Ilustración: Manu Muñoz

Los extremos del cielo comienzan a clarear. Un color rosado se expande desde la línea del horizonte, engullendo la negrura. Se adivinan los primeros destellos del agua mientras las estrellas aún cuelgan del techo. La noche perezosa anuncia su retirada. Sin prisa. Sin pedir permiso. Los turnos se solapan en medio del arrullo de las olas, que traen consigo el mismo espectáculo de cada mañana.

Nadie paga por verlo.

Culebrean por la orilla. Sus huellas han dejado un rastro sinuoso. El camino a seguir dibujaba una línea recta, pero han preferido serpentear. Si organizaran una batida en su búsqueda valiéndose de su estela, jamás los encontrarían. Han caído de bruces; se han revolcado por la arena; han caminado hacia atrás; han echado una carrera descalzos. Porque sí, porque les apetecía. Porque querían dilatar el tiempo comprando otra botella de la que ya han dado cuenta. Han robado dos vasos de plástico pensando que también le podrían arañar algunas horas más a la noche. Se desternillan de risa y un par de gaviotas levantan el vuelo lanzando un graznido. Se dejan caer al suelo, faltos de aliento. Uno le pregunta al otro que cómo ve la botella, medio llena o medio vacía. El interpelado guiña un ojo para centrar su mirada en el brebaje. La visión se multiplica. Por un momento casi pide otra copa creyendo que continúa en la barra del bar. Aparta esa idea de su cabeza dando un manotazo al aire. Empina el codo durante largo rato para después eructar como el Krakatoa. Responde que la vida está jodida y el otro se dobla sobre sí mismo en una estúpida carcajada.

Un semicírculo anaranjado emerge en la lejanía, arrancando brillos plateados en la superficie del mar. Los jóvenes enmudecen de golpe, embelesados por una imagen que conocen de sobras pero que no pueden dejar de contemplar. Como la silueta delicada de un amor adolescente en las postrimerías del verano. Pero ya no son niños, y el otoño se halla en sus albores. Se humedecen los labios con la lengua tras un trago. Brindan en silencio, sin cruzar palabra ni miradas. El semicírculo es ya casi una esfera, su reflejo alargado lame la costa. Hay uno al que se le encharcan los ojos ante una estampa sumida en la bruma por culpa del alcohol. Hace acopio de fuerzas para contener unas lágrimas que ya se desbordaban. La playa estaría siempre desierta si no fuera por el mar, masculla. El otro no puede contener una risotada. Y a ti qué coño te pasa.

–Resultará que ahora eres poeta –bromea entre hipos.

–A veces la extraño –confiesa el que parece desenterrar recuerdos.

Pues aquí la tienes, toda para nosotros. No hay moros en la costa. Bebe el contenido de su vaso de golpe y se sirve dos dedos más. Se recuesta de costado, apoyado sobre uno de sus codos. Las chanzas embriagadas no surten efecto. No me refiero a la playa, gilipollas. Algo le molesta. Separa sus nalgas del suelo y agarra una piedra que había quedado atrapada bajo su peso. Ya sabes de quién hablo. Le cuesta pronunciar su nombre. Prefiere garabatear frases en la arena sirviéndose del pedrusco, inventarse historias en suelo mojado para que se esfumen con la llegada de las olas. La resaca se las llevará mar adentro. Ya me extrañaba a mí. Has esperado hasta el último día del viaje para hablar de ella.

Una brisa suave les azota el rostro. Son aires renovadores, pues el viento sopla favorable cuando se deja atrás el ocaso estival y todo se enfoca desde un prisma ingenuamente eufórico. La perspectiva de los nuevos comienzos que se vislumbra desde octubre. Como si todo fuese a cambiar arrancando la página desvaída de un almanaque olvidado. Al menos inténtalo, porque no veo que lo hagas. No se atreve a mirarlo. La vista huidiza, hacia el frente, pero no el de la guerra que está librando su amigo. Intentar qué, pregunta el que a duras penas puede reprimir el temblor de su voz. Olvidarla, qué va a ser. Hay cosas más graves, hazme caso. Se cree curtido en una batalla de la que nunca se aprende lo suficiente como para salir ileso de la que está por venir. Porque casi siempre hay una que está por venir. Ahora mismo soy incapaz de ver algo que sea más grave. No puedo. Menea la cabeza en un gesto que el otro calificaría como excesivamente teatralizado, casi shakesperiano, pero se reserva el comentario y opta por posar una mano en el hombro de su amigo. El otro no parece ni notar el tacto.

El mar es un estanque donde ven reflejados sus miedos. Se sienten empequeñecidos por la inmensidad de un territorio desconocido que infunde respeto.

–Deberías preocuparte por lo que viene ahora, porque tenemos que echarle huevos.

La conversación adquiere el cariz de aquellos diálogos pronunciados al despuntar el alba, cuando salvar al mundo con palabras regadas de alcohol se antoja como la misión de todo joven dotado de hombría a las seis de la mañana.

–Hemos superado el cuarto de siglo y estamos más perdidos que un piojo en una peluca. ¿Te das cuenta?

