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La conspiranoia es una enfermedad equiparable a la gripe común, o sea, reclama su protagonismo cada cierto tiempo, levanta algunas fiebres, pero no llega a matar; sólo atonta. Eso es cierto, sí, pero nadie agradece a la conspiranoia su papel vertebrador de la amistad o su contribución a que la noche de cualquier fulano adquiera un aire intelectualoide de lo más molón. Uno ronca mejor cuando cree que viene de desentrañar los misterios del mundo y también cuando, además, se ha procurado una buena cogorza.

Así, con los calcetines puestos y la baba en la almohada, debieron dormir dos sujetos que una noche de octubre, en un kebap cercano a Ópera (Madrid), repasaron el top ten de la parra ikerjimeneziana. Decir que el restaurante se prestaba a la cábala sería exagerar.

Sin embargo, el local tenía un aire poco consistente como sus reflexiones. Era uno de esos turcos que en algún momento debió ser un restaurante chino o que fantasea con serlo en el futuro. Se respiraba una grasilla ambiental y había una película dura de mugre en el suelo que no se ha rascado nunca, debemos suponer que por no perjudicar al PH original de las baldosas. La decoración del local parece provisional, no termina de convencer.

«Mi mujer me da asco», soltó uno de ellos, «a mí, mi mujer me da asco», y el otro asintió, celebrándolo (le faltó brindar).

El que lo dijo acanalló la cara y bebió. Aquello, extrañamente, abrió la veda para entrar al mundo del misterio, que diría aquel. El marido asqueado no se lamentó, al revés, se arrellanó más, orgulloso. La pernera le terminaba a mitad de espinilla a bastantes centímetros de la zapatilla. Exhibía con tranquilidad sus pantorrillas blancas como huesos de sepia.

Gritaban. En el salón sólo había tres mesas ocupadas. Los dos amigos mantenían un debate encendido. No se reprochaban nada. La conversación seguía un tono de descubrimiento. Hablaban de la familia, de herencias, de desplantes entre hermanos. Se ponían dignos y juzgaban mucho. Esgrimían unos principios muy estancos, sabían qué actuación habría sido la correcta en cada caso, y todas sus apreciaciones contenían una condena moral.

Uno de ellos se deshacía en aspavientos y, por si no era poca distracción, llevaba perilla de productor porno. Dijeron algo de una madre y un asilo y unos primos mentirosos. Se referían a la madre del más silencioso. El otro, el de la perilla, pontificaba: “Porque tú nunca la has sentido como tu madre, realmente no, claro, realmente no”. Otra cosa. Rasgo común. Los conspiranoicos confieren a los adverbios acabados en mente una capacidad transformadora de la realidad: como no pueden dar peso a sus creencias con hechos, lo intentan alargando las palabras.

El entusiasmo con que proclamaban cada frase, la necesidad de hablar a base de sentencias, la alegría con que afrutaban su discurso con unas gotitas de psicoanálisis de calle… Todo este ajetreo nos obligó a girarnos un par de veces hacia ellos. Nos temíamos lo peor. El de la espinilla de sepia se percató y subió el volumen.

El camarero puso los kebaps sobre la mesa. Nos entretuvimos arañando el papel de aluminio y pusimos los ojos en blanco con el primer bocado, de puro placer. Tratamos de esquivar la conversación de aquellos y ponernos a lo nuestro. Lo conseguimos. Cinco minutos.

Fue una lástima perder el hilo y no comprobar cómo una diatriba sobre herencias, asilos y primos aprovechados pudo desembocar en las pirámides de Egipto. El segundo en discordia, que era una versión oronda de su compañero, sonreía con amplitud, asintiendo a todo y sin soltar la jarra de cerveza. Era un asentir de mitin: un meneo de cabeza muy tajante que aprueba lo que oye y, al mismo tiempo, desea participar y ser coautor del argumento.

