Fotografías de Franco Chiaravalloti

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Quizás no haya otro país en el mundo que contenga en un mismo territorio dos versiones tan opuestas. Existe el Irán oficial, aquel regido por un gobierno que insiste en introducir la religión en cada minuto de la vida de sus habitantes. Pero el Irán real es el otro, el de los ciudadanos que hoy están gestando un cambio social a escondidas, cual hormigas, imperceptible para un Occidente invadido de prejuicios. El autor del artículo recorrió durante un mes los cuatro puntos cardinales de ese Irán, el real: el de las personas, no el de los titulares periodísticos.

“¿Entonces? ¿Te parecemos terroristas o qué?”, me soltó Sara socarronamente mientras me servía faloodeh, un helado típico, en ese improvisado pícnic nocturno que montamos en un parque de Shiraz, su ciudad natal. Le respondí con una sonrisa que ella devolvió del mismo modo, al tiempo que se ajustaba el pañuelo que le cubría parte del cabello. A su lado, Milad, Morteeza y Asal seguían haciendo bromas y sacándose fotos con una curiosa aplicación de móvil.

La pregunta de Sara y mi respuesta resumen perfectamente la idea que aún domina a muchos extranjeros cuando se les menciona Irán. Eso del “Eje del Mal” acuñado por Bush, pensé después, lo que hizo mal fue a la percepción de Occidente hacia la realidad del país del petróleo, las alfombras, el caviar y los pistachos.

El viajero que visita por primera vez Irán suele cargar en su maleta una buena cantidad de ideas perniciosas. Algunas de ellas son corroboradas a lo largo del viaje: convengamos que el país está regido desde hace 38 años por una constitución basada en escrituras religiosas del siglo V, y ello se percibe en la imposibilidad de expresar libremente las propias ideas –están prohibidas las manifestaciones y todos los medios de comunicación son controlados por el gobierno islámico–, o en la obligatoriedad de que las mujeres vistan hijab en lugares públicos, so pena de uno o dos días de cárcel.

Pero muchos de esos prejuicios vuelan por los aires cuando el viajero se atreve a relacionarse con el Irán verdadero, ese que forjan a diario sus habitantes. Acercarse a los iraníes, de hecho, es la misión más sencilla de todas, ya que son ellos los que se aproximan al cauto forastero para iniciar una conversación y mostrar su simpatía e inmensa hospitalidad. Los iraníes son gente que se enamora, que besa, que baila y que canta, si bien todo esto lo deben hacer a escondidas, ya que son actividades condenadas por la ley coránica –sí, incluso enamorarse: ni siquiera está permitido tener novio o novia–.

La buena noticia es que este manto abrumador cubre la vida de las personas puertas afuera. Casi nadie respeta estas normas puertas adentro, y este atrevimiento es lo que hace que exista un país paralelo, el que realmente vale la pena desvelar. Para muestra un botón, o mejor cuatro: en los siguientes apartados relataré las experiencias vividas con algunas de las personas que conocí durante mi periplo. Con ello pretendo contribuir humildemente a eliminar las ideas distorsionadas que, desde hace décadas, nos vienen inoculando los titulares de los diarios o las sobreimpresiones de los informativos. A fin de mantener su privacidad, he modificado los nombres de estas cuatro personas, si bien los hechos descritos son absolutamente reales.

I. Elnur

–Mira, mira. Allí hay una.

Elnur me señaló a una joven que iba cubierta de la cabeza a las rodillas con un chador negro. Debajo lucía unos tejanos ajustados y unos zapatos de tacón bajo. Agazapados a unos metros, Elnur y yo observábamos su sigilosa manera de merodear el acceso a una mezquita del este de Teherán.

–No noto nada –contesté perplejo–. ¿Qué es lo que tengo que ver?

–Las costuras de su chador están del revés. Esa es la señal.

La señal, sí, lo que los hombres le miran a esas chicas. Las costuras del chador a la vista son el signo de que están disponibles para practicar la sigheh, una especie de matrimonio temporal que puede durar cien años, tres meses o quince minutos, según lo que acuerden las partes. En realidad, no es más que una forma de prostitución permitida por las autoridades religiosas: chica y cliente arreglan el precio, acuden a una oficina, se casan, se acuestan, y después del tiempo establecido el matrimonio expira de manera automática. Todo dentro del precepto islámico, “todo muy legal, todo muy hipócrita”, masculló Elnur minutos después.