El otro asiente sin prestar demasiada atención a su interlocutor, acostumbrado como está a que su colega se ponga a perorar contra las putadas del sistema, con sus discursos de anticapitalista acomodado en la clase media-alta que se declara trotskista sin ser conocedor de la figura del líder ni de su legado, como si él mismo hubiese abanderado la toma del Palacio de Invierno enfundado en una camisa ceñida hasta el cuello observando su gesta tras la montura de unas gafas de pasta. El hipster progre que necesita la nación, aunque razón en su discurso no le falta.

–Creo que me voy a ir del país, aquí no hay futuro alguno.

Juega con un cubito medio derretido en su boca y acaba triturándolo con los dientes.

–¿Qué más tengo que hacer? Tengo dos carreras, un máster, hablo tres idiomas y me tengo que deslomar todos los días poniendo copas porque los hijos de puta que tenemos en el gobierno no piensan en el pueblo. No me da la gana. Se lo estamos poniendo muy fácil. No pienso ponerme a cuatro patas para que me la metan por el culo cómo los sirios hicieron con Lawrence de Arabia.

Observa al otro, que trata de mirarlo fijamente aunque bizquea. Ha derramado parte del contenido de su vaso en la arena sin darse cuenta. Pues yo me quiero ir a la mierda un rato, apunta con la copa hacia algún punto indefinido del horizonte; esta vez ha salpicado sus pantalones. Me quiero ir a Estados Unidos, o a Tailandia, la cuestión es irse a la mierda. El sudor perla una frente surcada de arrugas. Frunce el ceño. Bajo sus ojos descansan unas bolsas oscuras que contrastan con la palidez de su rostro, un conjunto que explica la falta de líquido en su vaso y en su cartera. Con tal de olvidarla me iría a cualquier lado. El otro lo mira con la impaciencia del tutor que no consigue inculcar ciertos valores al alumno díscolo.

–Yo no pienso irme a Estados Unidos a convertirme en perseguidor del sueño americano, bastión del capitalismo donde estalló la maldita crisis. ¿Estás loco? Además, vayas donde vayas no te la vas a quitar de la cabeza. Esto no se arregla con la distancia; se arregla echándole huevos.

Su amigo expulsa un vómito sin previo aviso, aunque las arcadas habían advertido de que algo se cocía en su vientre. El otro se sobresalta y acompaña al que no tiene aguante hasta la orilla, con sus zapatos mojándose sobre la arena blanda. Acaba de regurgitar lo que le queda de whisky formando su cuerpo un ángulo recto. Su cuidador le propina unas palmadas en la espalda mientras otea la lontananza con resignación. Europa está podrida, sentencia. El otro se enjuaga la boca con agua salada y la escupe, será verdad que todo lo cura. Yergue su espalda como puede y también contempla el mar bajo la pálida luz otoñal. Pues quédate y échale huevos, le responde. No ha soltado la piedra ni siquiera durante las náuseas. La ha mantenido agarrada con fuerza entre sus dedos, aferrándose a algo de lo que no se puede desembarazar. La lanza con rabia, haciendo que se aleje por la superficie del agua dando saltos. Pequeñas ondulaciones reverberan tras cada impacto.

Un motor petardea a los lejos. Los compañeros de correrías fijan la vista en un punto minúsculo que va tomando la forma de una embarcación. El rugido afónico del aparato consigue amortiguar la verborrea de dos borrachos que se calibran con la mirada para averiguar quién está más asustado. Los que viajan hacinados en la patera llevan la ropa hecha jirones, todos ataviados de la misma guisa. Las pupilas hundidas en sus cuencas, hambrientas de libertad. El agua les llega por las rodillas cuando saltan de la barcaza, incapaces de esperar tan solo unos segundos más tras una vida entera de promesas hechas trizas. Chapotean hasta la arena valiéndose de los últimos residuos de energía que habían almacenado por si llegaba el día. Por si conseguían silenciar las explosiones y olvidar los escombros. Por si podían cambiar el suelo cuarteado de su tierra por la arena húmeda de la playa. Para poder rozarla con los labios. Apuntan su mirada hacia el cielo y extienden las manos mostrando las palmas. Cierran los ojos con fuerza. Susurran en una lengua ininteligible a pesar de que se les entienda a la perfección. Sus pómulos salientes salpicados por unas lágrimas derramadas durante una travesía que se ha hecho demasiado larga. Aunque tampoco estaban tan lejos de la frontera y sí muy cerca de la muerte. Las desgracias más inimaginables también suceden en suelo vecino. Sus consecuencias se observan siempre desde un lugar seguro, cuando la polvareda que ha levantado la guerra se disipa y ya es demasiado tarde.

Y todo sucede en un pestañeo, en un instante fugaz, en un lapso efímero que equivale al tiempo que tarda una bomba en chocar contra el suelo. Al recorrido que hace una ola para acabar besando la orilla.

Te has equivocado, recuerda el que todavía se limpia los restos de vómito con el dorso de la mano. El otro lo mira sin comprender, enarcando una ceja con desconfianza. Los que sodomizaron al teniente Lawrence no eran sirios. Eran turcos. El de los discursos altisonantes escudriña en su interior, trata de poner en orden sus pensamientos y asiente levemente sin apartar sus ojos de una jauría desesperada que cruza la playa en estampida. Se encoge de hombros y rodea a su amigo con el brazo y echan a andar por la arena. En línea recta. Sin dar tumbos. Ya sobrios.

Siempre ciegos.

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