Sergio Ramos ha demostrado la poca mano que tiene para los idiomas en varias ocasiones. ¿Quién no se acuerda de aquel ‘Morry Crisma’ con el que felicitó la Navidad a los madridistas de medio mundo? Pedirle que pronuncie medio bien el nombre de Hans-Georg Schwarzenbeck sería cruel. Es más, debe haber pocos españoles –entre los que no me incluyo– que sean capaces de decir Hans-Georg Schwarzenbeck sin que un alemán se mee de risa al escucharles. Pero aunque no sepa pronunciar Schwarzenbeck, Sergio Ramos fue precisamente Schwarzenbeck en la final de la Liga de Campeones. ¿Que quién fue Schwarzenbeck? El defensa central del Bayern de Múnich que le empató al Atlético de Madrid la final de la Copa de Europa de 1974. Igualada a uno en el descuento y triunfo 4-0 para los alemanes en el partido de vuelta, ya que en aquellos años todavía no se había inventado la maratón de la prórroga y los penaltis.

Es cierto que el gol de Ramos en Lisboa no fue un trallazo desde su casa, como el que anotó Schwarzenbeck cuatro décadas antes en Bruselas, pero hizo el mismo daño en las entrañas colchoneras. 40 años después, al Atlético se le volvía a escapar la final de la Champions League. La que iba a ser la Primera rojiblanca se convirtió en la Décima del eterno vecino y sempiterno rival. A la misma velocidad que se apagaban los gritos en el Calderón, se encendían las voces en el Bernabéu, callejero de la ciudad arriba.

Como en la Bruselas de 1974, en la Lisboa de 2014 el Atlético hubiera sido un merecido campeón. Se lo merecía por el torneo que había hecho, lleno de golpes y remontadas imposibles. Los puristas recuerdan la bélica semifinal contra el Celtic del 74, ¿pero es que el doble duelo contra el Chelsea de Mourinho no estuvo a la altura de la épica batalla de Glasgow? El Atlético se merecía la orejona por medirse de nuevo a un auténtico equipazo sin ningún tipo de complejo. Por la garra demostrada. Por adelantarse en el marcador. Por darse el lujo de reverdecer a lo gigante el doblete de 1996 con un entrenador, Simeone, que entonces era el centrocampista llegador del equipo de Antic. También se la merecían en el Manzanares para poder homenajear póstumamente a Luis Aragonés: el mismo futbolista que había marcado el 1-0 contra el Bayern 40 años atrás; el mismo entrenador que había dirigido a su Atleti en mil y una etapas; el viejo seleccionador español, campeón de la Eurocopa en 2008, el sabio y abuelo que había fallecido solo unos meses antes de la final lisboeta.

Pero, por encima de todo, el Atlético se merecía el premio gordo de la temporada 2013/2014 por haber recuperado sus esencias después de tantos años a la deriva por culpa de Jesús Gil y sus herederos. España había gozado con la filosofía de contras, defensas mordaces y expeditivas de los atléticos. El Atleti ya no es el Pupas, el Atlético ahora hace pupa. Es una abeja colchonera: trabajadora y con veneno en el aguijón, insecto pilotado por jugadores carismáticos y comprometidos, tan ‘jugones’ como ‘sudones’. En el Estádio da Luz, Villa parecía un juvenil y Godín un colchonero de Carabanchel, por poner dos ejemplos.

El Atleti había empezado a ganar esta Champions cuando levantó en en 2010 la Europa League (la vieja UEFA). En los últimos cuatro años, en Neptuno se han celebrado seis títulos, cuatro europeos. En Cibeles, hasta la Champions de Ramos-Schwarzenbeck, tan solo una Liga y una Copa del Rey. Las trayectorias de los dos finalistas eran evidentes.

A pocos minutos de que acabaran los 90 minutos de la final de Lisboa, tenía escrito esto en mi ordenador: “En Madrid hay tres equipos en Primera División. Uno sabe a lo que juega, otro no sabe cuánto gasta y el tercero hace más de lo que puede. Enhorabuena por el ‘otro’ doblete, atléticos. Bien ganado, era el año”. Hablaba del Atlético, Real y Rayo, por este orden. Sigo pensando lo mismo, aunque Ramos-Schwarzenbeck borrara las dos últimas frases con un cabezazo para la historia. Al Madrid de los millones le salvaron sus genitales, palabra que rima precisamente con millones. Le salvó recuperar su filosofía, la del Madrid ‘ye-ye’, la del Madrid de los García, la del Madrid de la Quinta, la del Madrid ‘delbosquiano’ que arrasó al Valencia camino de la Octava con cinco defensas (Salgado, Karanka, Helguera, Iván Campo y Roberto Carlos) por delante de un portero adolescente (Casillas, que justamente no fue milagroso ante los atléticos) y un delantero que no le metía ni al arco iris (Anelka).

Su historia, la de verdad, salvó al Real Madrid de la chequera. Eso es “ADN Champions”, lo que Florentino Pérez no ha podido comprar, por mucho que se lleve al plantel de gira por las Indias y se gaste 200 millones de euros en tres fichajes para que 70 de esos millones (Illarramendi e Isco) se queden en el banquillo. Bale, el de los 100 millones téoricos, deshizo la igualada en la prórroga y Cristiano Ronaldo, el de los 96 millones reales, se desnudó ante un desnudado Atlético con el 4-1 final. Pero la final era de Ramos, que pese a haber llegado al Madrid pago de la cláusula de rescisión mediante, es lo más parecido en el plantel actual a un jugador del viejo Real, el equipo “eterno”, según L’Equipe, el rey de Europa por derecho y no por billetes. Cuestión de filosofía, la que no debe perder el Atlético del Cholo Simeone: ahí está su norte y ahí está la gloria. Si no pierden el camino, no pasarán 40 años para que regresen a su tercera final de Copa de Europa. Y puede que ese día no juegue Schwarzenbeck en el equipo rival.

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