Las estrechas calles del campo de refugiados palestinos de Balata, a las afueras de Nablús (Territorios Palestinos), recuerdan a las de Baqa’a, su homólogo en Jordania, construido en 1968 para alojar a los miles de habitantes de Gaza y Cisjordania que abandonaron sus hogares tras la ocupación israelí de ambos territorios durante la Guerra de los Seis Días (1967). Situado a 20 kilómetros al norte de Amman, y con una población cercana a los 100.000 habitantes, Baqa’a es el campo de refugiados palestinos más grande del Reino Hachemita de Jordania.

Aunque las similitudes entre ambos campos saltan a la vista –construcciones bajas, densidad de población desproporcionada, callejuelas sucias, angostas y oscuras, decenas de puestos de verduras aglutinados en el bulevar, niños de tres y cuatro años correteando solos por el mercado–, hay una gran diferencia: uno está en Jordania, aislado –en cierto modo– del eterno conflicto entre Palestina e Israel, y el otro, en cambio, se halla en los Territorios Palestinos. Basta observar las fachadas de las viviendas en Balata para comprender que la historia reciente de este campo, habitado por palestinos en su mayoría originarios de Jaffa (localidad hoy anexionada a Tel Aviv) que llegaron aquí tras la guerra árabe-israelí de 1948, en nada se parece a la de Baqa’a.

Una de las estrechas calles de Balata / JAVIER BERNATAS GARAU

Una de las estrechas calles de Balata / JAVIER BERNATAS GARAU

Alrededor de las ventanas, los orificios, todavía intactos, que marcan las paredes de los edificios reflejan las secuelas de los intensos tiroteos que tuvieron lugar en Balata durante la Segunda Intifada y contrastan con la aparente normalidad que se respira hoy en las calles del campo de refugiados más poblado de Cisjordania. Aquí, donde hombres, mujeres y niños viven envueltos en una calma indiscutiblemente tensa, cerca de 130 personas murieron durante los numerosos combates librados entre Ejército de Israel y palestinos a principios de este siglo, en el marco de la Intifada.

Situada a 65 kilómetros al norte de Jerusalén, Nablús, una de las ciudades más castigadas por el Ejército israelí desde la escalada de violencia a finales del 2000, fue un enclave crucial para los sectores más combativos de la resistencia palestina. Aquí nacieron y crecieron muchos de los guerrilleros que perpetraron atentados en Tel Aviv y otras localidades israelíes desde el inicio de la Segunda Intifada. En consecuencia, en febrero del año 2002, el primer ministro Sharon decidió atacar el campo de refugiados de Balata, en Nablús, descrito por el Ejército como un “nido de terroristas”.

Aquí, en las calles de Balata, los efectos de los combates están todavía muy presentes. Si bien la incursión de los tanques, las pedradas y las explosiones forman una parte importante de la memoria colectiva de esta comunidad, las balas todavía incrustadas en los muros mantienen fresco el recuerdo del horror y las enormes fotografías de mártires colgadas de los cables eléctricos  demuestran que la resistencia sigue activa.

A pocos metros del Jaffa Cultural Center –escuela financiada por la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados de Palestina en Oriente Próximo (ACNUR)–, en una de las calles principales del campo, Salam, de siete años, permanece inmóvil frente a la entrada de su casa.  Un enormegraffiti en la pared reclama la libertad de su hermano mayor, que permaneció un año encarcelado en una prisión de Israel. “Ahora Ahmed ya está en casa, mi hermana hizo el graffiti cuando todavía estaba detenido”, explica. Más de 8000 residentes de Balata –que cuenta con una población cercana a los 27000 habitantes– han pasado por cárceles de Israel. Así pues, prácticamente todos los varones de más de veinte años han sido arrestados alguna vez por el Ejército israelí. “Hoy, 170 residentes del campo siguen presos al otro lado del muro”, asegura un trabajador del Jaffa Cultural Center que prefiere no revelar su identidad.

