En una entrevista concedida a Jordi Évole, Arturo Pérez-Reverte le dibujó al reportero catalán el carácter cainita que parece formar parte del ADN español por medio de una frase que afirmaba haberle escuchado a su compañero de letras Juan Marsé. «En la guerra me jodieron los abuelos; después, en la dictadura, me jodieron los padres, y, ahora, en democracia, me joden los hijos». Así pintaba Marsé a esa parte de la derecha española que nunca ha escondido su desprecio hacia las urnas y los votos, por mucho que apadrine sindicatos y asociaciones de democrática resonancia o encabece manifestaciones parisinas en favor de la libertad de expresión. Pero es que a ese charnego por antonomasia de nombre literario Juan Marsé, el nacionalismo catalán más acérrimo le ignora desde hace décadas y, ahora, con 81 tacos de almanaque en el carné de identidad, al literato pocas esperanzas le quedan de ser profeta en su Barcelona natal. Es el precio que paga el espíritu libre. No elegir trinchera y no callarse lo que a uno le molesta implica recibir hostias sin remedio. En mitad de la frente.

A Leo Bassi le han dado por todos lados en su larga carrera como «bufón», el término que más le gusta a este polifacético showman italiano para autodefinirse. Ayer, mientras debatía en Lavapiés sobre si el humor y la sátira deben tener límites o no en nuestras sociedades veintiunescas, Bassi recitó de corrido la lista de lesiones que le había provocado su cómica irreverencia en cuanto Ignacio Escolar, director de eldiario.es –periódico que organizaba el encuentro–, le cedió el turno de palabra. El relato, mezcla de parte médico y de diario de viaje por la Europa de los fascismos diestros y siniestros, podría resumirse en estos hitos:

1980. Polonia. Un régimen comunista y totalitario domina la vida de los polacos desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Leo Bassi acude a la llamada de Lech Walesa y su sindicato Solidaridad  –no se sorprendan los que catalogarían a Bassi de anticlerical, hablamos de un sindicato de inspiración cristiana– y acaba perseguido por dos perros de presa tras realizar un gag en el que se mofaba de la invasión por parte de la Unión Soviética… ¡de Afganistán! «¿Hay que ver cómo cambian las cosas en menos de cuarenta años, eh?», espetó sonriente al público, dejando entrever que, rojos o azules, si de dar porrazos se trata a la intolerancia le queda como un guante cualquier tipo de uniforme.

Seguimos en la década de los 80. Bassi se traslada a Philadelphia y Bassi sabe que en Philly el 80 por ciento de la población es negra. ¿Dónde narices se han metido los negros entonces si en el teatro donde va actuar solamente hay blancos? Es entonces cuando se dirige a uno de los responsables de la platea y le suelta: «Quiero actuar para los negros. ¿Por qué no vienen?» «Ya sabe, los negros no entienden de teatro. No les interesa. Solo saben de música», escucha como respuesta. Ya saben: la progresista y antiesclavista Philadelphia, donde se abrazaron la campana de la libertad, Benjamin Franklin y todos los mitos fundamentales de la patria que presume de ser la primera democracia del mundo moderno. Ni corto ni perezoso, el inefable Bassi puso rumbo a uno de los barrios netamente afroamericanos de la ciudad. Plantó una escalerilla en el suelo y allí se subió a declamar. Poco tardaron en llegar «unos muchachos» que le propinaron «una paliza mientras coreaban la consigna ‘no queremos payasos blancos que vengan a hacernos creer que los blancos son simpáticos y buenos con nosotros'».

Leo-Bassi

Salto a la península itálica. Tercera parada del Via Crucis particular de este hijo, nieto, bisnieto y tataranieto de cómicos (nacido en Nueva York a causa de los viajes de sus padres, que le llevaron a Australia teniendo solo cinco años, su árbol genealógico se enraiza en la comedia desde antes de la unificación de Italia, allá por los años 30 del siglo XIX). «Unos fascistas me rompieron el dedo mientras actuaba en mi país». Cuarta parada: Berlín, donde cayó el muro y brotó la contracultura de la paz en los alocados años 90. «Tuve que huir de unos militantes de extrema derecha que vinieron a pedirme explicaciones después de un espectáculo». Quinta parada: Madrid, donde se cruzan los caminos y se reparte el carné de madrileño a todo aquel que pasa más de un mes en la ciudad. «Más de una vez me han parado por la calle para decirme que quién me creía yo metiéndome con Dios y con los católicos». En el teatro Alfil intentaron ir más lejos y le pusieron una bomba que, de haber explotado, habría causado una tragedia.

Bassi no se esconde. Le gusta ir al límite. Lo dice. Lo afirma. Lo demostró cuando apareció en las Crónicas Marcianas de Sardà optimizando toda la vis cómica que un excremento de vaca le puede ofrecer a un maestro de la bufonería como él en un país tan amante del humor escatológico como España. «¿Asocias disparar una mierda con libertad», le pregunta aquella noche Sardà, a lo que él responde avisando al público que se prepare porque piensa hacer explotar «una mierda horrible». Para él no hay fronteras en el humor porque el humor «debe sacralizarse». ¿Por que? Porque es «amor entre el humorista y su público», porque «sin amor no existiría el arte de la burla» y porque en todas las sociedades, por muy avanzadas o retrasadas que estén en su capacidad crítica, «siempre hay bufones». Como los de Charlie Hebdo, que no pudieron escapar de sus verdugos y tuvieron peor suerte que el escurridizo Bassi, al que Antonio María Cañizares, hoy cardenal y entonces arzobispo de Toledo, calificó en 2006 de «blasfemo y anticristiano» mientras hacía todo lo posible para que el Ayuntamiento toledano retirara un espectáculo del italiano de la ciudad de El Greco, olvidándose de que Bassi, un cuarto de siglo antes, se la había jugado por los demócratas de Polonia, muchos de ellos católicos practicantes, delante de unos perros adiestrados por el peor de los comunismos.

El sátiro molesta, como molestaban los dibujantes de la Charlie Hebdo. Bassi conoce bien el ambiente cultural de París. Una de sus hermanas vive y actúa desde hace bastante tiempo a orillas del Sena. «Era amiga de Cabu [uno de los viñetistas asesinados por terroristas islámicos]. Tres semanas antes del ataque le contaron que uno de los trabajadores de la revista, mientras fumaba junto a la puerta de la redacción, escuchó gritar desde un coche: ‘Habéis ofendido al profeta y pagaréis las consecuencias'». El gesto instintivo del trabajador de Charlie Hebdo fue anotar rápidamente el número de matrícula de aquel automóvil. La consiguiente llamada alertó a la policía de la amenaza. Nada más se supo de la identidad de los ocupantes de aquel vehículo. Tres semanas después había diez humoristas y dos policías muertos que enterrar junto a una libertad de expresión abaleada. ¿Teoría de la conspiración? «Yo no lo creo», responde Bassi, que advierte de que, pese a haber escuchado de boca de su hermana el relato, «una fuente fiable», esa versión debería confirmarse todas las veces que hiciera falta. Sin embargo, la historia confirma por qué muchos poderosos quieren tapar la boca a los humoristas que no se callan. O, al menos, si el fundamentalismo les hace el trabajo sucio, respiran aliviados. Una mosca cojonera menos que aplastar. Pero, para su desgracia, el moscón de Leo Bassi sigue sobrevolando tras sus orejas. Puestos a que te jodan, mejor repartir primero tirando de ingenio y compromiso.

Fotografías: Wikicommons

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