Durante esa tarde no apareció ningún cliente, aunque Elnur me aseguró que era bastante común ver a hombres en busca de mujeres para casarse por unas horas. Apenas había pasado un día desde mi llegada a Irán y ya tenía semejante material para plasmar en mi cuaderno de viaje. Horas después, en un bar en el que se fuma narguilé, Elnur me veía escribir.

–No quieres dejar escapar nada, ¿eh? –me dijo, y expulsó el humo por la nariz–. Si publicas un artículo con todo esto, envíamelo. Quiero que lo lean mis alumnos.

Elnur es profesor de Sociología en la Universidad de Teherán y el primer amigo que hice en mi periplo, durante el vuelo entre Estambul y la capital iraní. Agnóstico y librepensador, aspira a que el régimen de los ayatolás se extinga bien pronto. “Casi todos los que siguen el Ramadán en Irán lo hace por obligación, no por fe. Apenas el diez por ciento lo respeta con devoción, al noventa restante nos importa un comino”, se aventuró a decir, aunque la cifra lanzada quizás nazca más de su enervación que de un instituto de estadística.

Por la noche, me invitó a cenar a un restaurante del norte de la ciudad para degustar algunas de las delicias de la grandiosa cocina local. Cerré los ojos y olí el aroma del plato que me acababan de traer: unas suculentas albóndigas rellenas de verdura.

–Olvidé el nombre de esta comida… ¿Se llamaba kuse? –pregunté.

Elnur estalló en una carcajada.

–¡No! ¡Kufte, kufte! Cuidado con ir a un restaurante y pedir kuse, que significa “vagina” en persa.

Las risas le dieron pie a Elnur para informarme que al día siguiente, si no tenía planes, me invitaba a iniciar una excursión de tres días por el norte iraní. Sí tenía planes, pero ninguno era mejor que aquél que me proponía. Debo decir que en su ímpetu no se ocultaba ninguna intención propagandística, ya que se afanaba en mostrarme lo glorioso y lo nefasto de su tierra.

Al día siguiente fuimos a recorrer la pintoresca ciudad de Rasht, cercana al mar Caspio. Cada vez que escarbaba mis bolsillos para pagar mi parte del hotel, de la cena o del desayuno, Elnur fruncía el ceño y erguía la espalda.

–Ni se te ocurra –decía–. Eres mi invitado. Punto.

Enseguida aprendí la lección: si en Irán dicen que te invitan, no insistas. Punto.

Mientras bebíamos té en la terraza de un bar céntrico, Elnur continuaba colmándome de datos sobre el país: “La ley le permite al hombre tener hasta cuatro mujeres –explicaba–. Yo, si quisiera, podría tener mi propio harén”. Pero Elnur jamás lo tendría. De hecho, ni siquiera quiere casarse: él tiene 47 años, su novia 36, ambos son profesionales, no desean hijos, cada uno vive en su casa y están bien así; igual que una pareja de Nueva York o de Europa occidental, pero en Teherán.

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Elnur no es el único que se niega a seguir esta práctica, que apenas se cumple en algunas zonas rurales del país. En Irán casi nadie tiene más de una esposa. Hay quien dice que no lo hacen porque resulta muy caro mantener a más de una mujer. Sin embargo, la realidad es que hoy la mujer iraní toma posición: al menos en las grandes ciudades, ya no se deja tratar como un mero bien de uso. “Las mujeres están gestando una revolución sexual”, me dijo varias semanas después el filósofo Daryush Shayegan, una de los pensadores más importantes del país: “Hoy muchas de ellas se niegan a tener hijos, deciden no casarse, vivir una vida independiente o bien en concubinato”.

Y ese cambio, aunque a cuentagotas, se percibe en las calles iraníes. Hoy las mujeres visten la hijab hasta la mitad de la cabeza, cuando hace 20 años no se atrevían siquiera a enseñar la frente. También se observa en las universidades –donde el 70 por ciento de las estudiantes son de sexo femenino–, en el mundo laboral –en el que cada vez más mujeres ocupan cargos jerárquicos– o en el aumento desbocado de los divorcios, muchos de ellos iniciados por las propias esposas. Cada vez que me soltaba estos datos, Elnur elevaba la voz y movía las manos con fervor, quizás como muestra de orgullo hacia esta pequeña gran revolución que, entre bastidores, están gestando sus compatriotas.

