Fotografía: MuchiGrafía

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Me subo en el coche, enciendo en la radio y escucho una voz que recita en directo: “Quiero ser alemán, quiero ser liberal”. Apago la radio, me froto los ojos y las orejas y vuelvo a encenderla: “Quiero ser el tipo de persona que convierte el dinero en la ley”. Dan ganas de pellizcarse para comprobar si lo que está sonando es real o producto de mi imaginación. Me fijo en el dial. Es la SER. Miro el reloj, pasan las 2 de la mañana. Ato cabos. Está en antena el programa de El Mundo Today y Xoel López. Espero a que se calle la música. Los integrantes de León Benavente arrancan a hablar. Lo hacen en diferido porque sus cuerpos están, reventados por la actuación, a pocos metros de donde me encuentro, en el camerino del festival Sueños de Libertad. O yo al menos me los imagino así, sudorosos, felices, disfrutando del humo aliñado o de algún güiscazo, comentando la jugada, con la mente perdida en las pupilas del público. La coincidencia parece casi milagrosa. Apenas una hora antes de escucharlos en la radio del coche les he visto dejarse la piel en el escenario con una música a medio camino entre lo electrónico y lo rockero que destila una potencia comparable a la carga semántica de sus letras.

Dejo la llave colgando del contacto, pero no enciendo el motor. Escucho. En la emisora, les preguntan cómo les ha influido en su corta trayectoria como grupo –acumulan dos cedés y el segundo, 2, es apenas un recién nacido– el tiempo que pasaron en la banda de Nacho Vegas. Los León Benavente empiezan a disertar sobre la estafa de la crisis, la necesidad de autogestionarse, los viajes, las vivencias, el sinsabor que ha convertido en arte una generación, la suya, que ha llegado a los 40 en condiciones mucho más precarias que las que les prometió un eslogan electoral a los 20 y les aseguró la hipoteca de un banco a los 30. Cuando explican estas cosas no saltan de tópico en tópico. Es una conversación entre amigos, de esas que se tienen al calor de unas cervezas en la playa una noche de verano. O después de unos conciertos como los que acabamos de ver. Se disfruta escuchándoles hablar del dolor innegable sin caer en la rotundidad de quien todo lo sabe, o cree saberlo. Esas reflexiones suenan en las melodías de una banda muy indie que, en cambio, se dedica a granjearse brigadas en vez de fans porque no se ha independizado de la realidad que la rodea. Y que le recita a Merkel, Rajoy y la familia Botín, al sexo que redime a los que se quedan atrapados en el traje gris del oficinista, a quemar el empleo fijo y lanzarse al vacío, a Seseña y la especulación inmobiliaria, a España, nuestra España contemporánea y atávica. A esa España desquiciada, avariciosa y paranoica y, aún así, imposible de doblegar.

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Un solo dato puede patear una crónica, voltearla y dejarla como una tortuga boca arriba. Cuando Quique González desapareció de la tarima de Sueños de Libertad (segunda jornada del festival ibicenco, esta vez al aire libre y con instrumentos eléctricos, aunque se colara alguna guitarra de palo) y entró León Benavente yo no conocía su parentesco musical con Nacho Vegas. Ahora soy capaz de percibir los entresijos de la mezcla. Porque sobre ese mestizaje, se ha levantado una banda que escupe a los antidisturbios que aporrean la humanidad con pelotas de goma o tratados de comercio internacional como el más protestón de los cantautores sin perder, en cambio, actitud y energía cuando saltan al ruedo. Sus canciones son un puñetazo en las costillas que te hace sonreír. Si la insustancialidad musical, lírica y carismática de muchos exponentes de lo que se conoce como indie español fueran los telediarios de hoy, la propuesta de León Benavente vendría a ser como El Intermedio, con la barba y los rizos canosos de Abraham Boba suplantando al Gran Wyoming en la tarea diaria de exorcizar a la tribu de sus corruptelas.

Qué grado de paternidad de este frankenstein musical se le puede atribuir a Nacho Vegas. Esa es la pregunta que me gustaría hacerle al asturiano si estuviera en el asiento del copiloto del coche donde siguen sonando las voces de Boba y sus compadres. Arranco el coche y conduzco. En las rotondas, con cada giro, la cabeza se va al contoneo de Ana Sanjuán, una garganta que cuando se pone a cantar es capaz de convertir su Valle del Guadalquivir en Arkansas y levantar tornados. El grupo que ha cerrado la noche –con otro álbum aún más reciente que el de León Benavente– es gasolina y folklore. Nita y Alejandro Acosta, las dos mitades de Fuel Fandango, han incendiado el sustrato musical andaluz para reinventarlo. Quemar rastrojos, abonar los campos, esperar a que vuelva a alzarse la siembra. A eso suena este grupo, a ritmos conocidos pero atrevidamente reciclados.