La historia era que, obviamente, los humanos no habían construido unas estructuras gigantescas como aquellas, no había medios: incluso hoy no seríamos capaces. De modo que, en vez de pensar que quizás los historiadores aún tienen trabajo por hacer o que los egipcios, por ejemplo, alcanzaron una técnica concreta que todavía no conseguimos precisar (o redescubrir), el tipo veía claro que los alienígenas, como no puede ser de otra manera, efectivamente, lógicamente, construyeron Keops. No sólo eso, también disponía de datos de estos seres, intuía sus intenciones en el planeta, sabía que seguían entre nosotros. No especificó, llegado a ese punto, si se refería a alguno de sus primos. Para que esta teoría cumpliera su efecto de demolición, se detuvo en dotar a las pirámides de cualidades sobrehumanas. El predicador, cuyo vaso de cerveza menguaba sin que lo viéramos callarse ni empujarse un solo trago (ahí, lo paranormal), se subió a un estado de ánimo que podríamos bautizar, por ejemplo, como ‘cólera reparadora’. Se cabreaba pero alegraba los ojos: «Y eso nadie lo dice, ¿pero qué hacían esas piedras ahí? Es imposible, hombre, imposible».

–Porque no interesa –secundaba el otro, arrastrando las consonantes–. Porque no interesa.

Al decir cosas como «y nadie habla de eso» o derivados, un buen conspiranoico siente un picorcillo estimulante, casi sexual. Esa frase significa dos cosas. Una: que existe un poder oculto, lo suficientemente fuerte como para bloquear información fundamental para la humanidad. Dos: que ellos pertenecen al pequeño grupo de privilegiados que se ha coscado del engaño. Que «no interese contar algo» aporta autoestima, sentido vital, aunque corran decenas de documentales por YouTube o una serie de documentales como Alienígenas ancestrales conquistara la parrilla del Canal Historia.

Pasaron a la Luna. Allí el misterio recalaba en dos aspectos. Por un lado, el hombre nunca llegó al satélite –la bandera ondeaba sin aire y esas cosas–, y por otro, según el más callado, se habían descubierto construcciones en la cara oculta. A ambos, las dos opciones, contradictorias, les parecieron igualmente maravillosas.

Pidieron dos cervezas más. Bebían de unos tanques tan grandes que, más que jarras, parecían abrevaderos.

Algunas de las ideas que expusieron no pudimos retenerlas, se escapaban a nuestro escaso conocimiento de la jerga del misterio. De modo que, aprovechamos para mordisquear y pringarnos los dedos de salsa de yogurt. Al rato, y después de fantasear un poco con que la tierra estaba hueca como un huevo Kinder, regresaron a algo más accesible: los Illuminati. Ahí se extendieron un rato. Cada minuto se les entendía menos. Resultaba gracioso, la historia sonaba tan tétrica, tan inquietante, que de no haber oído el nombre místico, Illuminati, habría jurado que se referían a la gestora del PSOE.

Dejamos de espiarlos y nos embarramos en un debate sobre política que no era menos absurdo ni inútil que el de nuestros vecinos: también nos las dimos de niqueladores del mundo. Pudimos comprobar que la conspiranoia une más que el politiqueo. Mientras nosotros nos enseñábamos los colmillos, ellos soñaban, se indignaban juntos y se admiraban juntos. Un abrazo entre los dos, así, saltando por encima de la mesa, no habría desentonado. Un abrazo fraternal, de los de verdad… Golpeaban la mesa a veces de puro éxtasis. La verdad, en mayúsculas, no estaba ahí fuera como decía la serie, sino dentro de un kebap de Madrid: la Verdad la guardaba un tipo con perilla de productor porno.

Decidimos irnos. Por desgracia, todavía no había ganado Trump y no pudimos oír cómo retorcían a Nostradamus hasta encontrar la profecía de un anticristo del color del Frenadol. Pagamos, nos levantamos. Alguien eructó detrás de la barra como colofón; ahora no recuerdo bien si fue antes o después de que nuestros vecinos se callaran unos segundos. Mientras caminábamos hacia la puerta, volvieron a la carga. Creo que empezaron a hablar de Jesucristo.

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