Sin embargo, la esperanza por los nuevos aires se ve moderada o incluso aplacada por el incansable aparato propagandístico del régimen, que nos recuerda a cada instante que la voluntad de Alá debe estar por sobre cualquier pretensión individual. Los ojos del ayatolá Jomeini son el látigo que se ciñe sobre nuestras espaldas para mantenernos esta idea siempre fresca, unos ojos omnipresentes en los carteles de todas las ciudades del país, o en el papel moneda, o en las pantallas de la televisión oficial que reproduce sus discursos una y otra vez, día tras día.

–Mira, mira. Allí hay una.

Elnur me expulsó de mis cavilaciones para señalarme a una chica que andaba en bicicleta, actividad que la ley prohíbe terminantemente a las mujeres. “El deseo de libertad son las legañas de esos ojos vigilantes”, me apresuré a escribir en mi cuaderno. La frase me sonó cursi, por eso se la leí a Elnur, para que me diera su opinión. “Qué va, nada de cursi –contestó–. Inclúyela en el artículo que escribirás, y que vas a enviarme”.

De acuerdo, asentí, mientras Elnur pagaba la cuenta del té que habíamos consumido –siempre con su sempiterna sonrisa– y las pedaladas de aquella audaz ciclista se perdían por una callejuela céntrica.

II. Awdel

Después de visitar la pintoresca ciudad de Kashan, mi plan me dirigía a Isfahan, la magnánima capital del antiguo Imperio Persa, tantas veces citada en Las mil y una noches. Para llegar allí, según me aconsejó un lugareño, podía detener en la carretera algún autobús de línea que cubriera el trayecto de 200 kilómetros que separa ambas ciudades. Pero también era posible hacer autostop: “No tengas miedo –me aconsejó–, la gente es confiable aquí”. Dos semanas atrás hubiera sospechado de esas palabras. A esas alturas, ya no tenía dudas de ello.

Y en efecto, no me resultó difícil encontrar un conductor que se detuviera ante mi dedo pulgar apuntando hacia el sur. El chico que iba al volante se llamaba Awdel, y, después de cargar mi mochila y arrancar, me contó en su rudimentario inglés que iba camino a Shiraz para visitar a su pareja. Awdel era alto, guapo, de piel bronceada y cuerpo apolíneo; tenía unos bíceps forjados con horas de gimnasio, barba prolijamente afeitada y una digna imitación de gafas Ray-Ban. Mientras conducía me invitó a beber té y comer pistachos. Después de unos minutos en silencio, me preguntó si era religioso. Rumié las palabras antes de formular una respuesta, pero finalmente me tiré de la moto y le dije que no, que la religión me importa un bledo. Con una sonrisa cómplice, contestó: “Fuck, fuck Islam”. Y rio. No tuve tiempo de sorprenderme, porque en ese momento pasamos frente a una garita policial y el joven soltó “Fuck, fuck police”, y rio otra vez. Lo noté abruptamente distendido, sería por eso que de inmediato me permitió ver unas fotos en su teléfono móvil, todas imágenes del propio Awdel semidesnudo, en las que las luces de estudio realzaban sus pectorales tallados y su abdomen de piedra. Me confesó que trabajaba de masajista en Teherán, y que, si bien allí tiene algunos clientes, le resultaba mucho más rentable ir a Emiratos Árabes, donde los potentados pagan mucho más por sus servicios de masajes y sexo. “Uno de mis clientes de Teherán se llama Carlos –señaló–. Es español, fuimos pareja un tiempo, pero la cosa no cuajó. Él quedó bastante herido. ¿Pero qué puedo hacer si me enamoré de otro?”. Ese otro se llama Alí, el que lo esperaba en Shiraz. Recordé que en este país la homosexualidad está condenada con la pena de muerte; de hecho, a los pocos días de aterrizar supe que el gobierno había ejecutado a un joven de 19 años por cometer tal delito.

El sonido del móvil de Awdel interrumpió mis cavilaciones. El joven contestó, pronunció unas frases en persa y me pasó el aparato.

–¡Bienvenido! Me ha contado Awdel que estás recorriendo el país en solitario. ¿Es eso cierto?

Era Alí. Su tono era chispeante, y su inglés mucho más fluido que el de su novio.

Sí, respondí. Quería resumirle mi periplo, pero no me dio tiempo, ya que de inmediato me habló de su lucha, de los peligros que padecen al vivir esta relación a escondidas en un país como este, de que como ellos hay miles de hombres y mujeres, de los compañeros que han escapado o que incluso fueron ejecutados… Era evidente que, al igual que su novio, Ali tenía ganas de soltar este discurso, y qué mejor que hacerlo con un extranjero ateo. Le respondí que admiraba la lucha secreta que estaban enfrentando pese a que se jugaban la vida a diario; les deseé felicidad, y que ojalá él y Awdel pudieran estar juntos en libertad, sin restricciones. Alí me respondió con una risa que sonó a llanto.