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Fuel Fandango se apoya en la voz de su cantante, parte de lo jondo y se va de expedición por las montañas de la electrónica con un abanico por macuto. Lo que hacen proyectos musicales como el de esta cordobesa y este canario por cambiar la arquetípica imagen que de Andalucía (y España) se tiene Despeñaperros (y Pirineos) arriba no lo pagan ni mil campañas de publicidad de la Junta que comanda Susana Díaz, de quien no sabemos si danzaría al son de los caballos salvajes de Aurora, el último disco de Fuel, con la misma rapidez con la que se enfunda los faralaes para acudir a la cita con sus votantes en la Feria de Abril.

Ellos son el colofón a una tarde que se camufló de madrugada, que empezó sonando a folk y acabó confirmando que si en las discotecas más famosas del mundo –situadas no muy lejos de este festival, costas de Ibiza adentro– se le paga una millonada a más de un pinchadiscos en vez de contratar a verdaderos artistas es porque la rentabilidad económica y la sensibilidad musical son dos conceptos que no siempre casan. León Benavente fue la bisagra que sirvió para cambiarle el compás a una jornada que había empezado lisérgica con Ángel Stanich para tranquilizarse con la filosofía acústica de Arizona Baby y hacerle una reverencia al cancionero de Quique González.

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Stanich es un tipo hermético que no da entrevistas. Un sujeto al que ves el día después de los hechos comiéndose un bocata de jamón en uno de los bares más famosos de la isla y no te atreves ni siquiera a mirarle a la cara para comprobar si se le han quedado unas migas de pan enganchadas en la barba. Quizás ahí radique parte de su éxito, en esa capacidad para seguir siendo un desconocido que golpea los sentidos de quienes se cruzan en su camino ácido, una interminable gira que se estira desde hace dos años obligando a los fieles a volver al encuentro del profeta cada vez que visita su localidad. Stanich sale al escenario semana tras semana con ganas de montar más revuelo que Dylan el día que enchufó la guitarra eléctrica en Newport’63. Pero este santanderino (eso dice al menos su web) que una vez accedió a poner música durante una hora en Radio 3 y delante del micro dijo que su madre era de Ronda y que por eso había mamado flamenco de chiquitito no se despega de su acústica para desgranar un repertorio punzante como los cactus que proyectan sus sombras en los desiertos de Nuevo México. Stanich zapatea con sus botas de vaquero, se revuelca por el suelo sin dejar de marcar el compás, pasa de Johnny Cash a Manolo Caracol sin despeinarse la melena y se reivindica como un lujo anticomercial en este siglo XXI instantáneo y escurridizo.

Arizona Baby trae más frontera debajo del brazo. No en vano, son los mentores de Stanich, al que ayudaron a grabar su disco en Valladolid. En la ciudad del Pisuerga, donde la ley la dictaba un sheriff, ginecólogo y machista, ha florecido una escena musical que se ha lanzado por los caminos del country, el folk y el rock más desenchufado, al que destilaban genios de hacer sencillo lo complicado como los Creedence. Las canciones de Arizona Baby transpiran solemnidad, como cuando Javier Vielba, el vocalista de la banda, toma la palabra en cada pausa, estira el índice y filosofa sobre lo mundano y lo divino.

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Ese halo solemne se acrecienta cuando Enrique González Morales salta al ring. Chaleco, Eduardo Ortega (con su violín, sus guitarras y su mandolina incluidas) y Los Detectives, su nueva banda, la que le ha llevado a grabar nuevo disco en fechas recientes. Esas son sus armas. La barba entrecana, la sonrisa pícara, los ojos achinados y ese rostro que a veces se confunde con el del periodista Manuel Jabois, tan madridista e ingenioso como el bueno de Quique, que ejerce de boxeador veterano, de padre del cotarro de ese grupo de músicos que se han reunido en Ibiza para tocar rock and roll, desplegando un repertorio donde se combinan novedades y clásicos, donde él cambia la acústica con la que le canta a Charo por una Gibson eléctrica con la que le pregunta a los mafiosos de la política que dónde está el dinero, hasta que le deja sin sonido un apagón. Que serán dos. Cuando los amperios le nieguen la voz por tercera vez a Quique en lo que va de noche, los fanáticos del madrileño nos temeremos lo peor. Hace apenas un año le vi amagar con la espantada en un concierto en Pamplona, donde se presentó solo y dejó una balada que interpretaba al piano a la mitad porque una chica no paraba de cuchichear con su amiga durante la actuación. Como aquel día en el Zentral de Iruña, el púgil González volvió a levantarse tras el tercer sopetón, rematando una actuación con empaque que confirma que él ha nacido para pelear a la contra. Y salir victorioso del cuadrilátero.

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