Fotografía: Anthony Agius

war-finalMe pregunto cuántas historias habrán sucedido delante de una taza de café. Alguien le habrá robado un beso a otra persona, unos principiantes en conocerse íntimamente. También pueden ser despedidas, para un rato o para siempre. Alguien habrá escrito una novela, alguien habrá firmado unos papeles en los que hipotecaba su futuro y, en ocasiones, el de toda la humanidad. Otra persona habrá escrito el guion de su vida, la música de varias generaciones. Seguro que Facebook nació entre cafés y, entre cafés, se declaró la guerra de Iraq o el exterminio kurdo. Ya sea con un café americano o con un café turco acompañado de un par de delicias locales. Y esa manía tan occidental de no echarle azúcar a nada. Algún joven en Siria o en el Norte de África bebería café para despertar la Primavera Árabe y ahora intenta con desesperación entrar en calor en este Invierno Árabe. Que nos ha pillado a todos muy poco abrigados, que en Oriente Medio y en África se supone que no hace frío.

¿El Ayatolá Khomeini lo tomaría descafeinado?, ¿sería así como trajo el islamismo a una sociedad que era abierta y cultísima? ¿Y Bush? ¿Le daría la energía suficiente para ponerse a buscar las supuestas armas de destrucción masiva? ¿Y Europa? Removerá con armonía su café impasible ante el exterminio que se está produciendo a las puertas de sus fronteras. ¿Y en Yemen? Aquel lugar del que nadie se acuerda que está en guerra.

Ojalá nadie tuviera que ser un héroe, que no hubiera a nadie a quién salvar, ni tumbas tempranas que visitar, que ser un héroe te convierte en víctima en estos tiempos. Se acabaron las condecoraciones, los “sir”, hoy todos somos públicamente anónimos, testigos de cómo la humanidad se estrella una vez más. Y quizá, en esta ocasión, nos deberíamos replantear con un café el concepto de humanidad, se lo digo totalmente en serio. Ser mansos e inofensivos ante las desgracias nunca aportó nada bueno. ¿Quién nos va a salvar sino somos nosotros mismos?

No quiero más cafés de despedida, no quiero más cafés amargos entre líderes cínicos y con el corazón más agrio aún, no quiero más lágrimas derramadas sobre un café cuando a una madre o a una esposa le digan que su hijo murió en el frente, que un coche bomba en Siria le alcanzó, que en las aguas de Libia pereció, que atascado en Lesbos se quedó. No quiero más Aylanes ahogándose en mares de café, tan oscuros y cargados que uno no sabe con exactitud cuántas historias truncadas yacen en el fondo convertidas en simples posos de vida. No quiero más ataques xenófobos por tener la piel del color del café, no quiero ver a la humanidad truncándose una vez más en el África negra dónde miles de niños soldados han vendido su futuro cada día, donde los diamantes de sangre son la moneda de cambio y el pan de cada día.

Una cosa debería estar clara: el café, expreso, la humanidad, no.

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