Cuando los que somos desprendidos y sensibles –que no es sinónimo de sensibleros– a veces decimos que hay cosas que nos hacen felices, cosas casi vistas como insignificantes por ser muchas efímeras y gratis, ¿a qué nos referimos? ¿Al olor a buen café y a hierba verde recién cortada? ¿A cuando el sol nos da en la cara después de días lloviendo? ¿A un orgasmo mañanero todavía medio dormidos?

Cada cosa que habita, surge u ocurre en nuestro universo particular tiene un valor relativo en una escala acotada sin embargo común –la del uno al diez recurrente– que complicamos con decimales o la hacemos simple dependiendo de a quien se le cuestione. Pero en el caso concreto de los placeres pequeños–o no tan pequeños según con qué se los compare– nos hacen muy felices por igual a cada ser viviente que sepa apreciarlos, si bien conviene considerar que la felicidad no la entendemos nadie desde el mismo punto de vista debido seguramente a cómo desciframos a favor o en contra los múltiples factores que la favorecen o la repelen sin ser de ello totalmente conscientes. A grandes rasgos quiero decir con esto que hay personas menos atrevidas que no se lanzan a ver cómo sería aquello que desean –aludo a cosas generales al alcance de cualquiera– y por esta quietud cobardica se pierden momentos –allá ellos– que otros pillamos al vuelo enloqueciendo de un gozo corto aunque intenso que sin duda nos compensa.

Hablando de atreverse, decir que ser feliz depende de uno mismo sale muy barato. Quienes lo sostienen creen que serlo es un estado de ánimo, que la felicidad se lleva dentro, que se genera en el cerebro, digámoslo de este modo, y que nuestra manera de capear la vida –corriendo los menos riesgos, quedándonos estáticos conformándonos con lo que es– determina que, supuestamente, la disfrutemos con alegría perpetua o por el contrario, al ser osados, la vivamos a trompicones y con heridas que no terminamos de saber cicatrizar, lo que obviamente no es nada bueno porque perdemos ocasiones de ser un poquito más fuertes –si esa pena no la interiorizas y te achica hasta acabar contigo. Hay quien incluso estimula su angustia con cebos que la engordan hasta extremos adictivos, si es posible ser adicto a ella, ya que al menos desde fuera es la impresión que da. Se acomoda uno a la idea de vivir triste y angustiado y ansioso y con la única perspectiva en el horizonte de días amargos y noches insomnes con apenas ratos de descanso, y no contempla más vida que esa, no se incita a sí mismo una alternativa redentora. Quién es uno en medio de tanto ruido, acaba preguntándose.

Del otro lado están los temerarios, los que están felices a ratos, los que cogen los trenes que les pasan por la puerta y se suben a ellos con el riesgo, grave, de equivocarse –y quién no–, los que asumen las consecuencias de fallar. Su personalidad, su carácter, su temperamento no refleja un estado de ánimo feliz perenne sino con altibajos, son caducos por etapas, lo cual es mucho más habitual –y natural– que vivir feliz permanentemente, si es que esto también es posible.

Con todo, cuesta imaginar que haya alguien que viva sin motivaciones –ninguna, ni un atisbo de algún blanco sobre lo negro– igual que cuesta tragar que otros sean felices siempre, sin minutos sueltos u horas o días que les hagan pensar que la vida es una mierda. Con la cabeza fría no veo sensata ni una cosa ni la otra. En todo caso me inclino más a dar por cierta la primera después de lo que uno ve y oye y siente y padece desde que en la niñez empieza a ser activo en lo que pasa y cómplice «gozador» y sufridor de sus efectos.

Démosle crédito a la memoria que silenciosa va jugando su papel. Porque una vez acumulados recuerdos bastantes en nuestra «caja negra cerebral», la memoria sensitiva se apodera de la mente para hacernos revivir episodios que o bien son dolorosos y no queremos reconstruirlos o bien fueron gloriosos y nos morimos, figuradamente, por repetirlos como ocurrieron. Quién no desea besar de nuevo cuando le han besado bien, quién no espera volver a soñar si ha tenido sueños dulces, quién se resiste a plantarse en lo alto de una cima el primero aunque no pueda respirar, a enamorarse, a desnudarse para hacer el amor, a imaginar que le toca la lotería aunque luego solo cobre la pedrea… Un poco de silencio es el bien más preciado en ciertos momentos, igual que lo es un vaso de agua fresca cuando se muere uno de sed.

Ésos son los momentos, ésos. Ésas las cosas pequeñas que en el fondo son las más grandes, las que nos hacen felices a todos.

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