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El diminuto cuerpo de Um Khaled yace en la cuneta. Nació hace 88 años en Alepo, Siria. A lo largo de sus casi nueve décadas de vida, las ha visto de todos los colores. Desde hace ya más de cinco años, cuando el régimen del presidente sirio Bashar al-Asad respondió con una contundencia desmesurada a las primeras protestas pacíficas en Siria, ella y sus compatriotas han visto a su país convertirse en una tierra de muerte y destrucción. Más de 250.000 personas han fallecido desde el inicio del conflicto, según las cifras oficiales, y millones de familias han abandonado sus hogares en busca de refugio. Jordania, Turquía y el Líbano cuentan hoy con altísimos porcentajes de refugiados entre su población.

Um Khaled y su familia emprendieron la huida hace dos meses. Tras dos semanas recibiendo un trato inhumano en Turquía, decidieron buscar refugio en Europa. Pagaron a las mafias gran parte de sus ahorros para cruzar a Lesbos, una de las islas griegas más próximas a la costa occidental turca que ha recibido un mayor flujo de migrantes. “La travesía”, de algo más de dos horas y media, “se nos hizo eterna, me pareció que pasamos la noche entera en el mar”, recuerda Mahmoud, que iba en la misma neumática, de nueve metros de eslora, junto a otras 58 personas. En barcas como esta viajaban los cientos de personas que se han dejado la vida en el Mediterráneo y el mar Egeo en los últimos meses. 

Tras pasar por los centros de registro (ahora reconvertidos, desde la entrada en vigor del pacto entre la Unión Europea y Turquía el pasado 20 de marzo, en centros de detención como el de Moria, en Lesbos), los refugiados han seguido, durante los últimos meses, su camino hacia el norte, pasando por Macedonia y emprendiendo la famosa ruta de los Balcanes hasta conseguir asilo en un país europeo. Pero eso ya es historia. Macedonia cerró sus fronteras hace varias semanas y, desde entonces, miles de refugiados se agolpan a las puertas de un país que se ha llevado por delante las esperanzas de decenas de miles de personas. En Idomeni, un pueblo hasta hace poco desconocido para la mayoría, acampan hacinadas más de 10.000 personas que se encuentran entre la espada y la pared. Atrás, un país, el suyo, en ruinas y extremadamente peligroso. Y delante, una alambrada de espino que marca el final de la que iba a ser su ruta hacia la paz: una Macedonia cerrada a cal y canto.

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Así las cosas, miles de familias de refugiados acampan en Idomeni y a sus alrededores, a la espera de una solución. Desde hace ya varias semanas, organizaciones humanitarias y grupos de voluntarios venidos de muchos rincones del mundo intentan paliar las necesidades más básicas de todas estas personas. El otrora desconocido pueblo griego de Idomeni se ha convertido no sólo en un enorme campo de refugiados, sino también en el centro de operaciones de miles de almas que pretenden devolver algo de dignidad a las víctimas, inocentes y olvidadas, de una de las guerras más sangrientas de las últimas décadas.

Al atardecer, el parking de un hotel de carretera a escasos kilómetros de Idomeni se convierte en el punto de encuentro de decenas de voluntarios que preparan comida, seleccionan ropa y otras donaciones, cargan y descargan camiones llenos de mantas y coordinan equipos de trabajo para volver al trabajo al día siguiente, con destino Idomeni o cualquiera de los otros asentamientos improvisados que salpican la zona.La desesperación y, sobre todo, la impaciencia, se están apoderando poco a poco de todos estos niños a los que les han robado el futuro, padres en busca de dignidad y mujeres a las que se les rompe el alma y saltan las lágrimas al hablar de sus hijos. “A pesar de las bombas y la muerte, empiezo a pensar que estábamos mejor en Siria que aquí”, dice Ahmad levantando la vista al cielo.

Mientras tanto, las trabas burocráticas y la falta de información enervan a refugiados y voluntarios. El proceso de petición de asilo empieza por una entrevista por Skype, para la que hay que pedir hora y que solo tiene lugar un día a la semana, entre las nueve y las diez de la mañana. “He intentado llamar más de cincuenta veces y nadie coge el teléfono, están saturados”, explica Abu Hamza, al borde de un ataque de nervios. Camina con muletas y tiene a cinco hijos a su cargo, con los que acampa en un asentamiento cercano a Idomeni desde principios de marzo. Después de la entrevista se analiza cada caso y, en función de la procedencia y circunstancias de cada refugiado, comienza el proceso de solicitud de asilo, que puede llevar varios meses.

La situación en Idomeni, que empieza a recordar a algunos de los peores episodios de la Europa del siglo XX, empeora cada día. El agua corriente escasea, muchos sobreviven con un pequeño bocadillo y una naranja diaria, y el frío nocturno hiela a los más pequeños. Además, los equipos médicos no dan abasto. La semana pasada, un hombre se prendió fuego y solo la rápida reacción de algunos de sus compañeros evitaron una tragedia.

El diminuto cuerpo de Um Khaled yace en la cuneta. Esta física y psicológicamente exhausta. Derrotada. Muy probablemente, la vitalidad de su bisnieto es lo que la mantiene con vida. Recurriendo al hilo de esperanza que les queda, Um Khaled, su bisnieto, y los otros miles de damnificados por la violencia extrema que azota sus pueblos solo esperan que la generosidad de los voluntarios europeos se vea reflejada en las decisiones que toman sus gobernantes. Por el momento, el viento que llega a Idomeni desde el corazón de la Unión Europea sopla en la dirección opuesta.

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Javier Bernatas es periodista. Ha vivido en Oriente Medio estos últimos años (Jordania, Palestina, Egipto) y ha seguido de cerca el tema de los refugiados. Estuvo en Lesbos como voluntario en el campo (ahora de detención) de Moria entre el 15 y el 20 de marzo. Al día siguiente de que el pacto entre Turquía y la UE entrase en vigor viajó a Idomeni, donde colabora con varias ONGs sobre el terreno haciendo análisis de necesidades en los asentamientos de la zona.

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