Fotografías: Carlos Bosch
Mi conocimiento de los Balcanes es escasísimo. Mi interés, en cambio, es creciente. El territorio balcánico es esa tesis personal que no he podido empezar. Geográficamente, tan solo he estado en sus puertas y eso fue suficiente para enamorarme de la región donde algún día tuvieron que chocar los mundos romano, eslavo y musulmán. Una vez me monté en un coche en un pueblo del Véneto con la intención de visitar los colores veraniegos de las montañas que rodean Cortina d’Ampezzo. La excursión se nos fue de las manos a mi amigo, el propietario del automóvil, y a mí. Atravesamos los Dolomitas, cruzamos bajo la oscuridad el Tirol austríaco y, al filo de la medianoche, estábamos trepando la tortuosa carretera que salvaba unas montañas que protegían la frontera de Eslovenia. Íbamos sin equipaje y sin destino, así que decidimos dormir en Kransja Gora (dentro del coche, claro). Nos despertamos con el cuerpo entumecido pero con ganas de aventura. Trazamos una línea zigzagueante en el mapa de carreteras con el que contábamos hasta llegar a los quince kilómetros de costa eslovena para darnos un chapuzón en el Adriático. Como cargábamos con un plano del Este italiano y no podíamos internarnos en Eslovenia, fuimos pegados a la frontera transalpina. Circulábamos por carreteras secundarias y pistas forestales que saludaban montañas, granjas, ríos, fuentes y lagunas. Todo era absurdamente feliz. Admiramos el Triglav. Y el lago Bled. Leímos carteles de poblaciones sin vocales en sus topónimos. Charlamos con un periodista montañero sobre el verano en el que Eslovenia se fue a Corea del Sur a jugar un Mundial de fútbol. Nos pusieron una multa de aparcamiento en Piran, donde el baño en el Adriático y donde me esforcé por comprobar si todavía se hablaba italiano en esta bonita ciudadela medieval que en algún siglo pasado rindió vasallaje al Dux de Venecia.
Aquel día caluroso de julio, la vieja Yugoslavia empezó a ser de carne y hueso para mí, aunque solamente le estuviera rozando su mejilla eslovena, la que apenas había sangrado dos décadas atrás. Cuando volvíamos a las autopistas italianas, y cruzábamos las calles de Trieste, grises y tristes, la morriña balcánica me invadía. Esas doce horas en Eslovenia, la mayoría al volante, habían sido suficientes para insuflar vida a los relatos de mi padre sobre Drazen Petrovic. En el baloncestista croata pensaba cuando advertía una vez tras otra en la altura de los eslovenos. Me venían a los ojos las fotos tomadas en los viajes insistentes de esos compañeros de oficio que han pasado más de un estío subiendo de Dubrovnik a Novi Sad para detenerse en lugares como Mostar o Srebrenica. Me maldecía por no haber leído más que cuatro páginas sobre una de las guerras de mi niñez que, sin embargo, no recuerdo en directo. Por caprichos de la memoria, tengo mucho más frescas las imágenes del genocidio de Ruanda que la grisácea estampa del Sarajevo bombardeado pese a que fueron sucesos paralelos en el tiempo. En ambos lugares estuvo escribiendo Alfonso Armada, que cubrió para el diario El País dos de las mayores vergüenzas que vio el final del siglo XX. Para preparar la entrevista que le hicimos unos meses atrás, leí una crónica suya sobre Ruanda, escrita varios años después del genocidio que sufrieron los tutsis a manos de los radicales hutus. Aquellas líneas siguen teniendo validez tres lustros después. El buen periodismo se distingue del fast food informativo que engullimos en estos días inciertos porque se sabe atemporal. Hace unos días tuve esa misma sensación cuando acabé Sarajevo (Malpaso, 2015), el libro que mezcla las crónicas publicadas en sus tres viajes a la capital bosnia (agosto de 1992, diciembre de 1992 y julio de 1993) como corresponsal de El País con las reflexiones y sentimientos que este periodista vigués iba anotando en un cuaderno azul del que no se separó en su primera experiencia como reportero enviado a un conflicto bélico.
Cuando te enfrentas a la prosa de Alfonso Armada por primera vez te tiras de los pelos por no haberle leído antes. Te dan ganas de plantarte delante de tu profesor de Redacción Periodística y pedirle explicaciones. Airadas y contundentes. ¿De qué sirve la carrera de Periodismo si no te empujan a leer a periodistas de verdad? ¿De qué sirve colgar un diploma en la pared si los docentes te han alejado de los maestros del oficio? ¿Para qué invertir cuatro años en una facultad si el profesorado va a enterrar tu motivación a fuerza de prescribirte libros mediocres sobre formatos radiofónicos, iluminación de platós o comunicación multimedia? Hablo de esos libros que apestan a despacho y nacen huérfanos de calle, el hábitat del periodista, el lugar que le permitirá conectar con los sentimientos del público. Esa transmisión con sus lectores es la que establece Alfonso Armada en las crónicas de Sarajevo.
Armada escribía en las páginas de Cultura de El País cuando le ofrecieron cubrir la guerra balcánica. Se lanzó a la piscina porque podía. Llevaba el flotador del sentido común y contaba con las lecturas variopintas y nutritivas que había consumido en su juventud, el fermento de su escritura brillante y modesta. Pero, sobre todo, estaba dotado de la mejor herramienta que puede poseer un periodista: el arte de contar historias ajenas. Su método es bien sencillo: evita ser cronista de sí mismo para darle voz a los personajes con los que se encuentra en el camino. «Contar y andar», lo define Clara Usón en el prólogo de Sarajevo, emparentando a Armada con Chaves Nogales, maestro olvidado de la crónica periodística del que, evidentemente, no nos hablaron en la facultad. Repasar las andanzas del periodista gallego por las calles de la capital bosnia corroboran el retrato de la autora de La hija del Este.