Dos horas después, Awdel me dejó en una importante arteria de Isfahan para que cogiera un taxi hacia el centro y él pudiera seguir su camino. Me estrujó con sus brazos de acero y me despidió con un beso en la mejilla.

III. Nahid

El nivel de inglés de los jóvenes iraníes es sorprendentemente alto. No es infrecuente entablar una conversación casual en la calle, sea con un vendedor de alfombras, sea con un estudiante, y notar su amplitud de vocabulario o la perfección con la que utilizan los tiempos verbales de esta lengua tan diferente a su persa natal. Así me lo demostró Nahid, una joven que visitaba junto a su marido la Mezquita Azul de la ciudad de Tabriz, en el noroeste del país. Esgrimiendo un buen arsenal de phrasal verbs, Nahid pasó sin dilaciones del cortés Where are you from? a invitarme a su ciudad, Kerman, a mil kilómetros de allí. Le dije que aún no estaba seguro si pasaría por esa zona de Irán. De todas maneras, apunté su número y le di las gracias.

Dos semanas después, tras haber recorrido medio país, decidí pues ir a Kerman, urbe de un millón de habitantes erigida en los confines del inmenso desierto de Lut, y no muy lejos del punto más cálido del planeta, en el que se han llegado a registrar temperaturas de 70 grados centígrados. Envié un mensaje a Nahid a través del Telegram –aplicación que en Irán es mucho más popular que Whatsapp–; dudé de que se acordara de mí tras tantos días sin comunicarnos, pero a los pocos minutos recibí una efusiva respuesta: “Claro que te recuerdo. Puedes dormir en la casa de mi familia. Mi hermana te esperará despierta, ella habla inglés. Prepararé una excursión a Meymand, si no tienes otros planes”.

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Sí, los tenía, pero ninguno era mejor que el que ella me proponía. Y en efecto, cuando llegué por la madrugada a la casa de la familia de Nahid me esperaban con la cama hecha y el desayuno preparado; además, su madre se ofreció a lavarme la ropa. Ante semejante muestra de hospitalidad, ya no reaccionaba con desconfianza o pensando que al marchar debería dejarles dinero, porque me lo rechazarían. Los iraníes son así, recordé. Y punto.

Por la tarde contratamos un taxi para ir a Meymand, una aldea troglodita de 12.000 años de antigüedad –sí, 12.000– declarada Patrimonio de la Humanidad, cuyas casas están excavadas en la roca. Además de Nahid y el conductor, en ese taxi también viajaban Parisa, hermana de mi anfitriona, y Hozna, amiga de la familia. Me llamó la atención que el esposo de Nahid no se hubiera sumado a la excursión.

Camino al pueblo, mientras atravesábamos el desierto, Nahid me preguntó si bebía alcohol. No esperaba esa pregunta, por lo que mi respuesta fue un titubeante “a veces”. Ya en nuestro destino, me aparté del grupo para apreciar en solitario esas prehistóricas residencias en la que aún viven 47 familias. Cuando regresé al coche, las chicas y el taxista habían preparado un pícnic; no era nada extraño estando en el país de los pícnics, donde se montan a toda hora y en todo lugar.

La escena era puro jolgorio: el chofer reía con un vaso de plástico en una mano y un bocadillo en la otra, mientras que los cabellos de las chicas se revolvían al son del viento cálido, liberados ya de las telas que los cubrían. Al mismo tiempo, de los altavoces del coche manaba una canción pop que las hacía bailar como posesas. Me sentí contrariado, ya que hasta entonces no había visto a ninguna mujer que no llevara velo, y menos moviéndose de esa manera. Todos soltaban carcajadas y se pasaban una botella de plástico de la que se servían un líquido cobrizo. Con histrionismo, me invitaron a unirme a la fiesta.

