«En 2003 salimos todos a pedir que se acabara la Guerra de Irak. ¿Cuánta gente salió en los 90 en España para que se acabara la Guerra de Bosnia? El comportamiento de Izquierda Unida fue vergonzoso. Como Milosevic era un comunista mantenían una relación con el conflicto que era una vergüenza. El comportamiento del PSOE o del PP fue vergonzoso. El Gobierno de Felipe González se comportó de una manera vergonzosa y lo que hizo Javier Solana, ministro de Asuntos Exteriores en aquel momento, fue obsceno. Los periodistas que estuvimos aquí lo sabemos: sabemos cómo se comportaron la política, la diplomacia y los ciudadanos europeos. Todos son culpables de lo que pasó en Sarajevo».

Gervasio Sánchez. Fotoperiodista. Tres décadas documentando el horror de guerras y posguerras.

La primera vez que me tropecé con Gervasio Sánchez yo era un estudiante de Periodismo distraído que no sabía quién era Gervasio Sánchez. En una asignatura de la carrera (¿fotoperiodismo, quizás?) nos hicieron bajar de Bellaterra a Barcelona para ver una exposición fotográfica titulada Vidas minadas. Imágenes, muchas imágenes, de dolor y sufrimiento empezaron a desfilar ante nuestros ojos. Chavales y abuelos de cualquier parte del mundo aparecían mutilados, sangrantes, demediados. Bosnia, Camboya, Centroamérica, Sierra Leona… Daba igual cuál fuera el conflicto, quiénes los buenos y malos, daban igual el objetivo por conquistar o la razón que empujaba a los pueblos a tomar las armas. El daño siempre lo recibían los mismos. La gente que pisaba las bombas tenía aspecto de ser, en primer lugar, pobre, y, en segundo lugar, indefensa. Pensé que eran un reflejo de los países en los que habían nacido, desgarrados por guerras basadas en el asesinato a toda costa. Leyendo los plafones informativos de la exposición me quedé con una frase de Gervasio Sánchez. No la recuerdo literalmente, pero venía a afirmar que a él no le interesaba retratar la guerra. Que odiaba la guerra. Que le interesaban las posguerras. Quería quedarse en el lugar de los hechos cuando los poderosos se daban la mano, cuando se callaban los cañones, cuando llegaba la falsa paz. Falsa paz porque aunque los cañones callasen, no cesaban las explosiones.

Aquella chica subsahariana, aquel chaval camboyano o Adis Smajic, un espigado bosnio que se ha convertido en alguien casi de la familia en los seis años que han pasado desde que vi la exposición hasta que escribo estas líneas, habían sido mutilados por minas antipersona cuando las guerras ya habían acabado. Las ametralladoras callan, pero el suelo ha quedado sembrado de muerte. Hace dos inviernos Gervasio Sánchez vino a Ibiza a dar una conferencia. Mi compañera en Diario de Ibiza, Marta Torres, le hizo una entrevista que debería enseñarse en las Facultades de Comunicación. «La única verdad incuestionable de una guerra son las víctimas». Titular potente para unas líneas con contundencia y consistencia. Porque Gervasio, como escucharíamos después en la conferencia, es de los que no se calla y argumenta sus reflexiones con razones inapelables, las que hablan de los derechos irrenunciables de las personas, empezando por el derecho a la vida. Digna.