¿Qué hace Armada en Sarajevo? Rebusca en los escombros de una ciudad que se resiste a entregarle su dignidad al enemigo hasta hallar la vida donde solo se aprecia muerte. El Armada que fue a Bosnia a enamorarse de la gente de un país golpeado por los serbios y traicionado por los croatas es capaz de rascar en la miseria humana que todo lo envuelve para rescatar a la compañía teatral que representa una obra debajo de las bombas. Ensalza a la familia que mantiene un huerto en su casa sin temor a los francotiradores que acechan en las colinas junto a las que acaba el vecindario. Dibuja los chapoteos en los ríos de los jóvenes que no han escapado del país, estampas veraniegas que plantan oasis de paz en medio del desierto de la guerra. Atiende a las tertulias que intentan reconstruir en vano la Sarajevo que pasó en apenas un lustro de parecerse a la Toledo de las tres culturas a asemejarse al Berlín de la primavera de 1945. Escucha el castellano antiguo de los judíos bosnios que sueñan con volver a Sefarad cinco siglos después de su expulsión. Retrata al pilluelo que les descubre los secretos de la biblioteca que pulverizaron los cañones chetniks. Tiende un altavoz a las mujeres violadas para que digan bien alto que, aunque la deshumanización de la milicia serbonosnia les haya partido la vida, no se van a doblegar ante la barbarie. Palpa en los civiles los estragos que causan las privaciones de alimento, de energía, de medicinas, de calor humano. Y no le tiembla la pluma para escribir sobre las vidas que se van por el sumidero, sobre los cadáveres que el nacionalismo arroja a los ríos o entierra en las fosas comunes que se esparcen por las cunetas de un país que sobrecoge al periodista tanto por su belleza como por el sadismo de algunos de sus habitantes.
Sarajevo es periodismo hecho en la calle mientras todo explota alrededor. Y, sin embargo, no hay una pizca de heroicidad. El narrador no quiere ser el protagonista de una película de acción, solo testigo de la vergonzosa actuación de las naciones que se llaman a sí mismas democracias. Armada, sin caer en el infantilismo de la subjetividad, huye de la equidistancia y se alinea con los que sufren. Sus textos periodísticos son un viaje donde la prosa, dinámica y tan cargada de datos como de descripciones, reivindica el papel de los que salvan y conservan el pulso de un país frente a los que solo se ocupan de desangrar venas y detener corazones. A estos últimos les interroga sin miedo. ¿Por qué este dolor? ¿Hasta cuándo este sufrimiento? Estas son las preguntas que se descuelgan en los diálogos que ocasionalmente mantiene el periodista con generales, comisarios y políticos.
Ni siquiera Susan Sontag o Juan Goytisolo, a los que admira el cronista, son tratados como espectadores VIP de la tragedia. Cuando charla con ellos, Armada es capaz de desvelar por qué dos escritores de prestigio mundial abandonan la comodidad del Primer Mundo para adentrarse en un infierno de pólvora y sangre. La razón es la empatía con el sufridor, la necesidad de denunciar donde sea necesario la violación sistemática de los Derechos Humanos. En las anotaciones personales de Armada, escribir se convierte en condena y salvación. «¿Quién le hará caso a mis crónicas si el propio periódico no las valora lo suficiente, negándome medios y espacio?», se pregunta en más de una ocasión. «¿Qué otra cosa puedo hacer que seguir escribiendo para procesar esta sinrazón humana?», se responde en su cuaderno azul. En esas páginas íntimas Armada se desnuda a la luz de una vela en el Holliday Inn, el hotel de los periodistas, donde no impactan los proyectiles pero desde donde se otea el drama humano con el que cada día se topa cuando baja al mundo real y recorre la Avenida de los Francotiradores. Sus amores, su familia, su afición por el teatro, su Galicia natal y su Madrid de adopción forman un mejunje metafísico con el que intenta explicar por qué la Guerra de Bosnia transcurre ante los ojos de Occidente como si fuera cine bélico.
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Hoy es 11 de julio y vuelve a haber entierros en Srebrenica. Aún falta recuperar un millar de cuerpos de entre los más de 8.000 cadáveres que provocó la matanza ideada por Ratko Mladic, de la que se cumplen 20 años en estos días. Hasta hace un par de veranos, Armada tenía dos asignaturas pendientes. Una era volver a Bosnia, donde no ponía un pie desde el estío de 1993. La otra era visitar el enclave de Srebrenica, al que no se atrevió a ir durante su tiempo como enviado especial de El País a la antigua Yugoslavia. Ese viaje implicaba jugarse el pellejo hasta límites insospechados. El cerco chetnik permitió a Mladic y los suyos exterminar a millares de musulmanes con total impunidad, una vez maniatadas las Naciones Unidas, que con gusto miraron hacia otro lado. Para saldar esa deuda, el ahora periodista de ABC regresó a los Balcanes en 2013. Con ese viaje, acompañado por Gervasio Sánchez, finaliza Sarajevo. Pese a todo el sufrimiento que condensan las páginas azuladas del libro, que imitan a las del cuaderno que le acompañó hace 20 años, estas 200 páginas son un canto a la vida. Un canto, por tanto, al periodismo. O viceversa. Si algún día recorro las calles de la capital de Bosnia, la sensación será especial y la culpa la tendrá la obra homónima de Alfonso Armada. Ese día que no ha llegado sé que sentiré el latido de los Balcanes con toda su fuerza en las suelas de mis zapatos.