Fotografía: Silvia González

Achrafieh, Beirut. Septiembre.

El sol pegaba con una fuerza inusitada, nada propia del mes en que nos hallábamos. Las gotas de sudor se deslizaban con maestría por mi piel y la cabeza parecía una olla a presión a punto de explotar.

Yo me refugiaba en las pocas sombras que se cruzaban en mi camino desde mi casa de entonces, en la calle Zaharat el Ihsan, hasta Hamra. Desde que había salido me repetía una y otra vez todas aquellas razones por las que no coger un taxi en esa calurosa mañana era la mejor opción. “Hay mucho tráfico”, “es bueno para tu salud”, “es bueno para tu bolsillo”. Era un bucle de pensamientos desordenados e inconexos en los que de vez en cuando se mezclaban retazos de la noche anterior.

Desde luego, las noches de septiembre en Beirut eran las mejores.

No hacía excesivo calor, tampoco frío como para sentirse incómodo. Aquel tiempo le traía recuerdos: los años tiernos de su juventud bebiendo arak a orillas de la Corniche, sentados entre las rocas que poblaban todo el litoral beirutí. Hacía tiempo que sus gustos se habían vuelto más refinados: el arak había dado paso a los gin tonics y la Corniche a los clubs y bares que abarrotaban Gemmayzeh y Mar Mikhael.

Ayer volvió a tener 18 años, ayer volvió a recordar la magia que acompaña a Beirut, ayer volvió a recordar porque detestaba tanto el arak y, sin embargo, porque siempre terminaba vaciando todas las botellas que se le ponían por delante.

Ayer, volvió a recordar a Maya. Ayer, volvió a ver a Maya. Ayer, eran sinergías emocionales, ávidos consumidores de besos. Un flujo irracional e incoherente, destructor y creador

Maya estaba inclinada sobre la barra, removiendo con sutileza la pajita de su bebida. En cualquier bar del mundo la habría reconocido, pensó. No tenía nada en particular: era menuda, con el cabello negro, los ojos caramelo… y, en cambio, era tan diferente a cualquier otra.

Se acercó lentamente hasta donde ella se encontraba y le puso una mano sobre el hombro. Ella esperó unos segundos antes de girarse, respirando más rápidamente. Y después hablaron, hablaron como si todos esos años no hubieran pasado y bebieron arak en las rocas de la Corniche hasta que los primeros rayos del sol iluminaron la ciudad.

–Sabes Maya, a veces eres todavía una carga emocional difícil de soportar –confesó mientras le daba el último trago al vaso de arak.

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