Esta escena, en Irán solo puede ser posible dentro de un piso, todos protegidos bajo llave, o bien lejos, muy lejos de las ciudades, a salvo de los ojos de la Policía Moral, agentes que velan por el cumplimiento de la norma islámica. Recordé entonces la información que días atrás había obtenido de Clara, una viajera alemana con la que coincidí en Shiraz. Clara había sido invitada a una fiesta secreta –las fiestas están prohibidas, si bien todo el mundo las celebra–, en la que solo había cinco latas de cerveza para diez personas –el alcohol también está prohibido, aunque se consigue de contrabando a precios astronómicos–. El encuentro era en Isfahan, pero bien podría haber sido en Hamburgo o en Berlín: ninguna chica llevaba hijab (“se lo arrancaban de la cabeza con odio apenas entrar al piso”), y varias de ellas lucían tacones y minifalda. Bailaban con desenfado. Tras algunos sorbos de cerveza, Clara entró en confianza con una joven que le confesó que, dado que no se permite tener novio, está muy extendida la práctica de sexo anal para llegar vírgenes al matrimonio. También que, como las cirujías estéticas son en extremo baratas, las iraníes se operan casi todo: labios, arrugas, senos, glúteos… “Y narices”, pensé, ya que en Irán todas las narices parecen estar hechas con el mismo molde, y es frecuente cruzarse en la calle a mujeres llevando una pequeña venda sobre el tabique.

Mientras Nahid, Parisa y Hozna continuaban con su baile en medio del desierto, observé sus narices, y sí, me parecieron iguales. Las tres reían con alaridos mientras el taxista aplaudía. Todos llevaban una taja considerable, y en lugar de preguntarme cómo demonios haría el chofer para conducir en ese estado, me dediqué a contemplar la escena. Nahid se me acercó y me ofreció un vaso que contenía una generosa cantidad del líquido cobrizo.

–Coñac traído de Emiratos Árabes. Cien euros la botella. Bebe.

Bebí. El brebaje era espantoso. Con una sonrisa etílica, aunque llena de vida, Nahid esperaba a que dijera algo. No me fue difícil simular agrado.

–Me encanta, está buenísimo –dije, y reí.

IV. Hossein

El khakshir es un refresco hecho a base de agua de rosas y semillas de una planta herbácea llamada tef, ideal para saciar la sed durante las sofocantes tardes del verano iraní. Cuando lo bebí por primera vez, las semillas me hicieron cosquillas en la lengua; fue por ello que sonreí, y no por el giro inesperadamente íntimo que había cobrado la charla que estaba entablando con Hossein, un fervoroso activista del veganismo originario de Teherán.

–Es tanta la represión sexual de este país que todo el mundo se masturba tres, cuatro, cinco veces al día. Yo mismo me masturbo mucho. Las páginas porno están prohibidas aquí, por supuesto, pero todos tenemos los filtros para desbloquearlas. Irán debe ser el país que más porno consume en el mundo.

El propio Hossein sacó el tema tras relatarme las desventuras en su intento por enamorar a Kimia, una compañera del grupo vegetariano al que pertenece.

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–En Irán no es fácil ligar. No tengo donde quedar con Kimia. En mi casa o en la de ella es imposible, porque aún vivimos con nuestros padres. Además, apenas intentas dar un beso en los parques ya viene la poli a sancionarte. Yo quisiera estar con una chica que siguiera mi misma filosofía de vida, por eso seguiré intentándolo con Kimia. Aunque no sé si le gusto. ¿Tú qué harías, qué me aconsejas? Una vez intenté ligar con la web veggiedate.com pero no me dio resultado. Ese tipo de cosas solo funcionan en Europa.

Le dio un sorbo a su khakshir y, sin mirarme, agregó:

–Tengo 24 años y todavía soy virgen.

Su gesto se tornó adusto, por eso decidí volver al tema del que estábamos hablando inicialmente. Le pregunté de qué modo llevaba su vida vegana en un país abrumadoramente carnívoro.

–Sumando fuerzas a través de la tecnología. En Irán somos pocos pero muy activos. Administro un grupo en Telegram de unas 4.000 personas, gracias al cual nos mantenemos al día del panorama vegano y vegetariano del país. Subtitulé al persa el documental holandés Meat the Truth, que hoy tiene miles de visitas en YouTube. También llevo una página web, y nos intercambiamos material mediante Instagram, Dropbox o Smashwords. Desde que mejoró la conexión a internet en el país, hace unos tres años, el grupo fue creciendo exponencialmente. Aún me sorprende que en Irán exista tanta gente como yo.

Me alegré de que hubiera recuperado el entusiasmo inicial de nuestra charla. Apuró su khakshir y la mirada se le extravió en el fondo del vaso. Me apresuré a formular otra pregunta:

–¿Y qué te dice de todo esto tu familia o tus amigos no veganos?

