El tiempo es reversible. Eso dice la editorial Círculo de Tiza, y a mí me apetece creérmelo. Así que en pleno 2015, Francisco Umbral me concede una entrevista. Es mentira, amor (hasta sus coletillas se me pegan). O sea, cuando el maestro se recline en su sillón con jersey negro de cuello-calcetín y espere mis preguntas, y respiren las teclas callosas de su Olivetti roja, porque la prosa de Paco vive a golpes; cuando escriba eso, me lo estaré inventando, aunque sus palabras indiquen lo contrario.

Me entero por Manuel Jabois de que la dacha, a cuya piscina el autor arrojaba los libros que no le gustaban (¿sabrá nadar la mala literatura?), está en Majadahonda. Dice Jabois que florecen los ciruelos, los abetos y un pino. Y yo, que nunca he visto un ciruelo, los detecto por eliminación mientras entro a la casa. Umbral se empuja un vaso de agua con hielo, es lo único que sabe cocinar. No me saluda. Va todo de negro como una urraca sin gargajo. La chaqueta del traje y los pantalones pertenecen a otra época. Enseguida caigo: viste el mismo conjunto que en aquella entrevista de RTVE de 1978.

“Buenos días”, aguanto en pie, quebradizo porque el genio impone aunque sea un holograma. No saluda, el rechazo de toda trivialidad trasciende sus textos.

–¿Bueno, pues usted dirá?

–¿Así? ¿ya? ¿empiezo ya? — joder, qué nervios.

–No, si le parece a usted, le invito al cine.

Me río, pero él no. Rastreo el libro, con eso de que es una entrevista imaginada, no he preparado cuestionario. Empezaré a brocha gorda.

–Hablemos de lo que usted llamó la Santa Transición. ¿Por qué esa denominación?

–El prestigio y la leyenda de los años 70 ha llegado a tal éxtasis que no se la puede catalogar de otra forma.

–El cambio, sin embargo, no cubrió sus expectativas…

–Muchos quemamos nuestra juventud en tres salas de espera, hemos sido tres generaciones en una, tejimos y destejimos largamente la utopía, penélopes con barba de progre, para encontrarnos, cuando ya todo parecía consolidado, que lo que venía era el socialismo de derechas de Felipe, la guerra carlista de ETA, el yoclaudio de las opas… Creíamos que estábamos esperando el futuro, aguantando la noche a base de chivas y parla…

–Parece que lo dice con escarnio, menospreciando el efecto de aquella tarea…

–Digamos que matamos al dictador de muerte natural.

–¿Cómo podía España, después de cuarenta años, no virar radicalmente? ¿Cómo pudo sustentar con su voto a la UCD?

–El partido de Suárez proponía ese modelo de sociedad que no nos habíamos jugado porque ya estaba aquí desde hace tiempo, armando su zarabanda consumista en torno a la lucecita del Pardo. Se apagó la lucecita y se encendieron otras mil, en cambio: luces de la orgía perpetua y la verbena neocapitalista, que es la primera que envió Dios a los españoles después de cuarenta años cuaresmales. No venía la revolución, sino el sueño americano, y el PSOE en lugar de cortar la tendencia y de remover las estructuras feudales y paleocristianas, las agravó.

–España terminó pareciéndose a Franco

Sus párpados agradecen que recupere literalmente una de sus frases. Lo intuyo debajo del cristal de sus gafas cuadradas, se parecen a las mamparas de las visitas carcelarias, no me atrevo a preguntar quién está en el lado libre.

–La hipóstasis del dictador: se empieza siendo dictador para salvar la patria, y la patria acaba siendo uno mismo.

–Como sociólogo de periódico, ¿qué cree que esperaba la gente de las elecciones?

–En junio del 76 me pasé por la Plaza Mayor a mirar a los que miraban las listas de nombres para el referéndum de la Ley para la Reforma Política. La gente no sólo buscaba su nombre, sino también a la Duquesa de Alba, a Victoria Vera, a Sarita Montiel. Lo que gusta de la democracia es eso: el verse uno en la papeleta publica al lado de los grandes. Es ese bálsamo democrático, que el ciudadano pueda reconocerse en el papel oficial, comprobar que es reconocido por alguien. En cambio, la dictadura es una lóbrega sociedad donde el ciudadano no conoce su propio rostro cívico.

–Y en esos momentos de celebración, de supuesta realización social, la droga empieza a cabalgar. ¿Qué hay ahí, una libertad que se atraganta o una decepción que subsanar?

