Nos prometen un año inolvidable, se conjura el cambio, el movidón. Los presentadores de tertulias aspavientan («elecciones catalanas, independentismo, generales, Casados, ¿podemos o no?, Riveras, Castejones«) y abren mucho los ojos, los abren hasta que se quedan sin párpados como merluzas. Un tiempo nuevo: incluso condecoran los títulos de sus programas con el aliento histórico.

Será una época espléndida para el ruido político. Las guerras de declaraciones sustituirán a los debates de calado, se promoverán jugosos face to face en directo, los tuiteros jadearán de gusto, escucharemos frases absurdas conquistar minutos de pantalla, Antonio García Ferreras sufrirá una fractura de cadera de tanto bamboleo y Sun Tzu (el de El arte de la guerra) pegará la espalda a la pared al ver acercarse a un Rafael Hernando desencajado, con cara de calentura genital.

Nada nuevo. Nos engancharemos a las encuestas, a los barómetros, a los observatorios. Ludopatía electoral. Esas líneas de colores son fáciles de comprender, suben y bajan, surgen casi del vientre del azar como las quinielas, y provocan también un hormigueo adictivo. Además, no son solo líneas, también aparecen porcentajes que dotan al juego de una solemnidad irresistible. Muchos electores, sin apenas darse cuenta, moldearán su voto en función de estas tendencias. Ya decía Pierre Bordieu que las encuestas no reflejan estados de opinión, sino que ayudan a configurarlos… Solo los locos se hospedan voluntariamente en la casa de los fracasados.

Hay ganas de trascendencia, de santificar nuestra propia y nueva Transición, de apretar el botón izquierdo del ratón como si regulásemos el pulso de la Historia. Sin embargo, no ocurrirán cambios radicales porque detrás del descontento del español medio no habita un sentimiento de injusticia social, sino una incomodidad individual y una frustración de las expectativas de éxito. No habrá revolución porque existió el felipismo y el aznarismo y permanece un virus llamado marketing que inocula en la amígdala del ciudadano el sueño de conducir un Mercedes por el asfalto bacheado de su barrio: el engaño de que vestirse de privilegiado quita lo obrero. El español medio prefiere mantener su ropa en el armario y su smartphone pegadito al corazón antes que llenar la boca o calentar las rodillas de los pobres energéticos y los pobres pobres.

Este año, los políticos harán lo de siempre, pero más.

Mariano Rajoy seguirá gesticulando como si el sentido común viviera en su bolsillo; Pedro Sánchez paladeará sin freno la palabra socialista (para él es como un burladero con estufa); Pablo Iglesias sentenciará con la fijeza de Cristo cosas que luego solo insinuará y, al final, olvidará; y Albert Rivera, como antes Rosa Díez, se adaptará al agua como un flotador, sin empaparse nunca. Se derramarán canastas de falacias y fingiremos no detectarlas o no les daremos importancia o las perdonaremos. Si no, ¿qué gracia tendría?

Nos apasionaremos, sin duda, pero no será un año apasionante.

Fotografía: Wikicommons

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