–Para el resto de la gente somos bichos raros. Muchos se ríen de nosotros, porque ven a esto del vegetarianismo como algo demasiado occidental. Se ríen porque creen que tenemos que hacer malabares para encontrar nuestros productos o cocinar nuestros platos, pero una vez que adoptas el hábito de comprar vegetales de estación en el mercado y demás productos en tiendas especializadas todo es más fácil. Nuestro verdadero problema son las relaciones sociales, salir con amigos, festejos familiares… Si no estamos con gente con los mismos hábitos, en ocasiones tenemos que comer solos.

Volvió a hacer silencio, volvió a mirar el fondo del vaso. Estaba a punto de formular otra pregunta, pero Hossein se me adelantó:

–En realidad, lo que quisiera es tener una novia crudívora. Kimia no lo es. ¿Crees que debería ser más flexible y buscar una chica con otros hábitos alimentarios?

Le respondí que quizás esa sea una posibilidad. No se me ocurría una respuesta más categórica, quizás porque no pude evitar sentirme incómodo. Aunque me esforzaba en continuar hablando del veganismo, Hossein insistía en regresar –inconscientemente, creo– a temas personales.

–Yo soy virgen con 24, pero mi hermano lo lleva peor, que tiene 30 y aún nada. Y él no es vegetariano.

Asentí con una sonrisa. Decidí preguntarle sobre la relación entre vegetarianismo e Islam.

–Hay quienes sostienen que el vegetarianismo es contrario al Islam –contestó–, pero lo cierto es que cada vez más musulmanes se vuelven vegetarianos. Al gobierno no le importa demasiado lo que hacemos. En ningún pasaje del Corán se condena el vegetarianismo, por eso somos libres de llevar nuestra vida sin ningún impedimento.

Acabé mi vaso succionando las últimas semillas del fondo con la pajita. “Es un gran desintoxicante, el khakshir –apuntó Hossein–. Te deja la piel muy lustrosa”. De nuevo iba a entregarse a sus elucubraciones sentimentales, cuando otra idea relacionada al asunto que nos había reunido en ese bar teheraní atravesó su mente.

–Soy vegano desde los 18. Al principio mis padres creían que estaba loco o enfermo. Pero cuando vieron que dejé de sufrir las jaquecas que me atacaban desde pequeño, o que ya no me resfriaba, incluso ellos decidieron mejorar ligeramente su alimentación. No son vegetarianos, pero al menos conseguí que desayunen únicamente fruta.

Era una victoria, sin duda. Ahora le quedaba superar el otro escollo que lo tenía atribulado. Estuve a punto de aconsejarle que llamara a Kimia, que le dijera que le gusta, que la trajera a este mismo bar a beber esta misma bebida, que intentara cogerle la mano. Pero estábamos en Irán, y no fui capaz de encontrar las palabras adecuadas para expresar esta idea en este contexto.

Ahora fue Hossein quien interrumpió mis cavilaciones.

–Creo que voy a llamarla y traerla aquí mismo. El khakshir de este bar es muy bueno. ¿Qué te parece?

V. Colofón

En un pasaje de la novela Brújula, del autor francés Mathias Enard, el protagonista sostiene que en Irán la gente se ha hecho maestra en el arte del olvido consumiendo drogas, celebrando fiestas o fornicando, quizás corroídos “por una tristeza galopante”. No creo que habite tristeza tras la vitalidad y el atrevimiento que encontré en mis cinco semanas de viaje, sino más bien una sensación de absurdidad, de omnipresente paradoja: a pesar de las ansias de modernidad, el Islam sigue ocupando numerosos resquicios en la vida cotidiana de los iraníes. Las Mezquitas del Viernes son aún el centro neurálgico de todas las ciudades del país, y muchos de sus ciudadanos, a diferencia de lo que sostiene Elnur, siguen estrictamente la norma que obliga la liturgia. Pero tal como afirma el filósofo Daryush Shayegan, las nuevas generaciones están cada vez más alejadas de esta parafernalia: “Irán está gobernado por una revolución religiosa cuya juventud es cada vez menos religiosa, y esto no es más que una respuesta silenciosa a tanta opresión”.

Es probable que esa juventud marque el camino de Irán durante las próximas décadas, gente con las ideas de Elnur, el riesgo de Awdel, los bríos de Nahid o el tesón de Hossein. Aire fresco, diáfano, capaz de borrar de una vez por todas las contradicciones y los prejuicios que aún se ciñen sobre esta tierra gloriosa y milenaria.

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