–En el 79 conocí a Clara. Pedía los billetes de Metro usados a los viajeros para rular un filtro para el porro. La joven pasaba del viaje férreo del metro al viaje subliminal, peligroso fluyente, que ella y tantas como ella, buscaban para olvidar la Historia, la mentira y el poder de los mismos. Vi a Clara fumarse sus veinte años de cansancio.

–Y de las drogas aceitosas al vicio del consumismo.

–Nos invitaron al gran sarao del consumo, al lujo a plazos, la compra con tarjetas, la felicidad de supermercado, la metafísica de grandes almacenes, nos hicieron creer que una vida plena y completa es una vida que cumpla con todos los anuncios-sacramentos de la televisión. Cambiaron ideales y principios por anuncios. Después de eso, nuestro capitalismo ha fingido una ruina hipócrita, frente a la democracia, mientras se llevaba la pastizara a Suiza en forma de reloj…

–Perdone [por un momento, creo que me está hablando de la crisis de hoy, de 2015, pero murió en 2007, bueno, será que todas las crisis son iguales], ¿de qué crisis me habla?

No responde, me mira en silencio y da un trago de su vaso de agua, el hielo flota, incorrupto. Diría que disimula. Su ropa es aún la de los setenta, la de Televisión Española, claro, apenas le conozco otra. Cosas de YouTube y de la prisa.

Decía que…

Ahora está de moda [me interrumpe] hacer de todo un espectáculo. El Gobierno califica de “jueces-estrella” a los que más se distinguen por la lucha contra la corrupción. Es una manera de desautorizarlos de quienes se sienten afectados, sentimentalmente o ideológicamente, por sus investigaciones, condenas y grilletes. Pero es algo más: un dar por supuesto que la Justicia debe ser burocrática, camastrona, y que sólo está ahí para perseguir robagallinas, mecheras y alquilones.

¿Pero… a ver… conoce usted al juez Ruz, al juez Castro, a Elpidio Silva?

El maestro cruza la pierna y se ladea, recuesta el lomo de una forma imposible, como si ocupara un triclinio, estira el cuello, se amarquesa y ríe.

Empiezo a tener miedo. Cambio de tema.

Em, le quería preguntar…

Si quería usted preguntar, pregunte.

Sí, sí, le quería, ¿hábleme de esa cosa de arrojar los libros que no le gustan a la piscina?

Mi piscina no es sino la metáfora de esa barrera cultural que todos los consumidores de cultura debemos poner hoy como defensa ante el rugido de la marabunta editorial española y europea. Los malos libros le estropean el estilo a uno. Lo que hacen muchos escritores angloaburridos no es crear, sólo es redactar, y redactar mal, con tópicos de baúl.

Su exigencia de estilo en la escritura es tal que sus obras resultan muy difíciles de traducir. No obstante, también hay quienes lo critican por excesivo, porque dotar de relieve a cada frase, destensa el texto e inmuniza al lector.

Los que dicen eso deben saber que sin estilo, no hay escritor [no le gusta la pregunta, los pellejos de la cara le flojean, tiene una arruga en cada pómulo, una línea vertical que testimonia la existencia de carcajadas, de espontaneidad, de algo que nunca muestra en público, y menos lo va a mostrar ahora, con lo mal que le ha sentado la pregunta]. Hay autores aclamados por la historia de la literatura que tienen una redacción terrible, yo a Baroja no le perdono que sus coloquialismos no sean deliberados, no perdono la falta de pulimento. A mí no se me escapa ni una palabra.

Me grita. Y yo, qué coño, soy el dueño y señor de esta entrevista, volveré atrás, borro, borro, preguntaré otra cosa.

Se levanta, borro, intento borrar. “A mí no se me escapa una sola palabra”. Selecciono el fragmento con el cursor, suprimo, no funciona. “Quien haga un lenguaje sin relieve no es un creador”, me sepulta en su voz de túnel, encojo los hombros, me dan ganas de mear.

Abandona el cuarto y yo tiemblo y pienso en la poca lógica de todo. Lo natural sería que me expulsara de su casa, pero se marcha él. En fin, puedo aprovechar y curiosear sus libros, sus cajones, sus fotografías. De todas formas, debo esperar a que ocurra esa cosa tan cinematográfica, quiero decir, eso de encontrarme a mí mismo delante del ordenador escribiendo, con El tiempo reversible entre las manos, como si no hubiera pasado nada, porque en este mundo de las letras tal vez nunca pase nada.

¿Verdad, Paco, amor?

***

Las respuestas de Umbral se extraen del contenido de las columnas publicadas en El tiempo reversible

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