estructura de Estado –ha replicado él.

–¿Cuál de ellas, Presi?

–La Enciclopedia Catalana –ha contestado finalmente con una dignidad cortante.

Cuando ya estábamos sentados, haciendo tiempo antes de despegar, y yo ya me estaba colocando los auriculares para perderme definitivamente en la música, se me ha ocurrido preguntar:

–Oiga Presi, ¿le gustan los Manel?

–¿Qué Manel?

–Los Manel.

–¡Manel qué! ¡El apellido! ¿No ve que si no, no caigo?

–No Presi, ¡Manel el grupo!

–Ah, ni idea. ¿Y esos quién coño son?

–Un grupo de música.

–No he escuchado mucha música últimamente, he estado muy liado. Y dígame, ¿los Manel estos, son catalanes?

–Son catalanes, Presi.

–Bien.

Después por fin he conseguido dormir. Dormir dentro del sueño y ahora sí que he logrado abrir un segundo nivel: tener un sueño dentro del sueño. Qué cosas. Demasiadas novelas, Romero, demasiado cuento latinoamericano. Me viene ahora a la cabeza un cuento de García Márquez en que Pablo Neruda va a pasar unos días con el propio García Márquez a su casa de Barcelona y éste le lleva a visitar a una especie de adivina. Después Neruda se echa una siesta en el piso de Márquez en Sarrià y al despertar le dice a su amigo: “He soñado con la adivina”. “¿Y se puede saber qué has soñado?”, le pregunta Márquez. He soñado que soñábamos juntos, le dice Neruda. A lo que Gabo responde: “Eso es de Borges, Pablo”. Pues eso.

Como no podía ser de otra manera, el protagonista del sueño dentro del sueño también es Jordi Pujol (el padre, no el hijo). El avión ya ha llegado a Phoenix y ahí está el President, con una maleta pesadísima, cargada con varios tomos de la Enciclopèdia Catalana, en algún lugar perdido del desierto de Arizona. Y entonces las escenas empiezan a sucederse con la velocidad del cine, que es siempre superior a la de la vida y a la de la literatura. Y el President Pujol aparece en los mercados latinos de Tucson y El Paso, de Sierra Vista, de Agua Prieta y de Mexicali (ya en México), en los puestos fronterizos, en las rotondas donde los trabajadores migrantes buscan un empleo diario. Siempre arrastrando la maleta, que es una forma de hacer viajar a Catalunya, de llevarla a través de desiertos, autopistas y ciudades fronterizas, en una competencia durísima con predicadores evangelistas, estafadores varios y demás vendedores de paraísos portátiles. Recitando en spanglish a los Grandes Cronistas. Recitando a Ramon Muntaner en catalán-english, que es la lengua del futuro, la lengua de Lloret de Mar: el paraíso desechable, el corazón insomne donde ya se está fraguando la Catalunya del mañana. Narrando la epopeya de la Renaixença junto a una vendedora de tortitas. Siempre, en cualquier caso, en el batir incómodo de la vida, que nada tiene que ver con la blanda comodidad de los salones y de las comisiones. A veces en el amanecer pegajoso de las cantinas de la frontera, abrazado a otros, chaparrito como un chicano más –si acaso con una forma algo chistosa de pronunciar la “l”, piensan sus camaradas de compadreo, pero buen tipo después de todo–, entonando la generosa ranchera del adiós.

Ahí está en mi sueño al cuadrado el President: al aire libre y perdido en los grandes espacios abiertos –él, un simple europeo, acostumbrado al comercio y a la política mediterráneas, que siempre se practican con mesura y a cubierto; a lo sumo un montañista de domingo–, donde sucede la Historia, donde se construyen las patrias verdaderas y no en los despachos de los lobbies de la Costa Este donde uno puede ejercer presión pero jamás construir una nación. Las naciones se hacen en los desiertos, en las selvas, en los mares: en los grandes espacios abiertos. Nunca en los despachos, tal vez ahí, ahora lo entiende el President Pujol, residía el error que ahora trata de enmendar llevando la cultura catalana hasta los mismos confines de la civilización, haciéndola popular entre los nadie, entre la mugre de la nación más poderosa de todas. Haciendo suyo ese deseo que André Bretón expresó al final de su vida: el surrealismo debería volver a las cloacas, a la clandestinidad, y empezar de nuevo para hacer la revolución desde abajo.

Ahora, mientras transcribo este sueño, me da la impresión de que el President de alguna manera también buscaba ser perdonado, expurgar todos sus pecados con ese sacrificio a la desesperada. Lo veo arrastrando de nuevo esa pesada maleta que contiene lo esencial para reconstruir Catalunya desde cero en caso de que fuera necesario. Bajito y esforzado, como un temporero mexicano. Y pienso que el perdón afortunadamente es posible.

Y releo una fragmento de la entrevista que Pilar Rahola le hizo al President Mas en La Vanguardia en febrero de 2012:

–¿Es un calvinista en un mundo católico?

–Más luterano que calvinista. Quizás el ADN cultural catalán está mezclado con nuestra larga pertenencia al mundo franco-germánico. En definitiva, Catalunya, doce siglos atrás, pertenecía a la Marca Hispánica y la capital era Aquisgrán, el corazón del imperio de Carlomagno. Algo debe de quedar en nuestro ADN, porque los catalanes tenemos un cordón umbilical que nos hace más germánicos y menos romanos.

Y ante semejante tortilla conceptual prefiero olvidarme y seguir sabiendo, como sabe cualquiera con alguna lectura y con un mínimo de decencia intelectual, que somos culturalmente católicos, latinos y mediterráneos. Como los mallorquines, los valencianos y los andaluces; como los sicilianos y los napolitanos; como los marselleses y los genoveses. Y por ello, ya se sabe, hemos heredado numerosos defectos: una gestión más bien opaca de los asuntos públicos y cierta inclinación al gregarismo, por poner solo un ejemplo. Y alguna que otra virtud: el perdón y una idea algo tribal de la solidaridad familiar. Aparte de eso, todo está por hacer.

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