Cuando me paro a pensar en algunos trabajos que no son habituales pero que hace la gente por gusto y no por obligación, intento ponerme en su lugar imaginándome cómo es para ellos una jornada cualquiera. Para alguien que tiene una granja de caracoles, pongo por caso, o para un cantero, o para una costurera fichada por una firma de alta costura cuya labor durante días (como para otras compañeras) es coser las seis mil perlas —sí, digo bien, seis mil— que va a llevar el vestido que lucirá una actriz —por cierto, de piel oscura— en un evento selectísimo. Estas mujeres cuando salen del taller y se van a su casa deben de soñar con bolitas blancas las noches de esos días, me figuro, y les dolerán las manos por el esfuerzo continuo de mover los músculos de tal manera que para coger la perla, clavar la aguja con ella en la tela y volver a sacarla por el otro lado ni parpadeen medio segundo para hacerlo en el menor tiempo posible. Semejante tarea de finura extrema ni siquiera estoy segura de que, una vez terminada la prenda y puesta sobre el cuerpo de la actriz en cuestión, dé un resultado que merezca la pena. Es un exhibicionismo del que a título personal no soy muy partidaria, y además veo de justicia que gran parte del mérito se lo lleven las costureras y no todo quien ha hecho el diseño ni tampoco quien lo luce, por fantástica que digan que está con él. Las que han cosido como posesas y se han dejado los ojos para que alguien por unas horas se cubra de gloria de arriba abajo merecen una medalla al mérito en paciencia, amén de algunos euros. Y de paso, digo yo, que le den un Óscar Honorífico al inventor del dedal.

La paciencia también marca la jornada laboral de un helicicultor (el que cría caracoles), o es al menos lo que me viene inmediatamente a la cabeza cuando me pongo en situación. Una asociación de ideas ésta que no se corresponde con la realidad, porque me imagino que criar caracoles no supone en ningún momento el proceso contemplarlos mientras se mueven por el semillero donde viven. De hecho es un trabajo que se puede compatibilizar con otro al ser la época de cría de primavera a octubre, y el resto del año estos moluscos pueden estar hibernando para ponerse rollizos de cara a criar el año próximo. Había leído que su baba se ha convertido en el nuevo milagro cosmético, un hito en el mundo de la belleza si bien desconocido, qué raro, durante miles de años —lo cual no me cuadra del todo, aunque tampoco me suena que los antiguos usaran babas para ver en sus esposas clones de Cleopatra. No pasaron de la leche de burra, o de lo que fuera—, pero también he descubierto que sus huevas son conocidas como el caviar blanco, cosa curiosa, y que por ejemplo en Francia el paté de caracol es considerado una delicatessen. Tanto es así que en España no damos abasto produciendo. Caray. Quién nos lo iba a decir a los niños de pueblo que nos criamos haciendo ascos a los caracoles que despegábamos de los muros de la parra que había en casa.

En cuanto a imaginarme siendo maestra-cantera, me recuerda —vale, lo sé, no se trata exactamente de lo mismo pero hablamos de bloques de piedra— al Tom Builder de Los pilares de la tierra de Follet, La catedral del mar del Arnau de Falcones y el puente construido por las tropas romanas en terreno conquistado germano del Circo Máximo de Posteguillo (que finalmente fue de madera usando la piedra solo para los enormes anclajes), tres construcciones monumentales que quitaron el sueño a sus protagonistas, aferrados a la idea de que un día las verían levantadas, como así fue.

Lo de coger un bloque de piedra y ver por dónde entrarle para sacar de él una obra de arte ni de lejos es una cosa simple, ni mucho menos. Yerra quien piense que un cantero de hoy en día no ha hecho carrera de esto, y más porque viene de atrás. Así era ya cuando yo fui universitaria y la avanzadilla de la Escuela de Canteros de Pontevedra, casi todos chicos pero en medio había heroínas (conocí a una), descendientes de canteros algunos, flamantes ascendientes otros, fueron los primeros en dejarse manos, brazos y espalda —y los músculos correspondientes— para conseguir el título. Cinco años como Dios manda y los exámenes de rigor para llamarse legalmente también universitarios. Y todo esto partiendo de un dibujo previo, martillo, cincel o escoplo, pulso firme y a picar. Imprescindible otra vez su dosis de paciencia. Y saber escuchar a la piedra, oírla respirar, sentir por dónde suda o por dónde no se le puede atacar. Ésa es la ciencia. Mezclan su piel con el polvo mientras cincelan un cruceiro, un pedestal, un lavadero, una columna, un escudo de armas, una fuente, una gárgola, un caballo relinchando con las patas en alto y las largas crines al viento. Son arquitectos de la curva y del ángulo, ingenieros del granito, creadores de aristas. No hay guantes gruesos que aguanten la magia que nace de un bloque que antes no tenía forma alguna.

Si me concentro mucho hasta puedo llegar a sentir en mis manos el dolor invicto que seguro deja un día entero en ese tajo que por los siglos de los siglos ha hecho del hombre, y de la mujer, la especie más mañosa que haya parido madre. Necesidad obliga. Y ahora también el arte.

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