Por eso, y aunque ampliase en la charla lo que ya había anticipado en la entrevista («los niños se mueren de malnutrición en Afganistán con talibanes o sin ellos»), de esos 90 minutos a flor de piel me quedo con la colleja que nos dio a los periodistas. Empezando por sí mismo. Nos pellizcó como solo las abuelas o las madres saben hacerlo para que nos pusiéramos delante del espejo y viéramos nuestra porquería personal y laboral. «‘Yo no puedo hacer nada porque trabajo en un periódico que no me deja publicar lo que pienso’. Pues te vas del periódico. Nadie te retiene, nadie te ha convertido en un esclavo. Lo eres porque permites serlo». Grabadas a fuego se me quedaron esas palabras. No hace falta estar en el frente de guerra, agazaparse detrás de coches o trincheras para evitar el zumbido de las balas, dormir con el miedo en el cuerpo o ver cómo un compañero pierde la vida delante de tus narices. Para hacer buen periodismo no hacen falta esas escenas bélicas. Se puede y se debe y se tiene que hacer desde la prensa local, la que, en teoría, tendría que estar más en contacto con la gente, con la calle. Porque sin las miserias personales limpias y depuradas, se convierte en un ejercicio de lo más hipócrita criticar a Zapatero por haber «sextuplicado (¡SEXTUPLICADO!) la venta de armas y haber dejado con una financiación irrisoria la Ley de Memoria histórica a la vez que hablaba de la Alianza de Civilizaciones».

Ayer vi el documental de Alicia de la Cruz que TVE ha emitido en su serial Imprescindibles y que narra la vida y obra de Gervasio Sánchez. Confirmé de una manera más fuerte que nunca –en este tercer tropezón– que lo que le gusta a este cordobés (emigrado a Catalunya de niño y establecido en Zaragoza de adulto) son las buenas noticias. Sus historias empiezan con dolor, pero acaban con esperanza. Con sanación. Escuchar a las voces curtidas de corresponsales como Alfonso Armada o Ramón Lobo decir con admiración que envidian la capacidad de Sánchez para seguir e implicarse con las vidas que retrata pone la piel de gallina. Solo así se puede entender la historia de Adis Smajic, huérfano de padre durante el sitio de Sarajevo.

Fotos en las que aparece con 13 años, tendido en una camilla, con media cara destrozada y un brazo mutilado por la explosión de una mina «que no habría costado más de cinco o seis dólares». Imágenes, siempre en blanco y negro, con muletas. Primeros planos de un rostro que se operó varias veces en una clínica de Barcelona, una cara de la que se seguían extrayendo pequeños fragmentos de metralla años después de la explosión. Partículas metálicas de dolor incrustadas en una piel que había mirado a los ojos de la muerte, pero había sobrevivido. Prótesis, novia, amor, caminar entre sonrisas, fútbol con los amigos entre edificios destruidos, abrazos y el nacimiento de su bebé van ganando terreno ante las instantáneas de los cementerios que se multiplicaron por los Balcanes durante los años 90. Todo empezó en un hospital bordeando la muerte y acabó en un hospital alumbrando la vida. Esa paz futura no olvida el dolor que queda atrás y que, como en España, sigue enterrado en fosas comunes.

Todo captado con el clickclick que gastan los carretes de la Nikon analógica que utiliza Gervasio. Una de sus fotos más famosas, la de la Biblioteca de Sarajevo, ha sufrido el mismo proceso. De destruida a reabierta, este mismo fin de semana, en 22 años, período en el que el periodista no ha dejado de volver y volver a Sarajevo. En el tramo final del documental de De la Cruz explica el porqué. También se pregunta para qué sirve un periodista. Yo creo que su trabajo lo explica perfectamente. Su vida privada, retratada por su mujer y por su hijo, por sus compañeros de fatigas y profesión, también.

«De alguna manera, me siento culpable y vengo para encontrar mis propios equilibrios. Por eso vuelvo a Sarajevo. Cuanto más vuelvo a Sarajevo más me limpio. Como ciudadano e incluso como periodista. Fuimos incapaces de poner fin a la guerra. Algunos de los periodistas murieron, fueron heridos o han sufrido estrés postraumático. Fuimos incapaces de parar la guerra pese a que muchos de los mejores periodistas del mundo estaban aquí e hicimos una gran cobertura por una vez en la vida. Fuimos incapaces, incapaces. ¿De qué sirve nuestro trabajo? De muy poco, de casi nada. Fuimos incapaces de parar los pies a los radicales, a la burocracia europea. La guerra se acabó al final por cansancio, por puro cansancio».

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