Me arrastran, me llevan. Contra mi voluntad, una capucha negra me envuelve la cabeza. Escuece y es incómoda, aunque lo peor sean estos grilletes que tensionan mis manos contra la espalda en un postura casi imposible. No sé quiénes son la pareja de extraños que me guían a ambos lados, pero deben ser fuertes y no sólo por la rudeza de sus formas, sino por la capacidad de lastrar mi cuerpo malherido mientras subimos una infinidad de escaleras, cada peldaño como una pena. Una corriente de aire gélido y pútrido roza mis tobillos. No me sostengo porque el miedo me lo impide. Siento mis extremidades entumecidas por mi cautiverio. Inhalo humedad y azufre, una alquimia nauseabunda que se me pega en los pulmones. No veo nada y, sin embargo, noto mis ojos orbitar fuera de la tela. Percato que las suelas de mis custodios deben estar forradas con un tipo de chapa porque sus pisadas son metálicas. Capto también ráfagas de olores a cebolla cortada y azafrán posiblemente de la cocina. Parece sabroso, hace días que no como, ¿será estofado de carne? Daría lo que me queda de vida por un estofado de carne. Ahora, creo que torcemos a una sala cuya madera debe cubrir el suelo porque los pasos crujen y se pierden con el eco. Me acabo de caer, me resbalo al intentar ponerme de pie. Y sin más, recibo un puntapié en el costado que, para mi sorpresa, no me causa dolor porque el terror me narcotiza las percepciones. Me incorporan y una sombra me sobresalta en mi propia oscuridad para escupirme con insultos y amenazas. Estoy seguro de haber visto a mi alma clamándome venganza. Cuánto ven mis ojos sin ver, y cuánto veo sin ser visto.

Suena un reloj de alguna calle o plaza lejana porque oigo el repicar de sus horas un tanto amortiguado. Las campanas me traen recuerdos del día de mi boda y los tres días de fastos en mi honor que decreté en la capital. Qué grandes días de vino y rosas en compañía de amigos y amados. Aún percibo nítidamente la música de los violines llenando la habitación y las risas de los comensales. Los buenos tiempos no duran para siempre. Un gimoteo me saca rápidamente de mi ensimismamiento. Quiero preguntar quién es pero el nudo de flemas estrangula mi garganta y hace vano el intento. El pavor que tiene secuestrado mi cuerpo me abraza como una serpiente deseosa de cobrarse cuanto antes su pieza. Siento que esta ponzoña amarga me carcome como termitas las pocas fuerzas que me quedan. Y qué ironía la mía: reservo energías y el aliento cuando lo menos doloroso sería morir aquí y ahora, como quien apaga una vela, y no ante la barbarie de la sinrazón. ¿Es verdadera Justicia la que es impartida por tus asesinos?

Como un trueno inesperado, un ladrido lleno de rabia me sorprende a mis espaldas. Se me eriza el vello de la nuca y el corazón a galope se me salta de la boca. ¡Aire, aire, para respirar! Abro tanto la boca que trago parte de la tela que me ahoga. Mis alguaciles impiden que caiga de nuevo. Todo es mareante hasta provocarme arcadas que expulsan un vómito seco. Jadeo, me canso. El sofoco infernal que provoca este paño y el baile de sombras desconocidas, es turbador. Me surge un delirio que me adultera la realidad y ante mí aparecen figuras grotescas de viejas deformadas, risas lejanas, leprosos que me abrazan y millones de moscas que cubren mi cuerpo descompuesto e inerte. Me devuelve el conocimiento el sabor salado del sudor que me resbala sobre mi frente. Frío, como esta condena.

Luis XVI parte para a execucao

Oigo el chirrido punzante de una puerta metálica que alguien abre. Sin esperarlo ahora huelo a magnolios y naranjos. El olor del orín de los caballos traspasa los poros de mi capucha tanto como los rayos de sol que se cuelan entre las comisuras. Un zumbido seseante roza mi oído derecho y agito mi cabeza como puedo. A pesar de haber sido muy duro este invierno no ha acabado con las avispas. Yo tenía un jardín que era la envidia de Europa. En él daba grandes recepciones y en uno de ellas cortejé a la que sería mi esposa, una mujer formidable. Mi fortuna fue su maldición porque me acompañará en mi suerte.

Aparecen voces que se tornan en sombras zigzagueantes y se agitan como medusas en mi oscuridad. Dejan de ser murmullos y crecen en gritos agitados. Nos aproximamos. Debe de haber una multitud agolpada en este lugar porque el vocerío no me deja ni escuchar mis pensamientos. Tengo más pánico de una masa sedienta de sangre que de mis verdugos.

Subo las escaleras de un tablado conducido por un soldado. Creo que un capellán lee algún versículo de la Santa Biblia que no aprecio a distinguir por el clamor. El verdugo me quita la capucha y, sin más, todo se enmudece. Era tal el silencio que se podía escuchar el crepitar de algunas antorchas, necesarias en un día tan gélido y lúgubre. Ante mi patíbulo, pude más o menos contar decenas de miles de personas probablemente venidas de sitios muy dispares para la ocasión. No era un día cualquiera. Estaban presentes campesinos, burgueses, militares a caballo, mendigos, traidores, clérigos y comerciantes. Antorchas, horcas, palos y piedras les hacían compañía. Incluso había puestos de comida. No faltaba nadie para deleitarse con este macabro espectáculo: mi asesinato. Nada más les unía a toda esta jauría furiosa que la de ver mi sangre correr por las vetas de la mal afilada guillotina. Hoy se pretende cercenar la Historia de un país. Creen que con mi muerte vendrá la redención de sus males. Ingenuos, qué fácil es caer en el engaño, el terror os perseguirá a cada uno de vosotros.

En un impulso me lanzo desesperado a la barandilla. Quiero dar una última explicación de mi inocencia, un último alegato que pudra sus conciencias por esta injusticia. Mi ejecutor me comenta que no es posible y que necesita cortarme mis cabellos para que la hoja pase limpiamente. Qué deshonor, qué vergüenza. Sin poder negarme veo caer las trazas de mi dignidad por el suelo mientras, al mismo tiempo, me retiran mis atuendos, excepto los zapatos, la camisa y el pantalón.

Redoblan los tambores de un pequeño pelotón militar a los pies del cadalso. La guillotina, aún fresca de sangre de otros ajusticiamientos, está lista. Fue inventada para acelerar las ejecuciones. Qué grande es el progreso. El verdugo me reclina sobre un tablero móvil, y engancha mi cabeza en el hueco del yugo. Ahora sólo veo una cesta de esparto. Inesperadamente el carnicero me pide perdón al oído, pero me parece que es el lamento de un lobo que llora por comerse sus ovejas. A un lado oigo al juez terminando de leer la sentencia. El corazón se me para y la respiración se me seca dentro de los pulmones. Intento levantar la vista y cómo puedo exclamo: “¡Soy inocente de todo cuanto se me ha acusado! ¡Pueblo de Francia, muero inocente!”. Un brillo metálico silbó mi nuca. Y los tambores se detuvieron.

guillotinia

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