En la España pretendidamente democrática en la que nos encontramos no sabemos debatir. Debatir no es gritar. Tampoco es solamente discutir. Del mismo modo que el sexo no es solo coito, el debate va más allá de enfrentar unas ideas contrarias a las de tu oponente. Debate era lo que tenía Azaña con Ortega y Gasset en las Cortes republicanas, allá por los años 30. Eran señores –se les podía llamar así, se lo habían ganado– con cerebro dentro de la cabeza, con una formación potente como para exponer argumentos brillantes, razonados y trabajados. Y, encima, sabían emocionar a la audiencia. ¿No es lo que se debe pedir a un político? Pues claro, pero aquí nos conformamos con reírnos de Marianín, ese que se esconde tras los plasmas, que no admite preguntas, que tartamudea cuando lee en el Congreso papeles que por supuesto no ha escrito él mismo, porque no entiende ni su propia letra, y al que sus acaudalados asesores no le dejan elegir ni el color de los calzoncillos que se pone cada mañana. «No me vaya a hacer el ridículo, señor presidente». Aviso a navegantes despistados: Marianín, pese a ser así de torpe, gobierna con mayoría absoluta.

Debatir no es faltar el respeto al oponente ni machacarle repitiendo una idea a piñón fijo. Tampoco circular por lugares comunes. No se usa ya ni la retórica para engañar, no hace falta. Debatir pasa por ser crítico con uno mismo y aceptarse delante del espejo. Por huir del «y tú más». La política es debate y poco más porque el debate de verdad lo engloba todo. Si debate y político son palabras tan desvirtuadas es por culpa de quienes se apropian de esos honores: de Elena Valenciano a Sálvame, de Punto Pelota a Rosa Díez. La asignatura de Debate debería ser obligatoria en los colegios, pero en la España pretendidamente democrática en la que nos encontramos dominan y recortan la educación de nuestros chavales tipejos tan siniestros como José Ramón Bauzá. Y el president balear es solo un ejemplo entre 17.

Lo han aprendido bien. Si violencia genera más violencia, pensamiento único genera más pensamiento único. A favor o en contra, da igual, que siempre viene bien tener el enemigo a mano para recordar por qué odiamos. Porque en la España pretendidamente democrática en la que nos encontramos se odia a muerte. Al enemigo ni agua, ¿qué es eso de aplaudir al equipo rival? Ocurre igual tanto en la extrema derecha neofranquista que se disfraza de centrista y europea como en la extrema izquierda que se viste de libertaria mientras le compone versos a genocidas como Stalin. Si presumimos de que en Iberia nació Caín, ¿cómo no vamos a calificar al librepensador que nos critica de etarra o contrarrevolucionario? Lo curioso es que para debatir solo es necesario un verbo: escuchar. Pablo Iglesias se ha pasado años escuchando a los tertulianos que moderaba en Fort Apache, un debate políticosocial de verdad, no como las batallas dialécticas que se celebran en los platós que le han dado fama y votos al líder de Podemos.

Él, al menos, eleva el debate en esos gallineros, ofrece argumentos contrastados, trabaja su propia filosofía. «Claro, es que se lo trae todo preparado. Trae datos», se quejaron un día Inda, Marhuenda y Rojo, que como trío cómico que son podrían presentarse como El Cínico, El Rencoroso y El Desagradable. «¡Solo faltaría que viniera aquí a decir tonterías sin fundamento!», les contestó Iglesias. «El chico», como también comentan de Albert Rivera, «habla bien». La inteligencia de algunos tertulianos se detecta pese a que la mayoría de esta especie bien remunerada manche esa condición cada vez que abre la boca. Si Ortega y Azaña levantaran la cabeza, al menos, tendrían una luz con la que consolarse en medio de la oscuridad de esta España pretendidamente democrática. Si queremos vivir algún día en plena democracia y con plenas libertades solo podemos tener un deseo: ¡Que jamás pare el debate! El verdadero, se entiende. De sucedáneos y falsificaciones ya andamos sobrados. Y, de que nos tapen la boca, también.

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