Llama la atención la cantidad de críos que deambulan sin la compañía de un adulto por las laberínticas callejuelas de Balata. Unos, con la mochila a la espalda, vuelven de la escuela. Otros disparan a israelíes imaginarios con sus pistolas de juguete. Y algunos, que vagan sin rumbo con sus amigos, se acercan al intruso (un servidor) a toda prisa. Comienza el interrogatorio: “¿De dónde eres? ¿Eres judío?”. El diálogo posterior es siempre el mismo. Barcelona, fútbol, Messi. Abundan las camisetas falsas del Barça –cuya cruz de Sant Jordi, en el escudo, ha sido desposeída de la barra roja horizontal para evitar cualquier referencia a los templarios y las cruzadas– y la pasión por el deporte rey es una vía de escape para los niños y adultos de Balata, que sueñan con viajar algún día a Barcelona y ver un partido en el Camp Nou.

Un grupo de niños en el campo de refugiados de Balata / JAVIER BERNATAS GARAU

Un grupo de niños en el campo de refugiados de Balata / JAVIER BERNATAS GARAU

No obstante, Balata está a años luz de Barcelona, y no sólo geográficamente. Relata Eddie Vassallo en un artículo sobre el campo de refugiados una anécdota elocuente. Un grupo de niños le preguntaron en una ocasión: “¿España está pasado el checkpoint de Nablús?”. Los checkpoints (controles del Ejército israelí en territorio palestino) son las únicas fronteras que conocen muchos de los habitantes del campo.

La vida en Balata es dura. Aunque no existen cifras oficiales de paro, la tasa de desempleo ronda el 53% y gran parte de la población depende de las ayudas económicas de ACNUR. Además, el crecimiento demográfico ha obligado a construir más y peor. Lo que hace medio siglo era una aglomeración de tiendas de campaña es hoy una pequeña ciudad de edificios irregulares, menudos e inacabados. Los pisos, separados entre sí por finos tabiques que convierten la privacidad de sus habitantes en una quimera, no superan los 70 metros cuadrados.

En la confluencia de la calle del mercado y uno de los infinitos pasajes que la atraviesan, Mustafá regenta un pequeño negocio de dulces. Tiene 61 años. Sus padres, procedentes de Jaffa, huyeron a principios de los 50 y se instalaron aquí. “Aunque nací en Balata, mi verdadero hogar está en Jaffa”, asegura. Desde hace diez años, los 500 shekels –unos 100 euros– mensuales que percibe del negocio son su única fuente de ingresos. Tras una hora larga de conversación, no me deja pagarle por el té y el vaso de agua que me han ofrecido.

Sentada en las escaleras de entrada de la tienda, Sawsan no pierde detalle de la conversación. Tiene nueve años. Forma parte del grupo de danza del Jaffa Cultural Center, con el que tuvo ocasión de viajar a Estados Unidos hace unos meses en el marco de un intercambio financiado por una ONG americana. Es de las pocas niñas de Balata que ha salido de Palestina. “Me lo pasé muy bien allí, bailando con mis amigas, pero me gusta más la vida en Balata”, cuenta. Tiene claros sus motivos, difícilmente comprensibles a ojos de cualquier visitante occidental que se adentre en el bullicio del campo: “Balata es más bonito, las calles, la gente…”.

Niños en Balata / JAVIER BERNATAS GARAU

Un campo de refugiados es, por definición, un recinto erigido para albergar de forma provisional a las personas damnificadas por un conflicto armado o un desastre natural. Aunque considerar Balata un campo de refugiados tras sus más de 60 años de existencia es ciertamente paradójico, algunos de sus habitantes –sobre todo los más mayores– siguen con la mente puesta en Jaffa y consideran este un hogar temporal. Entre los jóvenes, en cambio, no es difícil percibir un sentimiento de orgullo y pertenencia respecto a la tierra que les ha visto nacer. Esta generación, que ya no percibe Balata como un hogar pasajero, no añade la coletilla ‘Refugee Camp’ –nombre completo oficial de Balata– para referirse a su ciudad. Y es que el regreso a orillas del Mediterráneo, donde sus padres o abuelos tuvieron un día su hogar, no es más para ellos que una utopía inconcebible.

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