¡Qué feliz es Turquía! (Ne Mutlu Türtüm Diyene)

Ataturk, padre de los turcos

Aquella tarde, en el paso fronterizo entre la República de Chipre y la República turca del norte de Chipre sentí aversión por la diplomacia. Llevaba menos de 24 horas en esa pequeña isla y un profundo hastío se había adueñado de mí. El enorme cartel que se erigía en la aduana, con la resolución de la Asamblea General de Naciones Unidas, parecía una burla hacía los greco-chipriotas. A pocos metros, una pancarta turística recalcaba en varios idiomas “Lefkosia: la última capital dividida”.

En la calle Ledra nada hacía pensar que nos encontrábamos a pocos metros de la denominada “Línea Verde”, la frontera divisora entre Occidente y Oriente. Los comercios se sucedían, la oferta de wifi era apabullante y una extraña tranquilidad parecía imperar en el ambiente. Súbitamente, las barricadas realizadas con bidones y macetas repletas de flores se adueñaron del paisaje. Los viandantes fueron sustituidos por cuerpos del Unficyp, la fuerza armada de la ONU en la isla, y dos destartalados puestos de seguridad, situados opuestamente, marcaron el paso fronterizo.

La denominada isla de Afrodita lleva dividida desde 1974 cuando Turquía lanzó la invasión del tercio norte en la denominada “Operación Atila”. Un año después, proclamó el “Estado federado turco de Chipre” y, finalmente, en 1983 reconoció su independencia y la declaró “República turca del norte de Chipre”. Miles de grecochipriotas tuvieron que huir abandonando sus casas, sus tierras y, en suma, su vida. Todo ello bajo la pasividad de Reino Unido, que había administrado este enclave desde tiempos lejanos. “ No podemos volver a nuestras casas porque los turcos nos las han quitado, incluso las intentan vender a extranjeros a precios irrisorios” se queja el dependiente de una tienda de souvenirs en la calle Ledra. “Jamás he cruzado al otro lado. Psicológicamente es muy duro” sentencia.

El recelo hacia los turcos y los árabes en general está cargado de una romántica resignación. “Todo el mundo nos ha dado la espalda con la ocupación, especialmente Reino Unido y Estados Unidos. Los árabes y los musulmanes son gente muy peligrosa, no te puedes fiar de ellos”, rumia el anciano Lefteres mientras acaricia a su pequeño conejo. Su amigo Nikos parece salir del estado de meditación y sentencia: “Los musulmanes estaban dormidos y Estados Unidos les despertó disparándoles. Todo lo malo que pasa es culpa de Estados Unidos”. Entonces, Lefteres y Nikos comienzan un acalorado debate sobre cual de los dos países tiene mayor responsabilidad. Un debate bastante usual entre los habitantes del sur de la isla, un grito desgarrador por el retorno de los refugiados a sus tierras.

El paso peatonal entre ambos territorios no se encuentra muy cargado de actividad. Algunos despistados turistas hacen cola bajo el escrutinio del cuerpo de la ONU. De vez en cuando, alguno de los extranjeros es invitado a abandonar la cola y mostrar su maleta, especialmente los que provienen de la parte turca. Los precios de los productos en el norte de Chipre son ostensiblemente más baratos que en el sur. Un apetitoso filón comercial que nada agrada a los greco-chipriotas.

Cruzamos la frontera y el ambiente es más pesado, más especiado, más caótico. Uno se pregunta cómo las cosas pueden funcionar así en esta isla tan pegada a Oriente Medio, tan pegada a Europa. El otro Chipre, el mismo Chipre y una historia difícil de salvar . Y entonces uno entiende los versos que Lawrence Durrell cita en su obra Limones Amargos: “La curtieron y erosionaron, apilando monumento sobre monumento. Las discordias de monarcas e imperios la tiñeron de sangre, fatigaron y refrescaron repetidas veces su paisaje con mezquitas y catedrales y fortalezas”.

Fotografía: Segafredo18

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