Fotografía: Lorena Portero

Cuando considero la corta duración de mi vida, absorbida en la eternidad precedente y siguiente – memoria hospitis unius diei praetereuntis–, el pequeño espacio que ocupo e incluso que veo, abismado en la infinita inmensidad de los espacios que ignoro y que me ignoran, me espanto y me asombro de verme aquí y no allí, porque no existe ninguna razón de estar aquí y no allí, ahora y no en otro tiempo. ¿Quién me ha puesto aquí? ¿Por orden y voluntad de quién este lugar y este tiempo han sido destinados a mí?

Blaise Pascal

Hoy he sufrido un ictus. Hacía unos días que no me encontraba bien y hoy me he sentido rara durante el almuerzo. De pronto estaba encamada en el hospital, en una habitación cualquiera, con una ropa cualquiera. Blanca, o azul. ¿Qué más da? Huele a enfermos, a sábanas desinfectadas, a pulcritud y a silencio. Sí, el silencio se puede oler. Cuando te aplasta, te devora y no lo soportas. Lo hueles. Yo lo huelo, lo siento. A veces, me arropa.

Pasan los días y las noches. Algunos, no sé cuántos. Los médicos y las enfermeras dicen que ya llevo aquí una semana. Será verdad. Ya no sé si me aterra más la muerte o esta soledad que me vomita en la cara. Siento la tierra húmeda en los labios y me ahogo en una tristeza hecha penumbra que me consume lentamente. Hace demasiado tiempo que lidio conmigo misma.

En estos diez días tan sólo he tenido una visita, la de una cuidadora de la residencia de ancianos donde vivo, que pasaba casi por casualidad. El médico se ha pensado que era una familiar y se ha puesto contento, poco le ha durado cuando se ha enterado de que tan sólo se trataba de una cuidadora. No, señor médico, yo no tendré visitas.

Mañana voy a morir, posiblemente durante el ocaso. Es un buen momento para morir. Poético. Ya no me asusta.

Y me voy.

Nadie se hace cargo de mi cuerpo delicado y sucumbido. Desde la residencia, alguien gestiona que se habilite a una sala en algún tanatorio, no sé dónde, aunque tampoco me interesa. La caja más barata, otra ropa cualquiera. No hay flores, me hubiera gustado tener algunas para marcharme con un buen recuerdo. No una de esas coronas pretenciosas, tan sólo algunas flores de algún parque, un jardín. Unas margaritas. Discretas.

Ahora estoy en este recinto, rodeada de ese silencio protagonista de los últimos años de una existencia vacía. Nadie ha venido. Miento. Antonio, compañero de la residencia (uno de los pocos que aún puede caminar) y María Pilar, la hija de Pilarín, mi compañera de habitación. Han estado un rato, intentando imaginar porque nadie se ha presentado. Han cerrado las puertas del tanatorio, a sabiendas que nadie vendrá a velarme, a rezar una oración, a volcar una lágrima, un grito de sofoco, un minuto de silencio.

Mañana me llevarán al crematorio, y tampoco habrá nadie. Desapareceré sin dejar huella, ningún rastro, ningún recuerdo.

Y así ha sido.

Epílogo

En memoria de la señora Carmen, que murió en la más absoluta soledad. Como se escribe en el texto, nadie se presentó en el hospital y nadie fue al tanatorio, tan sólo un par de personas, no familiares. Nadie estuvo en el crematorio, ni reclamó ninguna pertenencia. La señora Carmen era afable y dulce, con una predilección desmesurada por leer. Era la compañera de habitación de mi abuela en la residencia de ancianos.

Decía Orson Welles que nacemos solos, vivimos solos y morimos solos. Que tan sólo únicamente a través del amor y la amistad podemos crear la ilusión momentánea de que no estamos solos.

Hoy, mis lágrimas más amargas, van para ella y su soledad. Ojalá nadie tuviese que morir solo.

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